Katrina

Katrina


CAPITULO V

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CUANDO Katrina abrió los ojos a la mañana siguiente vio el cómico rostro del enano que le sonreía por entre las cortinas de rojo terciopelo.

—Te he traído gachas calientes de alforfón —gruñó Grog, olfateando con avidez el cálido vaho que se aliaba de la cama.

Y, mientras Katrina consumía el contenido del cuenco, se encaramó al lecho, se hizo un ovillo a sus pies, y agitó los brazos con sibaritismo.

—¡Por las Santas Escrituras! —dijo—, ¡qué blando está esto! ¡En mi vida he tenido cama semejante!

Katrina, ocupada en comer, emitió un leve murmullo comprensivo.

—Con lo hombre que soy —declaró, con solemnidad, él enano—, casi me resignaría a convertirme en bella joven para disfrutar de un lecho de esta clase.

Y agregó:

—Terminé mi sueño anoche sobre el suelo de la cocina. Y, por si te interesa saberlo, el oso continúa roncando y babeando mientras duerme.

La muchacha se echó a reír. Las incomodidades del carro en que les condujeran encadenados desde Marienburgo parecían ya muy lejanas. Apuró el contenido del cuenco.

—Soñé que oía disparar a los cañones —dijo limpiándose la boca con la cubierta de seda.

—¡Por los Veros Fragmentos! —bramó el enano, saltando de la cama—. ¡Olvidé darte la noticia! ¡Acércate a la ventana y vas a ver qué cuadro!

—Tendrás que volverte de espaldas —advirtió Katrina.

El enano sonrió, y se tapó los ojos con la mano, pero con los dedos bien abiertos, mientras la joven se quitaba el camisón, se ponía un helado vestido de brocado amarillo francés y corría descalza a la ventana. Grog arrastró un escabel para que pudiese alcanzar las troneras y atisbar por ellas.

A la luz del sol y sobre las frías y grises aguas del Neva, flotaban tres embarcaciones con la bandera azul y amarilla de Suecia.

—Pero ¡si son barcos nuestros! —exclamó Katrina—. ¿No saben que están aquí los soldados rusos?

—Sí —respondió Grog—; lo saben de sobra. Y saben también que los rusos no tienen barcos para darles alcance. Hay cuatro barcos de guerra suecos anclados en la desembocadura del río. Enviaron tres embarcaciones remeras antes de que amaneciese para librarse de las baterías de tierra y espiar a las defensas rusas de acá. Ahí están aún, aguardando a que anochezca para regresar con su informe. ¡Oh, iconos!, ¡lo furiosos que están los rusos ante semejante osadía! ¡Tu príncipe Menshikof parece haberse vuelto loco por completo!

—Así, pues, ¿lo que oí fueron cañonazos de verdad?

El enano movió afirmativamente la cabeza.

—En cuanto amaneció, los soldados hicieron unos cuantos disparos, pero las embarcaciones están fuera de tiro. Ah, ¡el gran zar Pedro estuvo aquí en persona! ¡Qué visión, Katrina! ¡Qué montaña más aterradora de hombre!

Katrina había palidecido.

—¿Estuvo aquí? —susurró—. ¿Aquí… en esta casa?

Grog asintió con un gesto.

—¡Qué montaña más aterradora de hombre! —repitió—. Es más alto que…, ¡que esta habitación! —Agitó los brazos, angustiosamente incapaz de indicar el tamaño del zar—. Vestido de simple marinero, con el rostro todo retorcido y maligno. ¡Nada de extraño tiene que el príncipe Alexis esté aterrado!

—¡Oh, pobre príncipe! —exclamó la muchacha, concediendo un momento de simpatía al niño cuyo terror por el zar era aún mayor que él suyo.

Grog se echó a reír.

—Salió corriendo de la casa con los brazos cargados de misales en cuanto supo que el zar se hallaba camino de aquí. ¡Se ha parapetado en la pequeña ermita de Santa Catalina y se niega a salir!

—¿Dónde está el zar ahora? —preguntó la muchacha, con aprensión.

—Ha marchado con el príncipe Menshikof y algunos otros oficiales para ver qué puede hacerse con esas embarcaciones suecas —respondió Grog—. Aunque no logro imaginarme qué van a poder hacer.

