Katrina

Katrina


Capítulo I

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—Te compadezco si te pillan. La señora Gluck te mandará azotar. Yo estaré lejos para entonces y no podrá alcanzarme con su

knout[1]. ¡Escucha!

Tendió la oreja hacia la ventana. Parecía una ágil avecilla tropical en todos sus movimientos.

—Se están acercando —dijo con satisfacción—. Los cañones. ¡Los rusos llegan!

Katrina se estremeció.

—¡Nos matarán a todos!

—¡Quia! —contestó, lleno de contento, el enano, y cantó, con agradable voz:

—¡Tralalí, tralalán! ¡A mí no me matarán!

Los gruesos labios se contrajeron en beatífica sonrisa:

—Yo soy un enano… un enano cantarín. El gran zar Pedro colecciona enanos, bufones, fenómenos y… —miró maliciosamente a Katrina— ¡muchachas bonitas! Coge un puñado de joyas y vente conmigo. Iremos al encuentro de los rusos. ¿A qué aguardar aquí a que nos azoten?

Se oyó rumor de voces en el pasillo. Rápido como el pensamiento, el enano se plantó de un brinco en la ventana y salió al estrecho balconcillo.

—Muchacha —dijo—, te azotarán si te pillan. Más vale que corras… ¡Huye!

De un salto, alcanzó él canalón del tejado con las manos extendidas. Lo asió con fuerza y se alzó a pulso, con una agilidad increíble.

—¡Huye! —le oyó gritar otra vez cuando desaparecía de su vista.

Y ya no volvió a verle ni oírle.

Katrina miró, enloquecida, a su alrededor, contemplando los destrozos que él enano había dejado tras sí. Alrededor de la mesa de tocador yacían trozos de precioso cristal en medio de charcos de fluidos aún más preciosos, mezclándose su aroma con él acre olor de la peluca quemada. Centelleaban joyas en la manchada alfombra. El suelo de la dorada jaula presentaba hoy un aspecto indescriptible. Katrina exhaló un chillido de terror y salió, huyendo, de la alcoba.

Allá, en el corredor, Denka arrastraba de una oreja a Cerda, cuyo pálido rostro se contraía de dolor.

—¡Conque ahí estás! —gruñó Denka al ver a Katrina—. ¿Qué hacías? Perder el tiempo atormentando a ese maldito enano, ¿eh?

Por la entreabierta puerta vio, entonces, la vacía jaula y se le abrieran desmesuradamente los ojos, reflejando su semblante una expresión de maligno horror. Hasta le soltó la oreja a Gerda.

—Os azotarán a las dos —aseguró, en un susurro—. ¡Aguardad a que la señora y el amo vuelvan a casa esta noche! ¡Os mandarán azotar con el

knout como jamás os azotaron hasta ahora!

Gerda estaba llorando. Le temblaban de miedo las manos.

—No fui yo —exclamó—. No fui yo…, no…, no…

—No —asintió Katrina, tragando, lentamente saliva—. Fui yo.

Durante aquel largo día, apenas hubo entre la servidumbre quien le dirigiera la palabra a Katrina. La observaban todos en silencio, como si fuese el fantasma de una persona ya muerta. Le señalaban el trabajo sin despegar los labios.

Al llegar la noche, le dolían todos los huesos y comprendió entonces por qué andaba con la espalda tan torcida Gerda: resultaba más fácil soportar el dolor de esa manera.

Los Gluck no habían regresado aún. Gerda se fue a la cama. Katrina la siguió al cabo de un rato, subiendo al minúsculo desván de madera de una de las dependencias. Encontró a su compañera dormida y, a la luz mortecina de la vela de sebo que goteaba grasa sobre un taburete roto apoyado contra la pared, le pareció la muchacha un simple montón de trapos.

Se acostó sin desnudarse, cubriéndose con unas pieles raídas tan mal curadas, que estaban tiesas y rancias. Desde la baja techumbre caían Insectos de vez en cuando. Por él hueco de una ventana se distinguía un trozo de cielo despejado.

