Katrina

Katrina


CAPITULO VI

Página 13 de 37

—No hay ni rastro de esos planos de artillería, Majestad —anunció el príncipe—. Sólo unas cuantas cartas particulares.

Sacó una abultada cartera hecha de tripa de cerdo; pero el agua había llegado a penetrar hasta en aquello, y las cartas que fue mirando estaban empapadas.

—Mírale en el bolsillo de atrás, Alec —dijo el zar, con hastío—. Pobre diablo.

—Sí; aquí están dijo, con satisfacción.

Y sacó un plan de batalla en pergamino.

—Voto al diablo —dijo el zar—. En adelante, los mapas de campaña se quedan en la tienda de mando, y eso es una orden.

Tenía la voz plana, abatida. La muerte de su amigo le había turbado al zar más que a ninguno de los otros, porque éstos habían tenido que aguantar la arrogancia de Konigseck. Pero, para el zar, el orgullo de su cortesano no había resultado ofensivo. Había visto las virtudes del soberbio coronel, su hombría, su agilidad mental y su valor, su serenidad ante el peligro, su lealtad. Contempló el mojado montoncito de efectos personales colocados sobre la mesa sin verlos al principio. Luego, con brusca inhalación, como la de un hombre que se ha sentido herido de pronto, el zar se irguió de un salto, haciendo que la pesada mesa resbalara sobre el suelo.

—Esas cartas… —dijo.

Y tomó una de ellas, escudriñando la borrosa escritura que cubría el delgado pergamino. Ya miró atentamente. Luego se acercó al fuego para que se secara. La mano tendida casi tocó el vestido de Katrina, que seguía en el nicho; pero hizo caso omiso de ella por completo.

Katrina sintió que cambiaba la atmósfera del cuarto, como si se hubiese aspirado el aire con una bomba, dejando un vacío en el que hubiese de descargar la tormenta. Los soldados que habían transportado la litera, se hallaban de pie, rígidos, a pocos pasos de ella. Los ojos grises de Menshikof violaban a Pedro, como cazador sereno que escudriña un macizo para ver por dónde puede aparecer y atacarle un tigre herido.

—Alec —dijo el zar, y su voz era ahora pequeña, quejumbrosa y ridículamente infantil para semejante gigante de hombre—, ¿lo sabías?

—¿Majestad?

—Estas cartas, Alec… estas cartas de amor… son de Ana —aumentó de volumen su voz—. ¿Lo sabías, Alec? Cartas de amor dirigidas a Konigseck… por Ana…, por mi Ana Mons… a Konigseck…

La voz se le había convertido en áspero grito ya. Agitó el pergamino ante los ojos del príncipe.

—No —respondió Menshikof, sobresaltado pero sincero—. Sólo lo adiviné hace un instante, cuando las acercaste al fuego.

Le quitó de la mano al zar él pergamino ya seco, y empezó a leer en alta voz:

—… conque, mi solo, único y verdadero adorado, mi alma te susurra mi amor entre las hojas secretas de esta misiva…

—¡Silencio! —le rugió Pedro.

Se había tapado los ojos para no enterarse. Menshikof palideció, dándose cuenta de su propio peligro. Había seguido leyendo, sin pensar, impulsado por la curiosidad. Encauzó nuevamente la ira del zar, con hilaridad, hacia aquel que la merecía.

—El muy perro de Konigseck —dijo.

El zar se puso en pie y miró en torno suyo. Era él quien estaba pálido ahora. Había empezado a contraérsele espasmódicamente la mejilla, y aquél no era un espasmo de ira pasajera, sino una contracción implacable que le tiraba de los labios dejándole al desnudo los dientes por un lado. Cruzaban el rostro del soberano convulsiones de enfermo. Dio una zancada hacia la litera.

—¡Traidor cerdo polaco! —dijo. Y se tambaleó—. ¡Llevarse una mujer mía a la cama y aún pasarse por amigo mío!

Le tembló la pierna en su afán de darle Un puntapié al cuerpo del hombre que le había traicionado. Parte del propio ser del zar intentó frenar el movimiento; pero su pie salió disparado hacia delante en un estallido de furia. El cadáver de Konigseck rodó lentamente, como de mala gana, saliéndose de la litera.

—Sacadle…, atadle a su caballo… y ¡fustigad al animal en dirección a Polonia!