Se oyeron pasos en la escalera y, un momento más tarde, Matilde abrió la puerta de la alcoba empujándola con las nalgas. Entró de espaldas en el cuarto de ropa limpia para la cama. Deshizo el lecho y puso a golpear el colchón. Katrina se acercó a ayuda Mientras trabajaban juntas, Matilde dijo:

—Has de procurar mantenerte fuera del paso del Zar, niña. Su humor y sus bromas son crueles…, sobre todo para con las muchachas jóvenes. Y hoy hay en esta casa un humor maligno, porque el zar está enfurecido por la presencia de esas embarcaciones ahí fuera, y de los barcos de guerra suecos fuera del puerto.

—¿Qué podría hacerme el zar? —inquirió Katrina.

Matilde sacudió la encanecida cabeza.

—Tú procura desaparecer de su vista hasta que se haya marchado…, y tú también, enano. Es un consejo que os doy. Porque el Zar tiene sus momentos buenos, pero puedo aseguraros que el actual no es uno de ellos. Te tiraría al fuego con la misma facilidad que escucharía tus cantos, pequeño.

Recogió la ropa sucia y se detuvo junto a la puerta.

—Le quitó a mi pequeña María todo sentimiento de pudor antes de que hubiese cumplido los doce años —dijo—, y si entráis en la cocina, veréis el resultado de otra de las bromas del zar.

Se sonó, lacrimosa, la nariz con la ropa de cama que acababa de quitar.

Reinó el silencio durante un buen rato después de haber marchado Matilde. Grog y Katrina se miraron consternados.

—¿Qué es lo que ha hecho él zar en la cocina? —preguntó la muchacha.

Grog se encogió de hombros.

—No he vuelto allá —repuso— desde que entraron en ella el zar y sus soldados. Pero tiene razón al decir que debes esconderte para que no te vea. Ha salido de esta casa ya, es cierto; pero la cocina sigue llena de sus hombres. Y, si bajas allí con ese vestido…

—Me está demasiado prieto —anunció Katrina, con desasosiego—. ¿Qué puedo hacer? Si no puedo entrar en la cocina, ¿adónde puedo ir? No me atrevo a quedarme aquí, ni en el comedor como lo llaman.

El enano la miró, parpadeando. Le brillaba el corto cabello al herirle los rayos del sol que entraban, oblicuamente, por las troneras.

—¿Por qué no te pones un traje del príncipe Alexis? —sugirió de pronto—. Pasarías por un chico en la penumbra que hay en la cocina si es que procurabas no decir palabra y permanecer en un rincón oscuro.

La alcoba del príncipe Alexis parecía la celda de un monasterio. No tenía más mueble que un catre de madera. El único adorno de las paredes era un icono ante el que ardían dos pececillos secos. Katrina se santiguó ante él. Grog estaba rebuscando en el ropero, entre la escasa ropa y los deslustrados uniformes que Alexis nunca había llegado a usar. Uno de los trajes era de marino, estilo holandés. Los negros hombros se habían vuelto verdes con los años y falta de uso. Olía a enmohecido.

—Pruébate éste —dijo él enano, sacándolo del ropero—. Puedes estar segura que el príncipe jamás lo echará de menos. ¡Se parece demasiado al de su padre!

—Vigila junto a la puerta por si se acerca alguien —le pidió Katrina.

Se quitó el amarillo vestido y se puso, tiritando de frío, el basto pantalón azul que llegaba a las rodillas, la camisa y la larga chaqueta negra.

—¿Qué tal me va? —le preguntó luego a Grog, porque no había espejo.

—Los pantalones te están demasiado prietos —respondió el enano, contemplándola—. Se hicieron para esos palos que tiene el príncipe por piernas. Y te están demasiado anchos y flojos por la cintura. Tendrás que recogerlos un poco. Yo te buscaré un cinturón.

Dio la vuelta a su alrededor.

—La chaqueta te va bastante bien —anunció—. Pero el único calzado que parece ir bien con ese traje, es ese par de botas altas… Tienen cierto aspecto marinero.

Katrina se puso con dificultad las botas que, como los pantalones, se habían hecho para piernas huesudas. Le llegaban hasta bien arriba de los muslos. Grog la contempló luego.

—No acaba de convencer —observó—. Los marineros llevan una especie de túnica también. Tendrás que estar todo el rato con la chaqueta abrochada.

El resplandor de un chisporroteante fuego iluminaba la cocina. Y habla dos o tres antorchas encendidas puestas en las paredes. El aire estaba lleno de humo y, al principio, resultaba difícil ver de un lado a otro del cuarto. Las ventanas seguían obstruidas por barricadas.

