Katrina

Katrina


CAPITULO II

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DURANTE mucho rato, Katrina yació sin moverse, el cuerpo medio inconsciente tan helado como el duro suelo sobre el que estaba tendida. Había empezado a palidecer el firmamento con los primeros rayos de la aurora. Los incendios se iban extendiendo por las estrechas calles hasta llegar un momento en que todas las casas de la pequeña población parecieron en llamas.

El urgente chirriar de una columna de ratas que cruzaban el oscuro sótano presa del más vivo pánico, la hizo volver por fin en sí. Se alzó entumecida, caminando a tientas en dirección a la débil luz de la salida.

El humo bajaba en densas nubes por la escalera. Percibía el rugir y el crepitar del fuego como viento fuerte por los alrededores de la casa y en la población cercana.

Ella aún lo ignoraba, pero la orden terrible de «¡Dad rienda suelta al Gallo Rojo!», había lanzado a los ejércitos cosacos contra Marienburgo, plenamente autorizados a robar, saquear, estuprar y destruir. Sólo por habérsele prometido tal recompensa había accedido la caballería del Don a aguardar durante dos años acampada en las laderas de las alturas de la población asediada.

En su tienda de campaña, el comandante de la infantería rusa, mariscal Sheremetief paseaba de un lado para otro sin ocultar su ansiedad. Veía él rojizo resplandor del firmamento por encima de Marienburgo.

—¡Esos asquerosos bandidos de cosacos…! —murmuró.

Y su edecán movió la cabeza en gesto de asentimiento.

—No quedará ni un puñado de botín en la población —dijo—, ni una chica para el mercado de esclavas. A menos que…

—A menos que, ¿qué? —exigió Sheremetief.

—A menos que los hagamos seguir de cerca por patrullas que se encarguen de reunir y traer agua al campamento, todo material esclavo aprovechable y cuantas cosas de valor haya en las casas… antes de que esos codiciosos cosacos se lo lleven todo y arrasen la ciudad luego.

Sheremetief agitó una mano en la que centelleaban diamantes.

—¡Hazlo! —ordenó.

El

edecán[2] saludó con aire de triunfo, y salió, apresuradamente, de la tienda del mariscal.

Cuando Katrina llegó al jardín, la totalidad del edificio despedía ya rojas chispas y lenguas amarillentas de fuego. Oscuras figuras se movían por entre los cuadros de césped y los surtidores. Luz de antorchas iluminaba rostros barbudos, arrancaba destellos a sables y lanzas, y centelleaba en corazas.

Elevábanse al cielo columnas de fuego en un centenar de puntos de la ciudad. Sonaban gritos, chillidos y disparos como discordantes burbujas de terrible sonido que estallaran en una olla en plena ebullición.

Katrina sentía con creciente intensidad el dolor al acariciarle el aire cortante los verdugones. Deseaba volver a su casa en busca del consuelo que pudieran prodigarle su madre y su hermano. Al meterse por entre los matorrales, sus pies descalzos pisaron algo más cálido que él frío suelo: la capa de armiño que llevara por encima del camisón Veda.

Se la echó sobre los hombros y experimentó cierto alivio. Luego rompió a correr hada él puentecillo.

Encontró numerosos cadáveres a su paso, grotescos casi todos ellos por la actitud en que les había sorprendido la muerte. Algunos eran simples ciudadanos; otros, soldados suecos, con él uniforme azul que tan conocido le era. Y no faltaban tampoco los enfundados en un uniforme rojo que jamás viera ella hasta entonces.

Al cruzar, corriendo, el frágil puente, las pisadas de sus pies descalzos le sonaron a golpes de martillo. Un nuevo olor a quemado, procedente del bosque, le asaltó él olfato y la hizo apretar aún más el paso. Cuando llegó al claro, pareció como si las piernas perdieran de pronto toda su consistencia, y se hundió, lentamente, en la helada hierba. ¡Había desaparecido la cabaña!