Incapaz de conciliar el sueño, permaneció inmóvil, rígida y llena de aprensión hasta que, al cabo de mucho rato, el rumor de cascos de caballos y él chirriar de un coche le anunciaron el retorno de los señores.

No tardaron en oírse fuertes pisadas en la escalera de mano que, desde el patio, daba acceso al desván. Unos rayos de luz empezaron a filtrarse por las rendijas de las abarquilladas tablas. Miró a su alrededor, frenética, buscando un sitio por donde escaparse. Gerda se había despertado y estaba incorporada, rígida, fija la mirada de los pálidos ojos, expresando toda su actitud anticipada delicia.

—Ya poco te falta,

señorita Katrina —susurró, con regocijo—. Y, cuando hayan terminado contigo, suerte tendrás si puedes volverle a mover por tu propio pie en esta vida.

Bamboleó la puerta hacia dentro. Huyó una rata al penetrar un anaranjado resplandor en el desván.

—¿Dónde está?

Era la voz áspera de Dakof.

Katrina le vio alzarse pesadamente del último peldaño de la escalera y entrar en el desván. La antorcha proyectó sobre su rostro pavorosas sombras.

Cuando cruzaba con torpe andar el inseguro suelo, se oyó un estridente silbido, semejante al del viento al principio, pero que fue aumentando en volumen a medida qué se aproximaba con celeridad aterradora. Pasó por encima del desván con atronador chasquido, perdiéndose en la escarchada noche sin dejar de silbar. Los cañones rusos habían avanzado hasta ponerse a tiro de las murallas de Marienburgo.

Dakof dejó caer, con una maldición, la llameante antorcha, que rodó, chisporroteando, por él mugriento suelo. Una enorme araña gris, sorprendida en pleno sueño, se encogió de repente y pereció abrasada.

Dakof se agachó para recoger la nudosa rama de pino, tosiendo al respirar de lleno sus acres emanaciones. Sacudió la cabeza cuando vio la suerte que le había cabido a la araña.

—¡Ah, lástima! —murmuró—. ¡Nada bueno augura esto!

Miró en torno suyo y se encontró con la aterrada mirada de Katrina que le contemplaba por encima de la piel rancia que la cubría.

—Vamos, muchacha. Arriba se ha dicho. La señora Gluck quiere hablar unas palabras contigo.

Sonrió, enseñando los negros dientes, y alargó la mano para asirla del hombro. Katrina retrocedió, resbalando por el suelo con la piel delante a modo de escudo hasta que la pared del fondo la obligó a detenerse.

Gerda se incorporó con risita de conejo, contraída la pálida boca en gesto de maligno regocijo.

Dakof perdió la paciencia, asió a Katrina, y la empujó hacia la puerta, casi haciéndola rebotar de travesaño en travesaño por la escalera. El miedo le entumecía las piernas. Cuando llegó al patio, tuvo la sensación de que pulsaba él suelo como un ser viviente, ora alzándose bajo sus pies, ora retrocediendo.

Brillaba, rojizo, el firmamento allende las murallas fortificadas de Marienburgo. Por debajo del horizonte, cañones lejanos parecían croar como ranas en pantano. Uno de los más cercanos escupió, de pronto, una llamarada al lanzar otro incandescente proyectil que trazó en el firmamento una parábola, dando la sensación de que una estrella fugaz se precipitaba sobre la tierra.

Dakof tenía ahora bien asida a la muchacha, con la basta tela del vestido enroscada a los dedos a la altura del hombro.

—Esos rusos —dijo— son verdaderos demonios.

Olfateó el aire como un lebrel.

—¡Ah, huele, muchacha! ¡Cómo apesta esto a pólvora!

Le dirigió una sonrisa.

—Mala noche escogiste para recibir la tunda —dijo—. Tendré que aguzar él oído para oír tus gritos.

Katrina se estremeció. Por el ruido de los disparos comprendió que, en su avance, los rusos se habían internado ya por entre los negros árboles del bosque de Goreki, en uno de cuyos claros se alzaba la cabaña de su madre. Presa de un súbito terror, forcejeó por desasirse.

—¡Dakof, por favor! Mi madre… Miguelín… ¡Tengo que correr a su lado! Dakof soltó un gruñido.

