Katrina

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CAPITULO VII

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CUATRO días más tarde, el capitán Eckoff de la Guardia del Zar llegó a las puertas de Moscú, El capitán había cabalgado casi sin dormir a través de toda la cadena de postas durante el recorrido de las trescientas ochenta millas que mediaban entre Petersburgo y Moscú. Tenía el rostro demacrado a la grisácea luz de la aurora cuando se apeó del sudoroso caballo en los empedrados patios de los Cuarteles de Streltsi y presentó sus órdenes al coronel de guardia, que le escuchó con incredulidad.

—¿Detener a Ana Mons? ¿Estás loco, capitán? Ana Mons es la…, ¡hum…!, no querrás ponerle grilletes a la futura emperatriz de Rusia, ¿eh?

Eckoff se pasó la mano por los ojos, inyectados en sangre por falta de sueño. Estaba demasiado cansado para ser cortés. Dijo, brevemente:

—¡Mi coronel, tengo orden de quitarle la vida a cualquiera que se interponga en mi camino… Orden del zar, mi coronel!

El coronel parpadeó al ver que Eckoff se llevaba la mano a la empuñadura de la espada. Sacó un reloj, lo consultó, volvió a guardárselo y a mirar, parpadeando, al capitán.

—Es un poco temprano, ¿no? —dijo—. Los soldados no habrán desayunado aún. Podrás esperar hasta que lleguen los muchachos, ¿no?

—No —respondió, fríamente él capitán—, no puedo.

A Ana Mons la despertaron unos golpes atronadores descargados sobre las fuertes puestas que conducían a su hermoso palacio situado en el elegante barrio alemán de Moscú. Parecían proceder ruidos y golpes de todos los rincones de la casa. Bostezó y se desperezó con resentimiento. ¡Alguien pagaría aquello! Se cubrió la cabeza con la sábana de seda e intentó dormirse de nuevo.

La almohada, que llevaba bordada el águila bicéfala de los Romanof, estaba cubierta de manchas encarnadas y negras: parte del maquillaje que se le había quitado durante la noche.

El estruendo parecía rodear por completo el edificio. Ana Mons soltó una maldición y tiró con rabia del cordón de la campanilla. Y, aun antes de que hubiera empezado a abrirse la puerta, gritó:

—¡Diles a esos demonios que cesen de armar ese maldito jaleo!

Pero la aterrada doncellita que había acudido, no se detuvo ni retrocedió, sino que siguió cuarto adentro. —Un mensaje de zar, señora— dijo, temerosa. Y no agregó que el oficial exigía que se le franquease inmediatamente la entrada, porque le tenía demasiado pánico a su ama.

—¿El zar? —las manos enjoyadas de Ana asieron, con excitación, la ropa—. Dame mi salto dé cama de encaje.

Se incorporó, olvidando su ira y, al hacerlo, su espesa cabellera negra le barrió, acariciadora, los blancos y rollizos hombros. Movió la cabeza despacio, repitiendo el movimiento de suerte que el pelo se deslizó de nuevo como una mano espectral por su nuca. Y, a cada vuelta de su cabeza, su cuerpo tembló bajo la voluptuosa sensación todo el tiempo que se atrevió a entretenerse con aquello.

Luego se levantó, se envolvió en el peinador de encaje y se sentó ante su espejo y las hileras de tarros, frascos, pulverizadores y barras de colores colocadas sobre la mesa de tocador de cristal. Tenía la boca contraída en gesto displicente, casi como la de Pedro, y había líneas horizontales profundamente marcadas por debajo de los luminosos ojos oscuros que insinuaban una voluptuosidad como la de él. La estructura ósea del rostro era perfecta. Su semblante era el de una mujer que ha impuesto arrogancia sobre perfección.

Las llamadas y golpes continuaron sonando.

—¿Qué es eso? —inquirió, agudamente, Ana.

La doncella se humedeció los labios, asustada.

—No…, no lo sé, señora.

Ama se aplicó perfume a las orejas, a los hombros y a las muñecas y quedó lista ya.

—¿Dónde está el mensajero del zar? —preguntó, picaros los ojos.

—No…, no lo sé, señora.

Ana le dio un golpe, irritada, con el cepillo de mango largo, y fue a buscarle ella.

Encontró al capitán Eckoff ante el fuego de rollizos en el gran vestíbulo de mármol. El capitán se había lavado cara y manos para quitarse el polvo del camino, pero llevaba él uniforme manchado y los ojos parecían dos llagas rojas por la falta de dormir.