Aún marcaban las ascuas su contorno por una docena de sitios. La habían quemado por completo y, al mirarla, le acudieron en tropel a la mente recuerdos del hogar perdido y sintió frío en el alma al pensar en lo que pudiera encontrarse entre los restos esparcidos.

Una bruma blanca llegada del río inundaba él bosque. Por encima de ella, el firmamento clareaba, dando a los árboles un aspecto vaporoso, irreal, que les hacía parecer espectros. Desde las bajas ramas de los pinos llovieron sobre ella quebradizas agujas. Por todas partes se percibía su balsámico perfume. Una piña grande, con las escamas abiertas, yacía junto a su crispada mano. Unas cuantas horas antes le hubiese parecido un tesoro, no sólo por su valor como combustible, sino por considerarla heraldo de días cálidos cercanos. Ahora, sin embargo, hizo caso omiso de ella y trató de escudriñar las brumas. Al principio, y pese a todos sus esfuerzos, no le fue posible ver nada de su madre ni de su hermano Miguelín. Aguzó el oído; pero lo único que turbaba el silencio del bosque era el crepitar del fuego.

Se puso en pie y echó a andar hacia los humeantes escombros. Y allí los vio. Juntos. Al otro lado de un macizo de árboles que había sido pasto de las llamas.

Sin duda habían estado ardiendo ya al huir de la cabaña. Porque tenían la ropa quemada por capas, como las páginas de un libro chamuscado. Ambos cráneos, cocidos de un gris ceniza, estaban completamente pelados. Miguelín había intentado protegerse la cara con los brazos, y de éstos no quedaban más que dos muñones quemados…

Katrina halló tierra blanda entre las cálidas cenizas, y cavó con las manos desnudas primero y con un trozo de la tapa de la estufa luego. Cuando hubo terminado la poco profunda fosa, arrastró hacia ella a los dos cadáveres. Pesaban más de lo que hubiese creído posible, y daban la sensación de estar tan duros como chamuscados troncos.

Sólo después de haberlos cubierto de tierra y de haber hecho una tosca cruz con ramas para señalar la tumba, permitió que la dominaran sus sentimientos. Entonces se puso de rodillas y lloró. Y las lágrimas le dejaron él mugriento rostro lleno de chorreras.

Tan enfrascada estaba en su dolor, que no oyó al soldado que se le acercó por detrás. No obstante, cuando dos fuertes brazos la aprisionaron y sintió que las hebillas y botones de una guerrera le oprimían las doloridas ronchas de la espalda, sólo exhaló una exclamación amortiguada y miró casi con calma los brazos que la sujetaban.

Las mangas de la guerrera eran encarnadas y de un tejido que no estaba acostumbrada a ver. El agrio aliento que le daba en el cogote olía a especias extranjeras.

No empezó a forcejear hasta que el soldado intentó arrastrarla por la senda que conducía a las profundidades del bosque.

Nada adelantó cuando protestó por fin, ni sirvieron de nada los puntapiés ni los zarpazos. El soldado parecía insensible al leve dolor que podía ella inferirle. Rió al ver sus vanos esfuerzos y el olor de su aliento le revolvió el estómago a la muchacha.

Para mejor sujetarla, el hombre le había clavado la poblada barba en un hombro y, gracias a ello, Katrina pudo verle un lado del rostro, que era ancho, amarillento y pulposo y parecía tallado en carne de calabaza. Tenía una mirada tan fija e inexpresiva como la de un armiño.

—¿Fuiste tú quien,…, quién mató a mi madre y a mi hermanito Miguelín? —preguntó Katrina.

Y era su voz tan queda, tan fina y tan llena de cansancio y hastío, que apenas tenía tono siquiera.

El ruso negó con la cabeza, contestando con lentitud, en lengua eslava:

—Yo no…, ¡no Romanof! El nunca… nada cruel. Retiró los brazos, dejándola en libertad. Luego, impasible, sin sonreír ni arrugar el ceño, le dio con el canto de la mano un fuerte golpe que la hizo rodar por tierra.