Dio media vuelta, luchando por dominar sus turbulentas emociones. Volvió al lado del fuego y apoyó la frente sobre la repisa que había por encima.

Los soldados empezaron a colocar el cadáver otra vez sobre la litera. Menshikof les detuvo con un gesto.

—No —dijo, con voz tranquila—, ¡arrastradlo!

Pero se volvió bruscamente.

—Y ¡llamad al oficial de guardia!

Tenía él rostro y él cuello cubiertos de sudor, de un sudor que resbalaba en gotas amarillentas, como si fuesen de mantequilla fundida.

Cuando el joven oficial entró, vio la torcida boca del zar, y cerró sus propios labios con precisión militar ahogando la exclamación que estaba a punto de soltar. Se cuadró como si fueran a ponerle una medalla, y aguardó.

—Capitán Eckoff, sal para Moscú inmediatamente. Encárgate de que esté Ana Mons en espera de mi regreso. Mis órdenes son ésas y ¡te haré responsable con la vida si no se cumplen al pie de la letra!

Tragó con dificultad.

—¡Majestad!

El capitán saludó y giró sobre sus talones, casi cerrados los párpados para ocultar su asombro. Dirigió una rápida mirada a Katrina, metida en él nicho de encima de la chimenea, brillando su vestido de amarillo brocado al resplandor del fuego.

Con distintos pretextos, los oficiales de Estado Mayor se fueron marchando, hasta dejar al Zar sólo con Menshikof y con Sten’ka, el cosaco que miraba por encima de su jarra de vodka comprendiendo tan sólo a medias él drama que ante él se estaba desarrollando. Pedro se debatía en tormento, abrumado por sus pensamientos. Los crispados puños temblaban de ansias por hacer daño a Ana Mons, por magullar su blando y blanco cuerpo sobre el que tanto había derrochado. La de veces que había proyectado y pensado en hacerla emperatriz y la infinidad de veces en que la había amado… Ahora, todo era discordia en su cerebro. Sintió que su ira se iba convirtiendo en desesperación y debilidad.

Se volvió al cabo de un rato y miró en torno suyo. El cadáver había desaparecido de allí ya. Caminó, con paso inseguro, hacia la mesa. Le latía un pulso en la garganta, por encima mismo de la clavícula, como si estuviese a punto de estallar. Y las paredes parecían estarse agitando como cortinas. El rugido del viento fuera, y el goteo de la nieve que se deshelaba, sonaban amplificados y con distorsión. La cocina parecía llena de burbujas blancas y plateadas que flotaban y acababan por reventar. Veía a Menshikof y a Katrina, que había saltado, con ansiedad, del nicho. Pero era como si los estuviese viendo debajo del agua. No supo que exhalaba un grito que era medio aullido. No supo que se estaba cayendo.

Dio, pesadamente, en el suelo. La cabeza le pegó contra la piedra con sonido de tambor de madera. El zar se encontraba sin conocimiento, pero no estaba quieto. Se le movían los ojos bajo los párpados, que no dejaban un momento de estremecerse. Sacudía piernas y brazos. Katrina corrió a arrodillarse a su lado. Se alzó el vestido y se arrancó un trozo de la enagua para bañarle el rostro al zar.

Olaf había entrado corriendo al oír el grito del soberano. Sten’ka soltó la jarra y se acercó muy despacio, colgándole los largos brazos como los de un gorila.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —jadeó Olaf.

—Prepara una cama aprisa —ordenó Menshikof, que estaba pálido—. Allí, en ese hueco junto al fuego, lejos de esas malditas corrientes.

Sten’ka ayudó a Olaf a meter un colchón a rastras. El zar yacía inmóvil ahora, habiendo perdido totalmente el conocimiento. Recurriendo a todas sus fuerzas, Sten’ka y Menshikof alzaron el enorme cuerpo exangüe depositándolo sobre el lecho junto al hogar.

Katrina había preparado un cuenco de agua caliente, y se arrodillaba para continuar bañándole el rostro al zar, cuando Menshikof le posó la mano en el hombro.

—¡Ya haré eso yo! —anunció, brevemente.

Y le quitó el cuenco.

La muchacha se quedó sin saber qué hacer, observando cómo se arrodillaba el príncipe junto a Pedro para bañarle la cara. Vio que volvía a aparecer en los ojos de Menshikof la misma ternura femenina de la ocasión anterior al quedar absorto en su tarea.