Un par de docenas de hombres de la Guardia del Zar estaban sentados alrededor de la mesa, armado cada uno de ellos con una cuchara con la que procuraban apropiarse de los trozos más selectos de una humeante fuente de cerdo, perdices, nabos picados y guisantes cocidos con su vaina. Les brillaban los ojos en la semioscuridad y el desgreñado cabello negro les colgaba dentro de la fuente. Dos o tres perros gruñían debajo de la mesa, o aullaban de angustia cuando alguna bota les pisaba las patas. Un gallo cacareaba posado en las vigas del techo.

Olaf estaba sentado junto al fuego, con las mejillas encendidas por el calor. Le brillaba el sudor en la nariz. Tenía el pie, envuelto en trapos, posado sobre un ganso vivo, y le estaba desplumando metódicamente mientras el animal parpadeaba y se retorcía débilmente. Allá a la mesa, los soldados mascaban y mascullaban maldiciones, escaldándose los dedos con él caliente guiso en el que se empeñaban en meterlos para ayudar a las cucharas.

Grog y Katrina se deslizaron hacia un rincón oscuro, fuera del alcance del resplandor del fuego, y contemplaron las verdes guerreras y mangas rojas de los soldados que se habían echado hacia atrás las encarnadas capas. La luz centelleaba en las hebillas de su correaje. Nadie hacía el menor caso de los sufrimientos del ganso, porque era muy corriente entre los rusos desplumar las aves mientras aún se hallaban vivas. Grog oyó respirar con fuerza a Katrina de pronto.

—¡Grog! —le dijo—. ¿Qué le ha pasado al oso?

Cruzó, corriendo, la cocina hacia donde yacía el animal en un rincón, deforme y sin moverse. Le habían arrancado la mandíbula inferior y estaba muerto.

La rápida corrida de la muchacha había atraído la mirada de Olaf. Sonrió lentamente. No reconoció a Katrina.

—Su Majestad ha hecho eso, muchacho —dijo—. En cuanto oyó la noticia de que se encontraban esos barcos suecos en el río. El oso le gruñó al zar, y él grito que no estaba dispuesto a aguantar impertinencias de un animal además de a los suecos. Y mató al oso con las manos desnudas… ¡Así como ves!

Katrina miró, horrorizada. Se arrodilló junto al cadáver del animal.

—¡Oh, oso! —murmuró, con dulzura—, ¡pobre, pobre oso!

Se abrió la puerta con violencia. Dos hombres-un oficial y un cabo irrumpieron en la estancia bramando y golpeando con los enguantados puños a los soldados.

—¡Basta de eso, muchachos! —ordenó el oficial.

Bajad a la ribera… ¡El sargento Pedro os necesita!

Los soldados abandonaron instantáneamente la comida y se pusieron en orden la ropa al apresurarse a seguir al oficial.

—Sargento Pedro es el nombre que los soldados le dan al zar —susurró Grog.

Katrina no le estaba escuchando.

—Grog —dijo—, tengo miedo de quedarme en esta casa. ¡Este zar Pedro es un demonio!

El oficial les vio ahora, al vaciarse la cocina.

—¡Cómo, muchacho! —gritó—. ¿Un marino? Baja al río, ¡hay trabajo para ti!

Le dio a Katrina un amable empujoncito en el hombro que la hizo girar como una peonza hacia la puerta. El oficial se detuvo a echarle una segunda mirada a Grog, sonrió, aceleró la salida de Katrina con un puntapié y marchó tras sus hombres.

—¡Cuidaos de este marinerito! —bramó—. Podemos utilizarle en el muelle.

Los soldados asintieron con un gesto, y metieron a Katrina entre sus filas. Ella dirigió una angustiosa mirada hacia atrás, luego se vio empujada adelante al ponerse en marcha la columna.

La breve luz del día empezaba a desvanecerse. Grog llamó a Katrina, pero creyó mejor no correr tras ella.

El pequeño muelle estaba atestado de soldados del zar, todos ellos de cuerpo fuerte y resistente, y de rostro descuidado y salvaje; pero con una disciplina que no había visto la muchacha hasta entonces en los rusos. Todos estaban alerta, vigilantes, vuelta la cara hacia un oficial de elevada estatura en quien Katrina reconoció, con súbita excitación, a Menshikof.

—Soldados —gritó Menshikof, para hacerse oír por encima del viento que se estaba alzando—, el zar quiere que toméis hachas y reduzcáis a nuestras barcazas de trigo a la altura de la línea de flotación… lo más aprisa posible. ¡Quitadles todas las cubiertas y obra muerta!