Cayó la muchacha entre las abiertas piernas de su agresor, y éste intentaba desatar la gruesa cuerda que le sujetaba los abombados pantalones rojos, cuando ruido de estrepitoso movimiento por entre los matorrales vecinos le contuvo. Por primera vez, los oscuros ojuelos del soldado se tornaron expresivos, brilló en ellos un destello de temor.

Pero éste desapareció en seguida cuando vio que los hombres que aparecían en el claro vestían uniforme igual al suyo. Al frente del grupo iba un cabo ruso de infantería a quien no pareció sorprenderle aquélla escena. Se limitó a soltar un gruñido, alijar la mano y cruzarle la boca a Romanof.

Éste aguantó a pie firme el bofetón, sin parecer consternarse ni parpadear siquiera.

—Álzala —le ordenó el cabo—, y, si no puede andar por su propio pie, tendrás tú que cargar con ella. Tú la derribaste, sé tú sus piernas.

Rieron los demás soldados, agrupándose en torno a la muchacha caída para contemplar, con la sencilla curiosidad de niños, la rubia cabellera.

—El único golpe de suerte que se nos presenta —dijo uno—, y aun éste se nos hubiese echado a perder de haberse salido Romanof con la suya.

Y le escupió al otro en la barba.

Sin dar muestra alguna de que la acción le hubiera ofendido, Romanof se limpió él insulto con la manga.

—Sí —repuso, hablando muy despacio—, esos cosacos… dejaron toda la población limpia… de mujeres.

—Como limpio de vegetación dejan a un campo las langostas —asintió el soldado que había escupido.

Sin más hostilidad, ambos movieron la cabeza en gesto afirmativo. Las iras de aquellos corpulentos rusos de lento hablar se desvanecían sin dejar más rastro del que deja el aire al soplar por encima de la hierba. Romanof se agachó, cogió a Katrina y se la echó al hombro.

—Regresemos —gruñó, bruscamente, él cabo—. Ahora que llevamos una muchacha, no nos interesa toparnos en él bosque con ninguno de nuestros malditos camaradas cosacos.

El grupo entero dio media vuelta y volvió a internarse por el bosque de Goreki, llevándose a Katrina, que colgaba con la cabeza hacia abajo y la rubia cabellera caída por encima del hombro del soldado, lejos de la cabaña que le sirviera de hogar y de todo cuanto había conocido.

El campamento se componía de un grupo desordenado de tiendas de campaña hechas de pieles, de agujeros abiertos en el duro suelo y cubiertos de una techumbre de maleza y tierra, y de cierto número de cabañas de barro de poca altura. En un centenar de puntos distintos ardían pequeños fuegos alrededor de los cuales se hallaban —unos de pie y sentados otros— hombres barbudos vestidos de uniforme y tocados con cascos o gorros de piel. Algunos de los más próximos se acercaron a Katrina cuando Romanof la puso en pie junto a un terraplén tras el cual se alineaban enormes cañones de hierro negro manchados de pólvora gastada y cuyas negras bocas estaban apuntadas hacia Marienburgo.

—¡Acércala al fuego, muchacho! —gritó, roncamente, un soldado—. ¡Deja que la veamos todos!

Una docena de manos empujó a Katrina hacia la hoguera sin que el cabo hiciese movimiento alguno para impedirlo. Observó ella los rostros desgreñados y barbudos de los soldados que la rodeaban y que estaban contemplándola con hambre…, con anhelo… Y, de pronto, sintió una gran compasión por ellos y por la urgencia interior que les impelía. La discutieron en voz baja, abriéndose para dejar paso cuando él cabo la empujé hacia donde otros cautivos estaban atados a los árboles alrededor de un pequeño soto que servía de protección a una tienda de campaña grande sobre la que ondeaba una enseña.