—¡Eh, ojo ahí, por poco me arrancas los dedos de cuajo!

La empujó casa adentro, cruzando el gran vestíbulo de mármol donde acechaban las sombras tras los pilares y los pliegues de los cortinajes de colores, dando la sensación de que jugaban al escondite al mover Dakof la antorcha y agitarse su llama.

Katrina parpadeó al herirle la vista la brillante luz de las lámparas que le aguardaban allende las puertas dobles del salón. Las baldosas encarnadas le helaron los desnudos pies. La puerta estaba entreabierta pero, aunque oían en el interior voces, Dakof se abstuvo de entrar. Empezó por encajar la antorcha en un soporte. Luego llamó, golpeando con el escamoso y agrietado puño la inocente redondez de un querubín volante tallado en la madera.

—¡Adelante!

No era una invitación, sino una orden, y Dakof se sobresaltó no menos que Katrina ante la estridencia de su tono y la ira que destilaba la voz que la pronunciara.

La señora Gluck ocupaba un sillón de alto respaldo desde el que, como sentada en un trono, dominaba la gran estancia y todo su excesivo mobiliario. Erguida y rígida, llevaba un vestido de seda de exagerado escote, cuya tela le colgaba por delante del aplastado pecho cual si fuese una cortina.

Una peluca roja coronaba el empolvado rostro picado de cráteres como la superficie de la luna. Y las partículas del maquillaje adheridas al bozo, tremolaron al contraerse, enfurecida, la boca.

—La muchacha, señora —anunció Dakof, con desasosiego.

La señora Gluck no se anduvo con preámbulos. Quiso saber:

—¿Dónde está el enano?

Aulló, más que dijo, las palabras.

Sólo una estrecha mesa se interponía entre Katrina y la ira de la señora Gluck, cuyo iracundo semblante se reflejaba, descompuesto, en su pulimentada superficie.

El reflejado rostro pareció derretirse como calentada mantequilla. La señora Gluck estaba hablando de nuevo.

—¡Mira, desgraciada! —gritó—, ¡mira lo que hizo el enano!

Con ojos que habían perdido toda esperanza, Katrina miró hacia donde señalaba el extendido brazo de la dama, y vio la negra pirámide a la que Grog dejara reducida la otra peluca de su ama.

La señora Gluck la tomó entre las manos y se la metió en las narices a la joven, que retrocedió al asaltarle el olfato un olor desagradable a pelo quemado.

—¡Mi mejor peluca! —anunció la otra.

Y, con violento gesto, la arrojó de si Fue a chocar contra la pared de enfrente, maculando la blanca superficie antes de caer sobre la alfombra encogida y chamuscada como la araña del desván.

El pastor Gluck, amo de la casa, había contemplado en silencio toda la escena, moviendo con timidez sus delgadas piernas enfundadas en negro hasta colocarse tan lejos de su enfurecida esposa como la habitación lo permitió. De pie junto a la ventana, jugueteó con borlas de seda de la cortina que previamente apartara para quedar medio oculto tras ella, asomando el apocado rostro surcado de arrugas como mono que ha sido objeto de una reprimenda.

—¿No tienes lengua en la boca? —preguntó la señora, alzando el desvaído cuerpo del alto sillón, e inclinándose hacia Katrina—. Te pregunté que dónde estaba el enano.

—Se…, se ha marchado —anunció, en un susurro, la muchacha.

La señora soltó un bufido de impaciencia. Acurrucada en la ancha escalera, con una capa de blanco y perfumado armiño sobre los hombros para resguardarse del frío, Veda Gluck estaba escuchando, con una sonrisa de tensa excitación en los labios.

Llegó a sus oídos la voz de su madre, vibrante de ira:

—… y azótala, Dakof, ¿me has oído? Azótala hasta que escarmiente…

Veda se arrebujó en las cálidas pieles y vio crecer las sombras proyectadas sobre la blanca puerta al encaminarse al vestíbulo Dakof y Katrina.

Permaneció inmóvil observando cómo empujaba Dakof a la temblorosa muchacha por el corredor en dirección a la cocina. A la luz de la linterna que recogiera Dakof en él vestíbulo, vio los ojos verdes de Katrina, dilatadas de terror las pupilas.

