Katrina

Katrina


CAPITULO II

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Arrodillose éste sobre la alfombra, jadeando, oscura la sangre en los surcos que las uñas habían practicado. Luego, con la brusquedad característica de su raza, volvió a desvanecérsele la ira.

—Echadla fuera —ordenó—. Es una tontería desperdiciar esclavas vendibles, Volvedla a poner con los demás.

Algunos soldados se echaron a reír al ser arrojada la muchacha de la tienda del mariscal y caer despatarrada fuera sobre el escarchado suelo.

A los demás prisioneros los habían reunido ya en grupos de a diez, sujetándoles entre sí por el cuello con cadenas y argollas, listos para ser trasladados al mercado de esclavos. El coronel encargado de la conducción de los cautivos frunció él entrecejo al ver a Katrina.

—Y ¿qué diablos —quiso saber— he de hacer yo con esta chica?

La solución se la dio el propio Sheremetief al asomarse a la puerta de su tienda de campaña.

—Colócala entre los fenómenos y los monstruos, coronel Kuban —dijo—, que aún hemos de darle lo que para ella tenemos en reserva.

El corral de los fenómenos y de los monstruos era un simple espacio abierto rodeado de una empalizada, en el que se habían concentrado todos los desechos humanos capturados durante él saqueo de Marienburgo. Contenía unos ochenta prisioneros, por los que se obtendrían los mayores precios. Porque en las subastas rusas de esclavos, donde los muchachos sanos de cualquier sexo valían menos de dos copecs por cabeza, por una criatura deformada o loca llegaba a pagarse de cinco a veinte veces ese precio.

Cerca de Katrina se hallaba un pobre infeliz al que con frecuencia viera por las empedradas calles de Marienburgo, un jorobado de peludo rostro cuyos ojos, siempre en blanco, eran clara señal de idiotez. Había una delicada muchacha con pie de piña que sollozaba en vano llamando a su madre; y un muchacho alto y delgado de extraviada mirada que no era capas de emitir más sonido que una especie de chirrido agudo semejante al de un saltamontes. Figuraba también entre los fenómenos una pareja de leprosos cuyas orejas y miembros parecían cera a medio derretir. A los rusos no les espantaba la lepra y atesoraban a los aquejados de ella por su rareza. Todos los inválidos y deformados de Marienburgo que habían salido con vida de la matanza, estaban reunidos dentro del cercado. Entre ellos, Katrina vio a la verrugosa vieja que le dirigiera la noche anterior la palabra. Ésta se le acercó cojeando y miró de soslayo a la joven que sólo en aquel momeo, no se dio cuenta de que una hermosa joroba le deformaba la espalda.

—¿Conque no supiste agradarle, querida? —rió—. ¡Está visto que vamos a tener que darte lecciones! Cuerpo para ello no te falta. —Contempló con lascivos ojuelos a Katrina—. El día en que te encuentres con un hombre que te interese, no vas a dejarle en paz ni un instante.

Entró en la empalizada un soldado, que movió lentamente los labios al ir contando a los prisioneros. Entregó a cada uno de ellos un pedazo de pan grisáceo y áspero. Cuando llegó junto a Katrina, se detuvo delante de ella y le dirigió una sonrisa.

—¿Qué haces tú entre todos éstos?

Y le dio un buen pedazo de pan sin aguardar respuesta.

—La ración de dos, muchacha —dijo.

Era alto, joven, y de ojos pardos muy vivos, un ruso de ciudad sin duda alguna, un moscovita.

En cuanto se hubo ido el soldado, la vieja le quitó a Katrina un buen trozo de pan de un zarpazo, y se tragó al punto parte con tal precipitación, que escupió migas en todas direcciones. Cayó una corteza al suelo y, al agacharse Katrina a recogerla, una pata grande, negra y peluda, cubrió el pan, dando las largas uñas con metálico tintineo contra la helada tierra. Era un oso negro el que había intervenido, un oso de gran tamaño que recogió el pan del suelo con torpeza.

Retrocedió la vieja castañeteándole de temor los dientes. Pero el oso no hizo ningún movimiento agresivo. Se detuvo a mirar a Katrina con sus ojos pardos, rodeados de círculos ambarinos, y luego se acercó lentamente a ella. Percibió la muchacha un leve olor a almizcle. El oso se sentó sobre los cuartos traseros delante de ella y le tendió el pan. Ella lo tomó vacilante, y el animal emitió un gruñido. Se dio la muchacha cuenta entonces de que se trataba de un oso domesticado, el de algún infeliz trovador o saltimbanqui que se habría encontrado en la ciudad asediada.

Compartió el pan con el oso, empujando pedacitos hacia el húmedo y expectante hocico.

Un enano se acercó a contemplar la escena con una sonrisa en el cómico rostro. Le cubría la ancha y redondeada espalda una chaqueta de vivido terciopelo rojo guarnecida de brocado de oro. Katrina le reconoció en seguida.

—¡Grog! —exclamó.

El enano, intrigado, se acercó más, parpadeando.