El cabo la colocó contra un tronco y la ató a él con una cuerda, dándole un par de vueltas al cuerpo de ella, antes de hacer, metódica y lentamente, un nudo fuera de su alcance. Le dejó libres las manos.

Katrina vio en torno suyo a varios centenares de ciudadanos de Marienburgo igualmente cautivos. Se había hecho una selección, atando a los árboles a las muchachas y a los muchachos jóvenes. Los prisioneros de más edad se hallaban apiñados en el suelo, sujetos fuertemente con cuerdas en verdaderos racimos. Todos parecían hoscos y muy poco amistosos. Algunos lloraban; pero ninguno de ellos le dirigió la palabra.

Entre las jóvenes se encontraba Veda Gluck, cuyo camisón de seda, aunque roto y manchado, seguía siendo la única pincelada de color en el sombrío cuadro que presentaban aquellos prisioneros maltratados y cubiertos de barro, que no eran más que la gente pobre de Marienburgo, porque la mayor parte de los adinerados había logrado huir hacia él Sur.

A los Gluck, sin embargo, debió rebasarles el primer grupo de invasores. Porque la señorita Veda estaba allí, pegada a un árbol, alzada la cabeza con arrogancia, como si las cuerdas que la sujetaran se las hubiesen puesto por su propia y soberbia voluntad. Aún tenía la mayor parte de los rizos atados con cintas. Y era evidente que no se había rebajado hasta el punto de forcejear con los que la apresaran. Al cabo de un buen rato, su mirada se cruzó con la de Katrina, pero no dio muestra alguna de haberla reconocido.

Los prisioneros permanecieron así hasta el anochecer. Con la oscuridad, los lobos fueron deslizándose más cerca, y los niños de los cautivos empezaron a llorar y a pegarse contra sus madres en busca de protección.

Katrina llevaba un buen rato agitándose y retorciéndose para aliviar la tensión de las cuerdas que la sujetaban. Las tenía muy apretadas por encima y debajo de los pechos, de suerte que, al respirar, le raspaban dolorosamente.

Desde el grupo de gente de más edad que yacía atada casi a los pies de la muchacha, un espantapájaros de mujer se echó hacia ella cuanto las ligaduras comunes lo permitieron. La piel le colgaba de los huesos y tenía el rostro cubierto de verrugas. Alzó la mirada hacia J Katrina.

—¡Por el amor de Dios, querida! —Le raspaba la voz como la de una rana—. ¿Dónde te encontraron?

Katrina exhaló un suspiro.

—En los bosques, madrecita.

La anciana intentó acercarse más.

—¿Los soldados, querida?

Katrina asintió con un gesto.

—Entonces, supongo que no se darían mucha prisa en traerte —murmuró la vieja, en cuyos enrojecidos ojos brilló, de pronto, la esperanza.

Dijo con urgencia, intentando en vano susurrar con su voz ronca como sirena de barco:

—¿Te queda algo de comer, querida? ¿Te dieron algún pedazo de pan?

Katrina movió, negativamente, la cabeza. La rasgada falda apenas le ocultaba los muslos. No hubiera podido esconder mucho pan. Pero al hablar de comida le hizo darse cuenta de que ella también tenía apetito. Era mucho él tiempo transcurrido desde que comiera su último bocado.

—¡Ahí vienen unos oficiales! —croó la anciana de pronto—. Supongo que van a escoger chicas. ¡Tú serás una, querida!

La ronca voz con que lo dijo, típica de una vendedora de mercado, se oyó claramente en torno suyo. Los ojos de los otros prisioneros contemplaron ahora por primera vez a Katrina con curiosidad e interés, y a la muchacha le enrojecieron las mejillas. Las viejas se colocaron lo más cómodamente posible para contemplar él espectáculo.

A lo largo de la línea de tiendas de campaña se vieron avanzar las antorchas que alumbraban el camino, a dos oficiales cuyos pies iban escogiendo cuidadosamente los puntos del desigual suelo en que posarse.