Se deslizó tras ellos, pisando con cautela, sin hacer ruido sus zapatillas de raso bordado… Y siguió a la oscilante luz y a las danzarinas sombras proyectadas por la esbelta muchacha y los enormes hombros de Dakof cuando bajaron ambos la escalera de caracol que conducía a los sótanos.

—Por favor, Dakof —susurró Katrina cuando llegaron abajo—. No irás a…, a azotarme de verdad, supongo. Quiero volver a casa…, al lado de mamá y de Miguelín. Por favor, Dakof…, los soldados rusos…

El hombre se sorbió las muelas y retorció dolorosamente la muñeca de la joven con su encallecida manaza.

—Muchacha, la situación es ésta —le contestó, riendo—: o te llevas los latigazos tú…, o soy yo quien se los lleva, ¿comprendes? Tendré que azotarte puesto que la señora lo ordena. Y tendría que hacerlo aun cuando se presentaron los rusos de improviso.

Veda, media docena de pasos más atrás, oculta en las sombras, oyó el eco de su risa repercutir por los sótanos.

Al llegar a la cocina, otra bala de cañón pasó por encima de la casa, gimiendo como ánima en pena, Dakof abrió la puerta de un puntapié, y una ráfaga de aire caliente y grasiento les dio en el rostro, Denka y su marido dormían encima de la estufa, roncando estrepitosamente.

—¡Eh, amigos, moveos! —bramó Dakof, que estaba orgulloso de su voz profunda y de la fuerza de pulmones—. ¿Queréis que os despierten los rusos cortándoos de un tajo el cuello?

Se agitó el matrimonio. Asomó la papada del hombre por el borde de la estufa.

—¿Eh? —croó.

—¡Arriba! —bramó Dakof—. ¡No es momento más indicado para roncar como cerdos! ¡Arriba he dicho! ¡Ayudad a la señora y a los otros! ¡Al amanecer hay que abandonar esta casa!

Mientras Shuvaroff buscaba, con los enrojecidos pies que cubriera la congelación de llagas, los travesaños de la escalera, Dakof empujó a Katrina por el húmedo corredor que conducía al sótano donde se almacenaba la carne. Detrás de ellos, Veda se ciñó más la capa alrededor del adornado camisón y se deslizó, sin ser vista, por delante de la abierta puerta de la cocina.

Había que bajar varios escalones para entrar en el sótano de la carne. Era la habitación más baja y más húmeda de la casa, y aquélla cuya temperatura resultaba más fría incluso que la que en pleno bosque se registraba. No había ventanas. Barriles de carne salada yacían apilados sobre él suelo de tierra apisonada, y de las vigas poco altas colgaban los cuerpos sin vida de cerdos y de ovejas recién degolladas y de cuyo hocico pendían rojas estalactitas de sangre helada.

Dakof depositó la linterna sobre el barril más cercano. Katrina se alejó de él dando traspiés en cuanto le soltó la muñeca. Le latía un pulso en la garganta con una violencia que ni él propio corazón igualaba. El miedo la había dejado exhausta. Se sentía pequeña y frágil, demasiado cansada de pronto para luchar. No intentó contener las lágrimas, que le resbalaron por las mejillas hasta gotear sobre la burda blusa de tejido casero.

Dakof, de pie entre ella y la estrecha puerta, se estaba registrando los bolsillos en busca de un cordel.

—Conque llorando, ¿eh? —murmuró, hablando con la misma naturalidad que si comentase el tiempo—. Si hubieses sido buena chica, no hubiera tenido yo este placer.

Se echó a reír. Veda se deslizó hacia el punto, próximo a la entrada, en que la oscuridad era más profunda, para poder presenciar cuanto ocurriese. Se pasó la sonrojada lengüecita por los labios.

Dakof encontró un trozo de cuerda e hizo rodar a la joven por tierra de un empujón, posó la abultada rodilla encima y, empleando un extremo del cordel, le sujetó las muñecas, apretando con saña.

—¿Sientes eso, muchacha? —le preguntó riendo, con el rostro casi pegado al de ella.