—¡Ah! ¡Tú eres la criadita que me abrió la puerta de la jaula! —dijo.

La profunda voz que surgió de aquel minúsculo cuerpo, le produjo a Katrina la misma sorpresa que la primera vez que la oyera.

Grog sonrió expansivamente.

—¿Ves cómo tenía yo razón? Te dije que corrieras a los rusos. A todos los matan en Marienburgo; pero a nosotros, no. Nos hallamos camino de la ciudad mis grande del mundo… Moscú… Y del rey de mayor estatura de la Tierra.

Marcó unos cuantos pasos de baile; pero se detuvo de pronto, exclamando:

—¡Dios santo!

Y fue a ocultarse detrás del oso. Porque acababa de ver al mariscal Sheremetief que se acercaba al cercado, resplandeciente en su nuevo uniforme del día. Y, con él, arreglado el cabello, limpia, bien alimentada y centelleante de pura lozanía, iba Veda, envuelta orgullosa en una de las capas orilladas de piel del mariscal.

—¡Oh, iconos! —murmuró Grog, desde detrás del oso—. ¡Fíjate en ella! ¡Mala suerte para nosotros!

Sheremetief buscó entre los que se hallaban en el cercado, se acercó a Katrina con afectado gesto y se inclinó hacia ella con afectada cortesía.

—Mi compañera de juegos de rubia cabellera ha tenido una idea magnífica y la mar de divertida —anunció, dándole unas palmaditas a Veda en las rollizas piernas—. ¿Verdad, amor mío?

Veda le contestó con una sonrisa deslumbradora. Estaba tan apretujada contra él como la enorme mole del mariscal se lo permitía.

Dos corpulentos soldados entraron en el cercado con un brasero suspendido de unas barras y lo depositaron en el suelo. El más viejo de los dos —un hombre de pelo entrecano y de aspecto paternal— miró con expectación al mariscal.

—Ésa es la muchacha —dijo éste, señalando, con enjoyados dedos, a Katrina.

El soldado miró a la muchacha y movió, afirmativamente, la cabeza.

—Sí, Excelencia —dijo.

Katrina contempló el brasero al introducir aquel hombre —que le recordaba, a su difunto padre— una larga y delgada barra de hierro entre las ascuas.

El calor le enrojeció el rostro y el cuello. El soldado la asió de la muñeca. Llevaba cubierta la otra mano con un grueso guante acolchado. Veda sonreía, enseñando la blanca dentadura.

—Es la señal del diablo —entonó, excitada—. ¡Es la señal del diablo la que van a marcarte!

Grog salió, de pronto, de detrás del oso, que se había apartado, levemente, del fuego. Se abalanzó sobre el armero más cercano y forcejeó con él, enrollando los cortos brazos a las fuertes piernas del otro. El segundo armero cogió a Grog sin esfuerzo alguno por el cuello de terciopelo encarnado.

—¡Fijaos! —exclamó—, ¡quiere dárselas de héroe Orejas Largas!

Y, encantado al ver que el mariscal se reía del chiste, rió él a su vez y tiró a Grog al suelo.

No había soltado la muñeca de Katrina en todo el rato y, ahora, sacó del fuego el hierro que estaba ya al rojo pálido. Katrina lo miró fijamente.

Sheremetief sacó un pañuelo perfumado y se lo dio a Veda.

—Ten, amorcito —dijo—. Acércatelo a la nariz. Cuando cumple su cometido, él hierro de marcar produce un olor desagradable.

Veda tomó el pañuelo, sin apartar la mirada de Katrina y del armero.

—¡Adelante! —susurró—, ¡adelante! ¿A qué estáis aguardando?

El armero sopló el hierro de marcar y estudió, con satisfacción de artesano, las minúsculas estrellas amarillas que despidió la incandescente extremidad.

—Si quieres estarte quieta, muchacha —le dijo a Katrina—, haremos este trabajo, sin emborronarlo.

Le volvió la muñeca hasta que la blanca y suave carne del antebrazo quedó expuesta a su gusto. Katrina sintió el calor del candente hierro. Aun cuando lo tenía a unas pulgadas de la piel, le resultaba difícil resistirlo.

—¡Hábil artesano es ése! —observó Sheremetief, casi hablando consigo mismo.

Los pálidos ojos de la señorita Veda brillaron, fascinados, por encima del embozo de la capa.

Al escuchar la alabanza del mariscal, el maestro armero se hinchó de gozo y miró por encima del braserillo a su ayudante con rostro satisfecho.

—¡Hacedlo de una vez! —ordenó Veda con urgencia, temblándole de excitación la argentina vocecita.

Su impaciencia hizo reír al soldado.

—Esto hay que hacerlo bien, señorita —repuso—, con limpieza…, con claridad…, brusquedad…, ¡de esta manera!

Apenas duró un segundo el repentino contacto del metal candente; pero el dolor le desorbitó los ojos a Katrina. Cuando el armero retiró el hierro de nuevo, éste tiró de la piel como una ventosa, igual que si se la estuviese llevando consigo.

—Ya está, Excelencia —anunció él hombre, satisfecho de su obra.

