Katrina

Katrina


CAPITULO V

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La noche era fresca y, entre el frío y las apretadas botas, se le estaban quedando las piernas entumecidas. Apartó la mirada de las iluminadas ventanas de la casa y observó una lucecilla oscilante que se le acercaba desde el camino de la puerta de la empalizada. Parecía estar saltando casi sobre la superficie de la hierba. Luego reconoció al hombrecillo que llevaba la linterna.

—¡Grog! —llamó—. ¡Oh, Grog!

—¡Katrina! —le contestó, lleno de alegría, el enano—. Te he estado buscando por todas partes, muchacha. He estado en él muelle incluso. En todas partes. ¡Por lo más santo, Katrina, que creí que te habías hundido en esos pantanos de los lados del camino!

Katrina se echó a reír y acarició las mejillas de Grog.

—¡Tienes los dedos como él hielo, muchacha! —gruñó él—. ¿Por qué no estás dentro de la casa, dónde se está caliente, en esa hermosa cama…?

De pronto cayó en la cuenta y bajó la vos, preguntando en un susurro:

—El zar… ¿está ahí dentro?

La joven movió, afirmativamente, la cabeza.

—No me atrevo a entrar, Grog… ¡no me atrevo!

—¡Bah! —exclamó el otro—. ¡No hay nada que temer!

Pero ella se dio cuenta de que él también tenía miedo.

Se quedaron inmóviles junto a la titilante linterna, preguntándose qué hacer.

—No podemos dormir aquí fuera —dijo, por fin, el enano—; pero podríamos meternos sigilosamente en las cuadras o…, ¡no!, ¡nos meteremos en la casa y buscaremos una cama!

—¿Dónde? —preguntó, atemorizada, Katrina—. ¿Dónde?

—Escucha… En ese cuartito en que colgaron los vestidos… Es poco más grande que un armario. Al príncipe Menshikof jamás se le ocurrirá buscarte allí. Te confieso que yo mismo he dormido allí.

Sonrió malicioso, y Katrina se ruborizó.

—¡Oh, Grog! ¿Tú crees que podremos dormir allí sin peligro?

—Es muy posible. Y no nos moveremos de nuestro escondite hasta que se marche el zar mañana.

Aguardaron juntos, calentándose él uno al otro, hasta que la hoguera del patio se quedó redunda a ascuas y se apagaron muchas de las antorchas de la granja. Luego se metieron subrepticiamente en la cocina, yendo Grog delante. Matilde y Olaf estaban durmiendo juntos al lado del moribundo fuego. Había soldados tendidos en el suelo, borrachos y roncando. María yacía dormida con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta.

Sonaba una música ruidosa en el gran salón, donde ardían antorchas y se alzaban en ebria hilaridad voces pastosas. El zar y sus amigos aún no se habían retirado.

Grog y Katrina subieron con cautela la escalera, que chirriaba de una forma alarmante. La linterna del enano se había apagado. Tomó una vela del pasillo de la alcoba y condujo a Katrina al pequeño cuarto ropero donde se encontraba, tal como la dejara, la cama secreta de cojines y pieles, debajo de los vestidos.

Con un suspiro de alivio, Katrina se sentó en el pequeño lecho y el enano le quitó las pesadas e incómodas botas.

—¡Por las barbas de san Pedro! —exclamó de pronto—. ¡Te han desaparecido todos los botones de plata de la chaqueta! ¿Qué ha sucedido? ¿Respiraste demasiado hondo?

La muchacha rió dulcemente.

—Dos marineros me los robaron —repuso—. Pero estoy cansada ya de pensar en eso. Haz el favor de traerme… mi camisón de la cama del príncipe.

Titubeó al pronunciar la palabra. Los camisones eran, para Katrina, un lujo nuevo y emocionante.

Grog se levantó sumiso y pasó a la alcoba. Halló la vaporosa prenda debajo de una almohada de la enorme cama. La muchacha se quitó el húmedo y barroso Uniforme y se puso, con alivio, el camisón de seda. Corrió, descalza, a lavarse en el cuarto del príncipe, y se peinó el corto y rizado pelo a la luz de la vela delante del espejo que el príncipe le había dado aquella mañana, mañana que le parecía tan lejana ahora, como al un año completo hubiera transcurrido desde entonces. Grog se instaló en un rincón apartado, usando la doblada chaqueta como almohada.

De vuelta en su escondite, Katrina se metió debajo de la suave piel y estiró el dolorido cuerpo sobre los cojines. Como cama, eran buenos; pero ya parecían duros por el contraste con el maravilloso colchón de plumas del príncipe.

Abajo, en la habitación principal, el jaleo empezaba a apagarse. El zar Pedro había echado con sus propias manos un buen manojo de leños al fuego y los estaba atizando con los pies para que prendiesen. Su media docena de íntimos estaban muy borrachos; pero se mantenían aún despiertos por verdadera fuerza de voluntad.

No le quitaban la vista de encima al zar. Porque era muy capaz de darles una de sus desagradables sorpresas. Con el zar no sabía uno nunca a qué atenerse.

Pero el soberano se había sumido en las profundidades de un gran sillón con un gruñido de contento, apoyando los pies —aún enfundados en las mojadas botas— sobre los morillos del hogar. El agua del río había dejado un depósito de sal sobre el rico y maravillosamente trabajado cuero de las botas. Y la piel estaba salpicada de manchas de sangre. Fumaba su pipa de marfil tallado, una pipa casi dos veces más grande que la del príncipe Menshikof. La pesada boquilla le tiraba del labio, dándole cierto aspecto sardónico a la sonrisa que le adornaba él rostro, bien parecido aunque algo brutal.