La rasgada enagua asomaba por debajo del vestido. Observó que Sten’ka la miraba y, tras un momento de vacilación, marchó de la cocina y subió lentamente la escalera en dirección a la alcoba del príncipe para cambiarse de vestido, con el fin de evadirse de las miradas del cosaco que la seguía sin cesar, y para hallar alivio del ambiente dramático que reinaba en la cocina.

Se sacó el vestido por la cabeza y se desató la enagua rota. La molestaban los zapatos, conque se los quitó. Sin otra cosa que una enagua, echó agua de una jarra grande de plata en un lavabo, y se salpicó la cara, el cuello y los desnudos hombros.

Alzó la cabeza, refrescada, con los dedos húmedos y frescos sobre las mejillas, y vio a Sten’ka que la estaba observando en silencio. Estaba apoyado contra la cerrada puerta, contemplándola con ojuelos brillantes, tan inhumanos y tan sin parpadear como los de un pájaro. Se había quitado el alto gorro cónico de piel, del que, al arrojarlo sobre la cama, cayeron unas cuantas perlas pequeñas. Las aplastó bajo sus pies sin fijarse al echar a andar hacia Katrina. Sin la gorra de piel, la cabeza parecía plana, como si le hubiesen cortado un trozo. Pero seguía siendo enorme, casi tan grande como el propio zar.

Como si se diera cuenta de que estaba desempeñando un papel en una pesadilla, Katrina continuó lavándose. Le rociaba el agua los hombros cuando Sten’ka la rodeó con los largos y duros brazos. Rudamente, con los labios retirados de los dientes como fiera a punto de morder, Sten’ka le encontró la boca. Sus dientes rasparon contra los de ella y le empujaron la cabeza hacia atrás. Las palabras que la muchacha estaba a punto de pronunciar quedaron ahogadas, y cuando intentó deslizarse de entre sus brazos la apretó hasta casi cortarle la respiración.

Sus esfuerzos por rechazar el enorme cuerpo parecieron fútiles, al obligarla él a retroceder hacia la cama. Sintió el colchón contra los muslos un segundo antes de caer sobre él.

Sten’ka, el cosaco, tenía mucho de animal. No era Un hombre malo, porque no hacía nada que fuese en contra de su conciencia. Lo malo de Sten’ka era que había muy pocas cosas en la vida que ofendiesen a su conciencia, como no fuera la cobardía física.

No le deseaba a Katrina daño alguno. Pero sí que deseaba hacerle el amor. No le cabía en la cabeza más de un pensamiento a la vez y aquél había logrado apoderarse de las riendas momentáneamente, como quien dice. Deseaba hacerle el amor a Katrina, y le pareció excelente la oportunidad que se le ofrecía mientras todos estuviesen preocupados por el colapso del zar.

Pero la clara y bestial felicidad de subyugar a una mujer medio desnuda quedó desplazada por un contacto distinto y menos agradable.

Unos dedos fuertes le habían agarrado el negro cabello y Sten’ka sintió que le tiraban de la cabeza hacia atrás hasta que las venas del cuello le sobresalieron como uvas.

—Suelta, Sten’ka —ordenó el príncipe Menshikof como quien habla a un perro.

Y continuó tirando del cosaco hacia atrás por el pelo hasta que Sten’ka, con un rugido de ira, se desasió.

Katrina se incorporó, jadeando. Tenía los desnudos y húmedos hombros cubiertos de una especie de barro oscuro, brillante.

—¿Qué es lo que llevas encima? —preguntó Menshikof—. ¿Pólvora?

Las pupilas de Sten’ka se contrajeron. Se llevó la mano a las bandoleras cosacas, primorosamente decoradas. Los dedos de la muchacha, al golpearle y arañarle el pecho, se las había roto, rasgando los largos y preciosos cartuchos de papel, salpicándole con el negro explosivo en la lucha.

—¡Maldita diablesa! —exclamó Sten’ka, casi ininteligible de ira la voz. Alzó el puño—. Me has echado a perder las municiones.

—¡Largo de aquí! ¡Vete a tu cuartel!

La voz de Menshikof era un latigazo de autoridad. Le hizo detenerse en seco a Sten’ka.