Enseñó el brazo de Katrina y la quemada señal.

—En cuanto se haya enfriado —dijo—, quedará tan claro y limpio como madera tallada.

Veda tenía los dientecitos desnudos y la naricita le temblaba de placer.

—¡Uf! —exclamó Cheremetief, con el perfumado pañuelo pegado a la nariz—. No sé por qué será, pero nunca he podido soportar el olor a carne quemada. Buen trabajo ha sido ése, armero. Y ahora, ¡a vuestro puesto junto a los cañones!

En cuanto el armero le soltó la muñeca, Katrina se agarró el brazo, apretándose la quemadura contra el cuerpo en busca de alivio. Grog, aturdido por la fuerza con que le tiraran contra el suelo, se había levantado ya, sacudiendo la cabeza. El oso, que se alejara al ver el llameante brasero, volvió ahora y se paró junto a Katrina.

—¿La has visto bien? ¡Es la marca del diablo, puerca! —exclamó Veda, con regocijo—. ¡Oblígala a que nos la enseñe otra vez!

Sheremetief, que empezaba a aburrirse ya, hizo un gesto indiferente de mando, y uno de los soldados que le acompañaban le apartó a Katrina la mano del cuerpo.

Inflamada, pero claramente visible, se advertía impresa en el brazo de Katrina la señal empleada por rusos y suecos de la frontera como universal signo de peligro: las pezuñas gemelas del demonio. Se les marcaba a los caballos resabiados como muestra de posesión diabólica. Y la llevaba en el flanco toda res a quien la fiebre había enloquecido…

El mariscal Sheremetief rió de pronto.

—Caramba, ¡qué trío más divertido! ¡Un enano, un oso bailarín y una diablesa! ¡Encadenadlos juntos! ¡Resultarán una bonita novedad para él mercado!

Aguardó a que se cumpliera su orden. El collar de hierro, recién salido de la herrería de campaña, que le pusieron a Katrina al cuello, aún estaba caliente. Una cadena corta y pesada la unía por un lado con el collar de Grog y, por él otro, con el del oso.

Sheremetief bostezó y volvió la espalda.

—Muy bien —dijo, ahogando otro bostezo—. ¿Sabes que dormí mal anoche por culpa tuya, querida?

Le contrajo la petulante boca una sonrisa casi de ternura al contemplar a Veda. Ésta se apretujó contra él y ambos echaron a andar hacia él coche-trineo del mariscal, cuyos cinco caballos negros piafaban impacientes, poblando su aliento el aire matinal con blancas plumas de vaho cada vez que soltaban un resoplido.

Cuando se hubieron marchado, Grog se frotó las magulladuras y miró, dubitativo, al oso.

—Por la Cena del Señor —gruñó—, ¡mal compañero de viaje nos han dado, Katrina!

El oso, por ser el más alto del trío, se encontraba en el centro.

—Es…, creo que se portará bien —susurró Katrina por entre los apretados dientes, comprimiéndose, con la otra mano, la señal hecha a fuego.

Grog le dirigió una mirada compasiva.

—Deja que te la vende —dijo.

Y, arrancándose un trozo de la raída camisa de hilo, le ató el brazo a la muchacha.

—Así no le dará el aire —observó—, y pronto dejará de hacerte daño.

—Fuiste muy valiente —murmuró Katrina, de pronto.

El enano sintió cierto embarazo.

—Vi las ronchas que llevas en la espalda —repuso—, y adiviné que por culpa mía te habían azotado.

Guardaron silencio unos instantes hasta que, sin previo aviso, el oso se dejó caer sobre las cuatro patas, arrastrando consigo a sus compañeros al ponerse en tensión las cadenas.

Los guardas rusos que acudían en busca de los prisioneros para conducirlos a los carros, rompieron a reír a carcajada limpia al ver el cuadro.

—Aquí no cabe duda de quién va a llevan la voz cantante en este grupo —anunció uno de ellos, resbalándole las lágrimas de risa por las mejillas—. ¡Al oso no hay quien se la quite!

—¡Eh, terceto! —llamó el cabo—. No me negaréis que sois afortunados. Formáis parte de un oso; conque vais a ir en carro con los animales y con los tullidos.

Le hizo gracia su propio comentario y repitió, saboreándolo:

—¡Ahora sois parte de un oso!

Y agregó luego:

—¡Todos los demás van a pie a Pskof!

—¿A… dónde? —susurró Katrina.

Los soldados les empujaron sin miramiento —pero con un buen humor sorprendente— hacia el carro más cercano, ayudándoles a subir una vez hubo empujado Grog al oso por detrás, y tirado Katrina de él por delante.

—A Pskof —respondió Grog, intentando ocultar la consternación que le temblaba en la voz—. Es una población del otro lado de la frontera, en la que se celebra feria de ganado. ¡No nos llevan a Moscú después de todo!

—¿Y eso qué importa?

—¿Quieres que te diga lo que significa…? ¡Que, a menos que se produzca un milagro acabaremos de esclavos de algún boyardo pobre de las tierras baldías!

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