Los soldados se pusieron a trabajar con la docena de desgarbadas barcazas en que se transportaban río abajo los piensos y los granos. A muchas de ellas las habían rebajado ya hasta convertirlas en transportes militares, y éstas se estaban llenando de mosqueteros y hasta de dragones con coraza.

Sonaron los golpes de las hachas sobre las otras barcazas, y volaron las astillas. Los soldados trabajaban con entusiasta frenesí, adornados de sonrisas los rostros sucios y barbudos.

Era evidente que los miembros de la Guardia Preobrazenski consideraban inmejorable cuanto ordenara el «Sargento Pedro».

Dos marineros que aguardaban su turno para empuñar los remos en cuanto estuviera lista una de las barcazas, vieron a Katrina y uno la asió por él hombro.

—Ven acá, muchacho —dijo, con acento holandés—. ¡Apuesto a que eres capaz de manejar el Temo de una barcaza!

Asió a Katrina de la oreja con índice y pulgar, y le sonrió en la cara. Tenía pelada por completo la cabeza; salvo, por la coleta muy engrasada que le pendía cuello abajo a estilo tártaro. Le apestaba el aliento a leche fermentada de yegua.

—Es una linda chaqueta ésa, muchacho —gruñó—, ¡y con lindos botones además! ¡Es botín de buque apresado como me llamo Van Zee!

Su compañero se acercó más, y escudriñó los botones. Tenía un ojo blanco y sin vista, mejillas y frente cubiertas de azulados surcos producto de los fogonazos de la pólvora de alguna campaña anterior.

—Botones de plata —dijo, y se chupó, contento, los dientes. Apareció de pronto un cuchillo en su mano—. No les negarás a un par de compañeros unos cuantos botones de chaqueta, y recogió una cascada de botones de plata en la mano.

Luego Van Zee le hizo dar la vuelta.

—Y ahora, muchacho —empezó—, tus compañeros te guardarán el bolso mientras ayudas con los Temos…

Enmudeció, boquiabierto, al caer su mirada sobre la abultada camisa que quedó al descubierto cuando su brusco tirón hizo que se entreabriera la chaqueta de Katrina. Los dos hombres se miraron expresivamente y Van Zee se limpió nariz y boca con el dorso de la mano.

—¡Eh, lobos de mar! —ordenó un teniente de la Guardia, joven y de sonrosado rostro—. Subid a bordo de este barco. Estamos preparados ya para embarcar a los hombres.

—¡Barco! —exclamó Van Zee con desdén—. ¡Llama barco a una barca hacheada!

Pero él y el otro marinero subieron sumisamente a bordo de la embarcación de quilla casi plana, cuyo interior estaba cubierto de astillas. Otra media docena de marinos estaban sujetando los remos a chumaceras improvisadas.

Van Zee seguía sujetando a Katrina por la oreja.

—Puedes venir a remar entre nosotros, preciosa —dijo—, y cuando regresemos, si es que regresamos, podremos charlar un rato, ¿eh?

Empujó a la muchacha hacia un remo largo y pesado puesto en la proa de la barcaza.

—Pero no… no puedo… —empezó Katrina, tensa la voz de temor.

Los dos marineros se echaron a reír.

—Conque no puedes, ¿eh? —dijo el tuerto—. Pues ¡ya te enseñaremos nosotros!

Con unas cuantas vueltas de un cabo fino alquitranado, ató las muñecas de la joven al remo.

—Para que no te extravíes —susurró, cerca de su mejilla la boca.

La barcaza desatracó y emprendió la marcha río abajo, chirriando laboriosamente los remos, con los soldados sentados, silenciosos y sin expresión, cuidadosamente agarrados los mosquetes. La luz del día iba apagándose rápidamente, y su rostro era un invisible borrón.

Katrina tuvo que oscilar hacia atrás y hacia delante con el largo remo al mover éste, y los dos marinos apretujaron el cuerpo contra ella por ambos lados. Se dirigían el uno al otro comentarios expresivos en voz baja, encantados de la broma.

El crepúsculo se convirtió en oscuridad al deslizarse la torpe flotilla de desgarbadas embarcaciones, chirriando y tambaleándose, por encima de los bajíos, tropezando con témpanos pequeños y hielo flotante, y rozando los helados junquillos de las orillas.