—¿Quién eres tú para ordenarme que vuelva al cuartel? —gruñó, haciendo la pregunta que llevaba formándose en su lerda mente desde hacía tiempo—. Tú mandas la guarnición, pero no la caballería cosaca.

—Mientras el zar esté indispuesto —anunció él príncipe, tronando ahora— yo mando el Gran Ejército. ¡Vuelve al cuartel!

Sten’ka se encogió de hombros y se fue tocándose con resentimiento las estropeadas bandoleras.

El príncipe se volvió de nuevo a Katrina y se hizo dulce su voz.

—Vamos —dijo—, no puede haberte hecho mucho daño, porque subí pisándole los talones. No dispuso más que de un minuto.

Katrina se frotó los magullados brazos.

—Eso puede ser la mar de tiempo para un cosaco —repuso.

Miró a Menshikof, agradecida de que le hablara con tanta dulzura.

—Gracias —murmuró.

El príncipe hizo caso omiso de la palabra.

—Vístete aprisa —dijo—. He subido a buscarte. El zar ha recobrado el conocimiento, a Dios gracias se santiguó devotamente Está despierto y ¡está preguntando por ti, criatura!

—¿Por mí? —exclamó Katrina sorprendida.

—Por ti —repitió Menshikof, con cierta hosquedad—. No cabe duda de que tiene fiebre. Por dos veces, desde que volvió en sí, a pesar de que era yo, su más querido amigo, el que se hallaba arrodillado a sus pies humedeciéndole la frente y los labios, murmuró; «Katrina, ven; te hablaré de mi pequeña Ana». Quizás en su delirio te relacione con sus últimos pensamientos felices de esa traidora ramera. Sea cual fuere el motivo, no obstante él es el zar, y has de acudir a su llamada.

—¿Espero que no dejarías al zar solo, sin asistencia? —preguntó con ansiedad Katrina.

Menshikof se permitió una sonrisa.

—Maldito si no pienso a veces que pudieras resultar una buena amiga para el zar, y para mí —dijo—. Pero, date prisa a ponerte el vestido. Y no te preocupes, porque Matilde y Romdanovsky le están guardando.

Menshikof siguió a la grácil Katrina por la escalera, y sus ojos grises la consideraron con perspicacia. No tenía pesadez de campesina. Aunque muy joven, era serena e inteligente. Si lograba sobrevivir en los tempestuosos mares que siempre rodeaban al zar, bien pudiera ser que llegara su barco a puerto. Una parte de Menshikof estaba ahora celoso de Katrina. Pero la parte más perspicaz de su cerebro desterró el sentimiento por estúpido y poco provechoso. El Pequeño Alec era un cortesano de demasiada experiencia para darse la ingrata y peligrosa tarea de vadear contra la creciente corriente.

—Peores cosas podrían hacerse —se dijo— que fomentar y facilitar las probabilidades de la joven Katrina.

Después de todo, tenía contraída con él cierta deuda de agradecimiento por librarla de las incomodidades del carro de esclavos de Pskof. Y había sido su amante.

Sin saber que había logrado un poderoso aliado en la que estaba destinada a ser quizá la hora de su mayor necesidad, Katrina bajó con ansiedad la escalera para contestar a la llamada del zar. Menshikof, el hombre que hubiese podido quebrar a Katrina aun antes de que nacieran sus esperanzas, había tomado en aquel momento, allá en la escalera, una decisión que había de cambiar la historia de Rusia y de todo el mundo civilizado.

La muchacha entro, apresuradamente, en la cocina. La breve mejoría del zar se había convertido ya otra vez en acceso de epilepsia.

El príncipe Romdanovsky le estaba observando con impotencia. Pedro yacía rígido, agitados los parpados.

Se le movían espasmódicamente brazos y piernas, y un hilillo de sangre se le escapaba por entre los labios. Katrina oyó el crujir de los dientes y era como el que hacen los guijarros cuando se camina sobre ellos.

—¡Aprisa! —le dijo a Romdanovsky—. ¡Hemos de abrirle la boca al zar! ¡Se está mordiendo la lengua! Romdanovsky la miró, descolorido.

—Nadie debe ponerle un dedo al zar en la cara.

—Porque es el zar —respondió él, secamente. El soberano había empezado a gemir guturalmente. Parecía estarse asfixiando.