Katrina sollozó impotente. Dakof la puso en pie tirando de la cuerda, que pasó luego por el gancho vacío más cercano, halando a continuación de ella hasta dejar a la muchacha colgada apenas rozando el suelo con los pies.

El dolor le recorrió en círculos de fuego las muñecas al verse obligadas éstas a soportar casi la totalidad del peso de su cuerpo.

Dio media vuelta en el aire, golpeando contra el cadáver helado, recubierto de sal y duro como la piedra, del cerdo vecino. Los cuerpos, colgados en hileras, daban la sensación de troncos extraños: árboles de una avenida macabra.

Dakof le agarró la blusa por los hombros y se la arrancó de un tirón. Veda, temblando de avidez, se adentró un paso en el sótano. Era tan grande su anhelo, que ni cuenta se dio siquiera cuando una rata le pasó por encima de las chinelas.

El hombre se buscó a tientas por la cintura el

knout grasiento, símbolo de su autoridad. Le brillaban los ojuelos al contemplar los erguidos pechos de su víctima. Alargó una mano y, al intentar rehuir Katrina su contacto, la cuerda se le clavó más cruelmente en las muñecas. Giró muy despacio sin poder contenerse, raspándole la piel los agrietados dedos del hombre.

Echó hacia atrás la cabeza y lanzó un grito que retumbó con hueco sonido por los atestados túneles de los sótanos. En la oscuridad, se oyó multiplicado el rumor de las ratas que huían alarmadas.

—El látigo —anunció Dakof— es un compañero de juegos egoísta.

Y se chupó los dientes, saboreando por anticipado la tarea que estaba a punto de iniciar.

Se descolgó el látigo del cinturón, pasándoselo por entre los dedos con amor. Habla más afecto en la caricia aquella que en ningún momento en que tocara a la muchacha.

Fue a pasar por detrás de uno de los cerdos, haciéndosele la espera muy larga a Katrina, que puso en tensión la espalda y sintió que la piel se le sobrecogía. La llama de la linterna vacilaba, y las sombras danzaban alrededor del sótano como trabados fantasmas. Veda se introdujo en el sótano, acurrucándose tras un alto barril para observar más de cerca.

Cuando el primer latigazo le pintó, como por arte de magia, una cinta roja desde el hombro hasta la cintura, Katrina soltó un chillido tan fuerte y áspero que le raspó la garganta. Se le oyó reverberar por entre los arcos de sombría piedra hasta perderse su eco por el interior de la casa.

Los labios de la silenciosa observadora se curvaron en cruel sonrisa.

La otra intentó contener sus gritos, pero no pudo conseguirlo al descender por segunda vez y tercera vez él látigo. Dakof se movía midiendo los golpes, ladeando cada vez la cabeza para calcular su efecto.

En algún lugar, y por encima de ellos, algo retumbó de pronto haciendo temblar techo y suelo. Los cuerpos se mecieron en sus ganchos. Las ratas, en los rincones oscuros, lanzaron frágiles chillidos que sonaron como el rasgar del percal. Veda se cayó contra el barril. Una bala de cañón había dado de lleno en la rectoría. Dakof, que estaba con el brazo alzado, medio perdió el equilibrio, y la extremidad del látigo se le enredó a Katrina al cuello. Intentó el mayordomo desalojarla de un tirón, y Katrina tosió, ronca y desesperadamente, al sentirse estrangulada.

Dakof masculló una blasfemia y se acercó más, para desenrollar el látigo. La llama de la linterna volvió a oscilar, perdió el brillo, y acabó por proyectar tan sólo un leve resplandor anaranjado que no permitía ver más allá de los bordes del barril. Al sacudirla él hombre iracundo, la linterna se apagó del todo, quedando envuelto el sótano en tinieblas. Sonaban los cañones como si dentro de la propia casa los estuvieran disparando. La oscuridad y la inminencia del peligro desmoralizaron a Dakof, que, olvidando todo en su afán de alejarse, corrió hacia la puerta, dando traspiés por entre los oscilantes cuerpos de los colgantes animales.