En torno a los pequeños

vivaques[3] reinó, bruscamente, el silencio. Acallaron los soldados sus gruñidos, dejaron de oírse las canciones y enmudecieron las pocas balalaicas que habían estado poblando de música la noche. Uno de los dos oficiales era Sheremetief. Las arqueadas piernas dificultaban su avance. El enjoyado sable despedía destellos al golpearle las brillantes botas altas que le llegaban hasta los muslos. Titilaba el cordoncillo dorado de su chaqueta morada. Y una ancha cinta de seda de un morado aún más intenso le cruzaba el pecho. Una capa azul, guarnecida de armiño blanco, le colgaba de un hombro.

Su acompañante era alto, delgado y torpe. Un parche le cubría un ojo. Caminaba con servil encorvadura, inclinado de una forma absurda hacia el mariscal, a quien aventajaba mucho en estatura.

Sheremetief hizo su selección entre las muchachas atadas a los árboles sin apresurarse demasiado.

—¡Ésta!

Señaló, bruscamente, a Katrina con él bastón ribeteado de oro que llevaba. El oficial que, a juzgar por sus insignias, era el médico mayor del campamento, se inclinó para examinar a la muchacha.

Crujieron las cuerdas al hacer ésta un esfuerzo por esquivar las manos que hacia ella se tendían. Al cabo de unos momentos, el médico se irguió y asintió con la cabeza.

—Que le den de comer, entonces —dijo Sheremetief.

Y reanudó, sin más palabras, su camino.

Katrina desvió la vista de la desdentada vieja de cara salaz, y siguió con la mirada a los oficiales que continuaban su examen a la luz de las antorchas. El mariscal estaba a punto de pasar de largo él árbol al que se hallaba atada Veda, cuando ésta, con ágiles dedos, desató algunos de los lazos azules que le sujetaban el pelo y se lo soltó de una sacudida, irguiéndose al propio tiempo cuanto le permitieron las ligaduras para que le resaltaran los erguidos senos bajo el camisón de seda.

Sheremetief se detuvo con un gesto de desdeñoso regocijo en los petulantes labios.

—¡A ésa también! —dijo.

Y regresó bruscamente a su tienda de campaña.

Acudió al instante un soldado y le dio a Katrina un mendrugo de grisáceo pan y un trago de agua. La vieja alargó la mano para que a ella también le diesen, y recibió, por toda respuesta, un puntapié desapasionado. El hombre siguió luego hasta Veda, que se estaba peinando la rubia cabellera con los dedos mientras aguardaba a que le quitaran las cuerdas.

Un fuerte empujón proyectó a las dos muchachas dentro de la tienda del mariscal, que se hallaba brillantemente iluminada en contraste con la oscuridad exterior. Mapas, fuentes y botellas cubrían la tallada y bruñida mesa, y se amontonaban dulces y frutas secas sobre escabeles ornamentales. Había varias sillas doradas, muy gruesas por la base, que parecían, tronos en miniatura, y una cama muy grande, con enorme y mullido colchón de plumas y, a modo de mantas, una docena de hermosas pieles.

El mariscal Sheremetief bostezó y arrojó sobre la mesa la gorra de uniforme, dispersando los mapas en todas direcciones. Un criado se agachó inmediatamente a recogerlos. Katrina observó que la cabeza del mariscal tenía forma de huevo, con la parte más estrecha para arriba. Era completamente calvo.

Continuó bostezando ruidosamente mientras le desnudaban sus servidores, y la sólida silla dorada chirrió bajo su peso cuando se dejó caer en ella para que le quitaran las largas y ceñidas botas.

—Dadme vino —ordenó, una vez le hubieron puesto las zapatillas de raso.

Estaba desnudo de cintura para arriba, y su tirar cuerpo exhibía pliegues de carne fofa y enfermiza que no habían logrado eliminar los dos años de campaña.