—¡Qué tontería! —exclamó Katrina. Tomó una cuchara de palo del hogar y la metió a viva fuerza por entre los dientes de Pedro. Un chorro de sangre salpicó la cuchara al lograr la muchacha Separarle las mandíbulas. Inmediatamente, los fuertes dientes del soberano se cerraron sobre el mango de palo y dejó de roerse la lengua.

Romdanovsky hizo ademán de intervenir. Pero el príncipe Menshikof le contuvo con decisivo gesto.

—¡Ah, eso está mejor! —dijo, con alivio.

Sí bien habla dado muestras de tener menos valor que Katrina, su sentido común no era menor.

—Eres una buena chica —dijo—. Iré a buscar agua fresca para bañar el rostro de Su Majestad.

Marchó a la bomba del patio y Katrina se arrodilló en el enorme colchón de paja sobre el que yacía el zar, poniéndole bien la cuchara en la boca. Cuando llegó el agua fresca, le bañó la cara y, poco rato después, el zar dejó de estremecerse y se quedó tranquilo, oscureciéndose la piel alrededor de los ojos en forma de grandes moraduras.

El príncipe Menshikof había estado contemplando los cuidados de la muchacha con una sonrisa casi de envidia y, cuando vio que el zar pasaba del ataque epiléptico al sueño, exhaló un suspiro de alivio y encendió la pipa. Dio varias chupadas y pareció estar tomando una Redejón. De pronto le dijo a Olaf y a Matilde:

—Katrina se quedará con el zar y será su enfermera mientras Romdanovsky y yo estemos ausentes con el Ejército.

La muchacha no alzó la cabeza. Siguió refrescándole las sienes al soberano y no pareció oírle cuando agregó, con firmeza:

—Ha de ser obedecida en todo.

Olaf asintió con un movimiento de cabeza. Matilde dijo, con avidez:

—Sí, sí…, tiene mucho sentido común.

No pareció sorprenderse de que la dirección de la casa hubiese pasado así, en un instante, de sus manos y de las de su esposo a las de una prisionera de guerra sueca que tan poco antes había sido una esclava cargada de cadenas. Matilde y Olaf estaban acostumbrados a obedecer órdenes.

—Te mandaré un correo cada tres días —anunció Menshikof. Tú le darás noticias del estado del zar, Katrina. Y… no olvides que puedo estar aquí de vuelta a en menos de veinte horas si es necesario.

Katrina movió la cabeza en señal de asentimiento. El príncipe Romdanovsky dijo, con cierta hosquedad:

—¿Es posible, Alec, que vayas a dejar al zar sólo con unos cuantos criados?

—No podemos permitirnos él lujo de perder un día rondando por aquí —respondió Menshikof—. Mientras Carlos de Suecia esté ocupado en Polonia con su Gran Ejército, hemos de tomar todo el terreno que podamos alrededor de Petersburgo. Es orden del zar.

El otro movió afirmativamente la cabeza, multiplicándosele la barbilla como una concertina.

—En efecto —dijo—, eso es cierto; pero…

—Nos ponemos en marcha mañana —le interrumpió Menshikof, con firmeza y determinación—. El zar lo querría así.

A la mañana siguiente, los soldados descargaron varias cajas grandes de provisiones y de material médico, y emprendieron luego la marcha hacia Dorpat, dejando sólo una compañía de la Guardia Real acampada alrededor de la granja. Katrina no salió al patio a verla marchar esta vez. Pedro empezaba a recobrar él conocimiento, pero se negaba a dejarla que se apartara de su lado. Parecía adquirir fuerzas con la proximidad de su menudo cuerpo lleno de vitalidad.

Matilde se presentó con caldo caliente, y Katrina lo bebió con agradecimiento.

—¿Por qué no dejaron un médico? —preguntó.

—El príncipe Menshikof no cree en ellos —repuso Matilde—. No, en los médicos rusos, por lo menos —se encogió de hombros—. Se trata de una tontería que él y el zar aprendieron en Inglaterra cuando visitaron ese sitio tan remoto. Se niegan a permitir que un médico ruso les saque la fiebre de las venas. Aunque maldito si yo comprendo qué daño puede hacerle a un enfermo que le quiten un tazón o dos de sangre febril.

—Si uno sangra demasiado, se muere —dijo Katrina.

—He visto morir a gente sin perder una sola gota de sangre —anunció Matilde.

Y removió la olla de caldo para que saliera a flote su rico sedimento.

Ir a la siguiente página

Report Page