Pasó en su huida a pocos centímetros de Veda sin darse cuenta siquiera de su presencia.

Ésta permaneció inmóvil, aguardando a que el rumor de sus pasos se perdiese por la escalera de caracol. Luego se deslizó con cautela hacia adelante, sin que percibiera Katrina el ruido de sus chinelas. La joven no experimentaba dolor alguno en la espalda, porque era demasiado grande el entumecimiento para permitírselo. Pero un calambre doloroso y palpitante había empezado a agarrotarle los músculos, y notaba que algo cálido y suave le resbalaba por las muñecas y los hombros hasta llegarle a la cintura por donde le colgaba la blusa.

Sintió, de pronto, otro contacto en la garganta: un roce tan suave y silencioso como él de la sangre al deslizarse. Precisó unos segundos para darse cuenta de que eran unos dedos los que la tocaban y que éstos estaban haciendo esfuerzos por desalojar el látigo.

—¿Quién es? —preguntó en denso y seco susurro.

Una ráfaga de perfume le asaltó el olfato recordándole el olor de los vestidos de la alcoba de la señorita Veda.

—¿Es usted, señorita Veda?

No hubo respuesta. Los persistentes dedos habían logrado su propósito, y Katrina sintió que le retiraban el látigo del cuello.

—Gracias —murmuró.

Tampoco aquella vez le respondieron. Veda, knout en mano, había retrocedido unos pasos en silencio. El chasquido del látigo sonó, de pronto, en las tinieblas, y Katrina experimentó un dolor rápido y cálido que le picó más bien que entumecerla. Porque fue pobre y torpe el golpe comparado con los que Dakof le propinara. De los latigazos que siguieron, la mayor parte gastó su fuerza contra los cuerpos que colgaban al lado de la muchacha.

Un brusco rumor de pasos y el lejano brillo de una linterna, hicieron que Veda dejase caer él látigo y fuera a ocultarse tras los barriles.

Shuvaroff entró en el sótano, parpadeando. Llevaba cuanto poseía en un hatillo. Veda pasó cerca de él sin ser vista y corrió escalera arriba hacia las habitaciones superiores.

El hombre depositó cuidadosamente el bulto sobre un barril y cortó una generosa rebanada de tocino del cerdo que colgaba más cerca.

Se la había metido ya debajo del brazo y se disponía a recoger el hatillo para marcharse, cuando se fijó en Katrina, que colgaba con la cabeza caída sobre el pecho y los ojos cerrados, soltó, muy despacio, hatillo y tocino. Se acercó a la muchacha. Carraspeó. Dijo, estúpidamente:

—Hola, Katrina.

No obtuvo respuesta alguna. Alzó la mano. Tocó a la joven. El dedo se le manchó de sangre. Contempló la rojiza humedad unos segundos. Luego se lamió él dedo para quitársela. La mirada de los ojuelos hundidos en grasa resbaló por el inmóvil cuerpo, recreándose en su contemplación. Después cortó la cuerda con el cuchillo de cocina que llevaba en la mano.

Se llevó, momentáneamente, una sorpresa al ver que Katrina caía al suelo como un pelele, extendida en abanico la rubia cabellera alrededor del pálido rostro, cruzado un brazo sobre uno de sus pies hinchados envueltos en trapos. La muñeca estaba excoriada por donde la cuerda la había apretado.

El lento cerebro de Shuvaroff se puso a debatir la cuestión del tiempo disponible.

Los toques de corneta se oían ahora débiles como zumbidos de mosquito en el fragor de la lucha entablada por la posesión de los fosos exteriores de Marienburgo. Sonaba más cerca el fuego de mosquetería, y la caída y explosión de alcancías empezaba a sacudir la sólida tierra.

Su esposa Denka le estaba aguardando arriba. Shuvaroff consideró todo esto y miró a la muchacha que yacía sin conocimiento en el suelo. Con uno de los disformes pies, apartó la falda de Katrina, y él resplandor de la linterna iluminó las desnudas piernas. Shuvaroff les echó una mirada, exhaló un suspiro, sacudió la cabeza, recogió el trozo de tocino y el hatillo, y salió, resignado, de la estancia.

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