Allá, a lo lejos, cerca de la desembocadura del río, se distinguían ahora como borrosos manchones de luz los cuatro barcos de guerra suecos. Sonó débilmente un cornetín, hablaron los cañones de señales en la distancia, y Katrina comprendió que sus compatriotas, como de costumbre, estaban arriando la bandera azul y dorada al caer la noche. Se estremeció e intentó, sin éxito, apartarse de los hombres que se hallaban agachados junto a ella.

De barcaza a barcaza fueron circulando órdenes entre los oficiales rusos y, al poco rato, todas las embarcaciones quedaron dispuestas, medio escondidas entre las cañuelas heladas, aguardando emboscadas donde se hacía más estrecho el río. Los hombres guardaban silencio, escuchando. El único ruido que se oía era el incesante gorgoteo del agua al lamer las quillas.

Van Zee y el tuerto estaban en tensión. Sus cuerpos oprimían a Katrina; pero, aunque ésta tenía las muñecas atadas al grueso remo, ya no se preocupaban de ella. También ellos escuchaban.

Los cosacos de gorro de piel fueron los primeros en oírlo, el lejano, distante indicio de ruido, frágil como la girante bruma en torno suyo, de los marineros suecos remando en dirección a los barcos de guerra de los que partieran.

Los mosqueteros rusos comprobaron con el tacto el estado del cebo de sus armas. Katrina oyó el chasquido de los gatillos al ser amartillados. No tardó ella en distinguir también las voces cantarínas de los suecos y el ruido que hacían al sumergirse y volver a salir las palas de los remos.

Quería gritarles un aviso; pero el temor le ahogó la voz.

La primera descarga de los mosquetes de la docena de barcazas rusas sonó tan de pronto, que Katrina sólo se dio cuenta de que había pegado un salto al sentir el tirón de las cuerdas en las muñecas. Vio claramente las embarcaciones suecas al arremolinarse la bruma cual gasa al viento, pareciendo desgarrarse de aprensión al atravesarla los proyectiles de mosquete.

Los suecos, sobresaltados todos y heridos ya muchos, corrieron a las colinas y apuntaron las abultadas bocas a ciegas hacia los cañaverales. Y los fogonazos con que contestaron al fuego brillaron como relámpagos. En una de las escondidas barcazas se prendió fuego. Los continuos estampidos ensordecían, pareciendo repiquetear sobre el cráneo. El olor de los recalentados cañones producía náuseas. El marino tuerto de al lado de Katrina soltó, de pronto, un gruñido, y se llevó las manos al estómago. Le reflejaba el rostro sorpresa cuando se quedó pálido y se desmoronó sobre el remo, sin vida.

Dos soldados le agarraron y le quitaron del paso arrojándolo al río. La muchacha le vio despatarrado, boca abajo, hinchándosele como un globo la ropa durante un instante antes de que se hundiera en el grisáceo barro.

—¡Maldita sea! —exclamó Van Zee—. ¡Llevaba todos esos botones de plata en el bolsillo!

Muchos de los soldados rusos saltaron ahora de la barcaza al agua poco profunda y la empujaron fuera del barro, volviendo a bordo al bambolearse la torpe embarcación hacia las naves suecas. Katrina se meció, impotente, con el rítmico remo.

La barcaza fue una de la media docena que rozó la quilla de la embarcación sueca más cercana. El barco incendiado en los cañaverales iluminaba ahora la escena. En la confusión reinante en la lucha cuerpo a cuerpo, la muchacha vio una enorme figura que rugía como una fiera salvaje, manejando una espada que centelleaba al introducirse entre sus enemigos.

Tenía el rostro salpicado de sangre, y torcidas hacia abajo en mueca de maligna concentración las comisuras de los gruesos labios. Su espada no hacía más que pinchar y cortar irresistible. Estaba tallándose un camino, casi sin ayuda, a través de la confusión de marineros suecos.

Katrina, llena de horror, se dio cuenta de que aquel gigante destructor era el propio zar Pedro en persona. Muy cerca de él, con imperturbable rostro, luchaban el príncipe Menshikof y el coronel Konigseck, cubiertos los uniformes de brillantes rayas de sangre que parecían las cintas de condecoraciones.

Algunos de los soldados forcejeaban y morían con el agua hasta los hombros, batiendo el barro hasta convertirlo en espesa y ensangrentada marejada alrededor de las barcazas.