Después de haberse echado dos buenos tragos de un vino oscuro casi morado, se volvió en su asiento y prestó, por primera vez, atención a las dos muchachas que aguardaban, de pie y en silencio, custodiada cada una de ellas por un soldado de infantería del Caspio, de elevada estatura y barba en forma de pala.

Las examinó pensativo, rascándose la barbilla con manos rollizas y enjoyadas.

Se levantó al cabo de un momento para acercarse a Katrina y a Veda.

—Anoche no tenía dónde escoger —anunció, clavando vivaces ojuelos en el cuerpo de las cautivas—, y hoy tengo, al parecer, dos juguetes. Pero eso, claro, es la fortuna de la guerra.

Respiró profundamente.

—Y ahora —murmuró—, ¿cuál ha de ser?

Katrina, alerta y llena de aprensión, guardó silencio. No así Veda, que soltó una risita al oírle, presintiendo algo excitante. Le parecía saber —aleccionada por cierta insidiosa sabiduría Interior— cómo desempeñar aquel inesperado papel. Lo único que lamentaba era verse obligada a compartir el momento con una merdellona[4] como Katrina.

Corrió hacia el sobresaltado mariscal demasiado aprisa para que su guardián pudiera detenerla. Éste, no obstante, asió la empuñadura del pesado sable; pero, antes de que pudiera desenvainarlo, Veda, con una sonrisita afectada, había alargado la mano hacia la copa y le estaba sirviendo otro trago del espeso vino. Lo hizo con serenidad y bien, sin derramar una gota, y le ofreció la copa con las dos manos.

—Vaya —murmuró Sheremetief—, ¡conque hay vestigios de civilización entre vosotros los bárbaros!

Tomó el vino, e hizo luego una seña a sus servidores para que continuaran desnudándole. Le enfundaron las amarillentas carnes en un camisón de seda y encaje, y le colocaron un gorro de dormir, con borla, sobre la calva.

Anduvo hacia la cama rascándose vigorosamente las caderas, donde se le habían levantado ronchas de tanto como él pantalón del uniforme le apretaba.

Se revolcó, con sibaritismo, unos instantes sobre el colchón, que suspiraba a cada uno de sus pesados movimientos. Luego levantó el brazo, señalando a Veda. Un criado se dispuso a asirla; pero ella le apartó la mano, con desdén, de un golpe y, revolviéndose el cabello con orgulloso gesto, montó sobre la cama, quedando sumida en sus mullidas profundidades junto a la mole del mariscal ruso.

—¿Y la otra, Excelencia? —Inquirió el criado mayor, vacilando.

Sheremetief se incorporó sobre el rollizo codo y sonrió, pensativo, al descansar su mirada sobre un pesado baúl que se hallaba cerca de la canta. —Ábrelo— ordenó.

El criado abrió cuidadosamente la enorme cerradura y alzó la claveteada tapa.

—Métele el pelo dentro, y cierra —ordenó Sheremetief—. Deja la llave aquí, sobre la mesilla. Bien está… ahora, ya podéis apagar las antorchas.

Katrina, de rodillas junto al pesado arcón, con la mayor parte de la rubia y gruesa cabellera aprisionada por la tapa, intentó recobrar la libertad en las tinieblas. El dolor le hizo exhalar un gemido. Al cabo de un rato renunció a la lucha, apoyó la frente contra los helados clavos del baúl y lloró en silencio, resbalándole nariz abajo las cálidas lágrimas.

Ardía una estufa de leña en la tienda; pero, a pesar de su calor, a Katrina se le quedaron frías y entumecidas las piernas. No le era posible echarse bien, ni adoptar una postura cómoda. Oyó los gruñidos de satisfacción de los criados cuando se acomodaron junto a la entrada de la tienda de campaña para pasar la noche. Ella no tuvo más recurso que permanecer despierta, acurrucada de una forma dolorosa.