El coronel Konigseck se encontraba de pie junto al fuego, rígido y correcto. Estaba lleno de vino hasta los topes y, tras las aventuras del día, apenas podía tenerse de sueño. Pero nada era capaz de hacerle rendirse. Mientras estuviese despierto, se mantendría enhiesto, firme e inflexible hasta en plena francachela, y con el uniforme tan bien abrochado como cuando pasaba revista. Menshikof, en mangas de camisa y apoltronado al otro lado de la mesa, se llevaba de vez en cuando un jarro de vino a la boca, mientras contaba una historia. El zar le escuchaba con sonrisa que se iba haciendo más expansiva por momentos.

Se veían restos de comida desparramados por él suelo, junto con rotas licoreras y jarras, y los pedazos de las copas que, después de brindar por la victoria obtenida, habían estrellado contra las paredes.

Uno de los altos jefes cosacos parpadeaba, borracho, en una silla, sosteniendo aún la blanca servilleta contra el tajo que le habían dado en la mejilla durante las bromas pesadas que con anterioridad se gastaron unos a otros los allí reunidos. Sten’ka, él gigantesco cosaco que casi igualaba en tamaño al propio Pedro, roncaba ruidosamente, importándole al parecer un comino que el hacer cosa semejante ante su legítimo soberano pudiera constituir insulto y, por consiguiente delito. Pedro no pareció fijarse siquiera.

Menshikof ésta riendo:

—… y a ese vejete de Sheremetief, casi patizambo como consecuencia de sus amorosas fatigas con esa otra sueca se le habla ocurrido cortarle a esta Katrina el cabello de un golpe de sable, echándola luego de su tienda para ordenar, a continuación, que la encadenaran al enano cantor y al oso bailarín.

Se interrumpió, bailándole en los perspicaces ojos la risa.

—Pero, calla —sonrió—, ahora que me acuerdo, ya conociste a ese oso esta mañana.

Al otro lado del fuego, el príncipe Fedor Romdanovsky, con el jarro pegado a los labios, casi se atragantó de aduladora risa.

—Cuando regresemos a Moscú, tiene que luchar Vuestra Majestad con un oso. Resultará magnífico después de la comida.

—Con quien lucharé será contigo, Fedor, y te arrancaré la cabeza de ese cuello tan gordo que tienes —anunció amablemente Pedro sin quitarse la pipa de la boca— como vuelvas a interrumpir al pequeño Alec. Quiero oír hablar de esa chica pelada que lleva la señal del diablo y que Alec jura es la más bella de Rusia entera. —Bebió un gran trago del vino caliente aderezado con especias y escupió al fuego una de ellas—. ¡Rayos, Alec! ¡Si eso es alta traición ahora que lo pienso! ¡No hay chica en Rusia que pueda igualar a mi pequeña Ana Mons… ni en el baile, ni en la cama, ni en el banquete! ¿Qué dices a eso, eh?

Los párpados pelados de Konigseck se corrieron como los de una lagartija sobre los fríos ojos. Romdanovsky se apresuró a refugiarse tras su jarro. El príncipe Menshikof se dio cuenta, vivamente, del peligro de la posición en que se encontraba. Pero no era aquélla la primera vez que tenía que habérselas con situaciones semejantes. No se le alteró la voz. Continuó hablando con serenidad y regocijo.

—Como apuesta, no es justa —respondió, arrastrando las sílabas—. ¿Quién podría juzgar mejor que tú?

En la sardónica boca del zar apareció una lenta sonrisa.

—¡Al diablo! —dijo—. Apostemos sobre la belleza tan sólo, escurridizo zorro. Has visto a mi Ana, y has visto a tu Katrina. Dime, Alec, so evasivo buhonero de lengua de mercader…, ¿cuál de las dos es más bella?

El príncipe Romdanovsky encorvó la espalda como si esperara el estallido de una bomba. Konigseck se pasó la lengua por los comprimidos labios. Pero Menshikof se limitó a bostezar y a decir, con toda la tranquilidad del mundo:

—Katrina está arriba, Majestad. ¿Por qué diablos no subes a verlo por ti mismo?

El estruendo de la risa de Pedro hizo que se estremecieran las velas. Alzó el gigantesco cuerpo del sillón y estampó su enorme jarra de plata sobre la mesa, con el mismo estrépito que una campana de iglesia que se estrella contra el suelo. Un soldado soñoliento se acercó dando traspiés, para volver a llenarla.

—Vaya si lo haré —contestó el zar—. Iré a echarle una mirada a tu pequeña candidata. Y, como no iguale a mi Ana en hermosura, la abrazarás sobre esta misma mesa ante todos nosotros como castigo a tu maldita insolencia.

Menshikof se encogió de hombros. Había logrado situar la cosa donde él quería. Ganase o perdiese, la apuesta acabaría en broma. La tranquila sonrisa no abandonó ni un instante su rostro cuando el zar se acercó a la escalera y bramó, mirando hacia arriba:

—¡Katrina! ¡Katrina! ¡Baja acá, diablesa…, bruja…, engendro del infierno! ¡Baja acá, he dicho! O… ¿es que ha de subir a buscarte el propio zar?

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