De pronto, todo terminó. Los soldados rusos, brillándoles los ojos con ese extraño deseo de destruir que nace en parte del temor y en parte de la locura que se apodera de los hombres en la lucha, se dieron cuenta, al mirar a su alrededor, de que ya no quedaba nadie a quien matar. Lentamente, y aturdidos, como si despertaran de un sueño, sumergieron cuchillos y sables en el agua, los lavaron para quitar la sangre y volvieron a sus barcazas. El agua poco profunda estaba llena de muertos y heridos que clamaban pidiendo auxilio sin que nadie les hiciese caso. La desgarbada flotilla, tras instalar tripulaciones de presa a bordo de los barcos suecos, puso proa a Petersburgo. ¡Sosia había ganado su primera batalla naval!

Cuando los soldados hubieron saltado a tierra con gran ruido, dando gritos y felicitándose unos a otros con fuertes palmadas, Van Zee abrió su navaja y cortó las cuerdas que sujetaban a Katrina al remo.

—Vamos —dijo.

Sus dedos, bastos y cálidos como madera recién aserrada, la asieron de la muñeca precisamente por donde la tenía marcada al fuego.

Le retorció dolorosamente el brazo y la arrastró por el desigual muelle. No amainó el paso ni aflojó la mano basta haberse alejado de la escandalosa soldadesca y torcido, en la oscuridad, por detrás de un edificio de madera que hacía las veces de almacén. Entonces, al deslizársele los dedos por la señal que apenas había cicatrizado, su rostro reflejó desasosiego.

—¿Qué es esto, eh?

La sacó de las sombras a donde ardía una antorcha, y escudriñó las pezuñas satánicas quemadas en la muñeca de la joven.

—¡Una bruja!, ¡una bruja! ¡La señal del diablo!

La voz se le ahogó al marinero en la garganta. Dejó caer la mano de Katrina, la contempló un instante, paralizado de terror, y luego echó a correr por el sendero, arrancando chispas al empedrado con los hierros de las botas.

—Bruja…, bruja…

La muchacha oía los gritos lanzados en sollozante voz y comprendió que debía alejarse del muelle antes de que Van Zee hiciera cundir la alarma. Una bruja espetada en una estaca constituiría un magnífico remate a la victoria para las tropas rusas.

Huyó apresuradamente por el único camino que conocía, la ruta seguida por los soldados desde la casa del príncipe Menshikof para llegar a la orilla del río. A ambos lados, peligrosos pantanos parecían hervir al deshelarse, dando la sensación de que recogían y hervían la bruma nocturna hasta hacerla arremolinarse en torno a Katrina mientras corría.

Había mosqueteros de guardia a la puerta de la empalizada que daba la vuelta a la casa del príncipe, con las armas apoyadas contra la pared de madera. No estaban de humor para darle el alto a nadie. Se hallaban borrachos, húmedos los rostros de melancólicas lágrimas rusas. Se había ganado la victoria, pero sin participar ellos en la batalla naval y en la gloria. Ahora no les quedaba más que el vodka y los lloros como consuelo.

Dentro del recinto, Katrina vaciló. La casa estaba brillantemente iluminada. Se habían quitado las barricadas de las ventanas. El patio se encontraba lleno de caballos y de mozos de cuadra ebrios. Algunos de los criados se entretenían en encender una hoguera. La muchacha retrocedió nuevamente hacia las sombras al ver al príncipe Menshikof y al coronel Konigseck con un grupo de otros oficiales rusos que se dirigían desde las cuadras a la casa.

Sobresaliendo de todos, ensangrentado y terrible, pálido de éxtasis el rostro y con centelleantes ojos, iba el propio zar, hombros y cabeza más alto que el propio patilargo Konigseck de rígido cuello.

Las ensordecedoras carcajadas del grupo y la voz terrible del zar, hicieron que Katrina se acurrucara contra la oscura pared de la dependencia hasta que hubieron entrado todos en la casa.

Luego retrocedió cautelosamente para aguardar entre los edificios más alejados.

Estando el zar Pedro en la casa, Katrina no podía armarse de valor para introducirse en ella. Tiritó con su ropa de marinero mientras salían las estrellas y una lucha, que anunciaba helada corría por encima de las nubecillas nocturnas.

A los oídos de Katrina llegaron desde la casa risas, tintineo de copas, ruido de cristales rotos, algún que otro grito de angustia por encima del jaleo que estaban armando los criados en el patio, el chisporroteo de la hoguera y el gemir de las balalaicas. Aguzó el oído, más no oyó la voz de Grog por parte alguna. Recordó entonces, estremecida, las palabras de aviso que le dirigiera Matilde al enano: «¡Le costaría al zar Pedro tan poco arrojarte al fuego como escucharte cantar, hombrecillo!».

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