Acabó quedándose dormida de puro cansancio y agotamiento, y tuvo una pesadilla en la que se vio precipitada a un abismo. Fue su cabello el que, al enredarse en la rama de un árbol, detuvo su caída, produciéndole él tirón dolor tan punzante, que despertó dando un grito. Enderezó los entumecidos brazos al darse cuenta de qué era lo que había provocado sueño tal, e intentó evitar que el apresado pelo tuviese que sostener todo el peso de su cuerpo.

La luz del día iba penetrando gradualmente en la tienda de campaña. Empezaron a oírse, débilmente, fuera, los ruidos propios del campamento. Sonaron lejanas las cornetas, aproximándose su sonido luego. Y, en el aire frío del amanecer, resonaron las roncas voces de los soldados. Allá, en su cama, el mariscal Sheremetief carraspeó e hizo un movimiento. Dos criados se alzaron con celeridad de las alfombrillas en que habían estado durmiendo, y corrieron a atender a su amo.

Hubo un suave gorgoteo de vino, y Katrina percibió el cálido y enloquecedor aroma de panes recién cocidos y de carnes calientes. Oyó tintinear la voz de Veda y el gruñir de Sheremetief. Luego sonó un estallido de risa, chirrió la cama, y aparecieron, dentro del reducido campo visual de Katrina, las moradas zapatillas de raso del mariscal.

—¡Vaya! —murmuró con amabilidad el hombre, deteniéndose a mirarla—. Rayó el alba y no has hecho trabajo alguno. Y, sin embargo, pretendes que te dejen libre, ¿no es cierto?

Raspó él sable del mariscal su enjoyada vaina y se oyó cómo cortaba el aire. Veda se incorporó en la cama, desgreñada, y alargó el cuello con malévolo regocijo para no perder detalle de la escena.

—La idea qué se le ha ocurrido a mi compañerita de juegos —anunció Sheremetief— es que se te ponga en libertad sin más demora, y que sea mi sable quien de tal menester se encargue.

Y, así diciendo, descargó un formidable tajo sobre el cabello de la muchacha. Pese a lo afilado del arma, el pelo ofreció resistencia durante una fracción de segundo, lo bastante para que la cabeza de la joven diera con fuerza contra los clavos del cofre, y para que sintiese como si le arrancaran de cuajo el pelo. La hoja segó por fin la guedeja, y dio en el suelo. Katrina cayó hacia atrás. Y no tuvo cabal conciencia de lo sucedido hasta que se llevó la mano lentamente a la cabeza y se tocó los cortados mechones. Veda se echó a reír al ver su gesto de horrorizada sorpresa, y Sheremetief curvó los labios en débil sonrisa.

Katrina se sentó sobre los talones y contempló la rubia masa aprisionada por la tapa del arcón. Aquel pelo que amara su padre en vida, que disfrutara acariciando, y cuyo crecimiento fomentara a través de los años de la infancia, había desaparecido por capricho de un obeso y arrogante viejo.

Se levantó hecha una furia y embistió contra él. Los criados, siempre alerta, la asieron antes de que pudiese tocarle. Sheremetief retrocedió con el sable alzado.

—Extended unas pieles en el suelo —ordenó, ceñudo—. Veremos si podemos amansarla.

Se filtraba la temprana luz del sol por los resquicios de la tienda cuando despatarraron a Katrina sobre las cálidas alfombras pese a los latigazos que daba su cuerpo por librarse de los que la asían. El mariscal Sheremetief se inclinó sobre la muchacha y oprimió su rostro contra el de ella, retrocediendo bruscamente a renglón seguido con una maldición en los labios al rasgarle unas afiladas uñas las carnosas mejillas.

Los dos criados, aterrados al pensar en el castigo que pudiera sobrevenirles por haber permitido que aquello sucediese, apartaron a Katrina de Sheremetief, arrastrándola toda la anchura de la tienda y, al hacerlo, le salvaron, indudablemente, la vida, porque el mariscal la hubiese matado de haberla tenido a su alcance en aquel instante.

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