Vilhelm, hermano de Ana —un joven la mar de guapo, con un pelo rubio maravilloso— estaba acostado en un sofá, comiendo nueces perfumadas y mirando, con desdén, los arrugados pantalones de Eckoff.

—¡Ah, Ana! —exclamó, alegremente, con voz chillona y enfática—. Éste… ¡este hombre dice que el zar le ha ordenado que te guarde prisionera aquí!

Señaló a Eckoff con un movimiento de cabeza al hablar, y el cabello siguió su movimiento como el barrer de una cortina.

Durante un instante, Ana frunció el entrecejo, arrugando la pintura que le cubría la lisa frente. Luego se echó a reír, y fue tintineante su risa, llena de estudiados sonidos musicales. Evidentemente, aquélla era otra de las extrañas y emocionantes bromas de Pedro. Se le habría ocurrido hacerla prisionera, atándola, quizá, con perfumadas cintas de seda para que aguardase su llegada. Se hallaría, sin duda, en aquellos momentos cabalgando a toda velocidad en dirección a Moscú.

—¿Dónde está el zar? —inquirió, contrayendo los cálidos labios en linda mueca.

—En Petersburgo, señora —respondió Eckoff.

Y notó ella algo en su tono que hizo que se le pusiera tirante la piel. Una sensación fría, de magullamiento, pareció extendérsele por el estómago.

—Ésta es… una broma, ¿no?

Le costaba trabajo sonreír ya. Dirigió una mirada a su hermano, pero Vilhelm acababa de fijarse en su imagen reflejada en un espejo lejano, y estaba absorto, dándose golpecitos en el cabello para hacer más fascinador su contorno.

—No, señora —respondió Eckoff, tambaleándose de cansancio—. Las órdenes que he recibido no son una broma.

—Pero…, ¿cuándo dio el zar estas órdenes? —Después de la muerte del coronel Konigseck, señora.

Y entonces Ana comprendió. Se acercó más al capitán, hasta rozarle la guerrera con los pechos.

—Tú no serías capaz de tenerme prisionera. Su voz estaba tan exenta de pasión como un beso distraído; pero sus ojos buscaron, con insistencia, los de él. La juventud del capitán Eckoff pudo más que su cansancio. Se ruborizó.

—Por favor, señora…

Retrocedió, y ella le siguió, despacio, con infinito cuidado, hasta que su cuerpo volvió a rozar el del joven.

El martilleo continuaba y Ana comprendió ahora que el ruido lo producían los soldados al clavetear las ventanas de la planta baja, y derribar estatuas y cenadores del jardín para que los centinelas encargados de custodiarla tuviesen una visión ininterrumpida.

—Por favor —murmuró, engatusadora. A ella le tocaba suplicar ahora, y lo hizo con magnífico arte—. Llévate a tus soldados, capitán. Yo sé que mi adorado Pedro no habló con intención. Es seguro que se enfadará como tomes tan en serio sus órdenes —sonrió, y fue como si el sol asomara por entre nubes de tormenta—. ¡Se pondrá furioso si…, si me asustas así!

Pero a Eckoff el cansancio le servía de coraza.

—Señora —anunció, pesadamente—, tengo orden de haceros prisionera. No saldréis de este palacio.

Le abofeteó con fuerza el fatigado rostro.

—¡Largo de aquí, pues, y juega a perro de guardia al otro lado de mi puerta!

—Bien, señora.

Se dirigió, muy rígido, a la gran puerta, que era de plata maciza, forjada en intrincados entrepaños de estilo griego. Ana asió un jarrón y lo tiró tras él. Ni se le aproximó siquiera, yendo a hacerse añicos contra la pared. El capitán Eckoff, sin haber perdido ni un instante la dignidad, cerró la pesada puerta tras sí.

—Ana —protestó Vilhelm—, eso fue…

—¡Oh, vete al diablo! —le respondió la hermana.

Las lágrimas, cual rejas de arado, abrieron surcos al resbalar por el maquillaje.

—Un jarrón que valía un millar de rublos —continuó Vilhelm, imperturbable.

Se escarbó por debajo de la camisa escarolada, con una lendrera de oro tallado. A lo largo del mango de la misma titilaban los zafiros.

Ana se dejó caer pesadamente sobre uno de los divanes y contempló el lujo que habla reunido en torno suyo. En aquel enorme vestíbulo la suntuosa extravagancia se veía por todas partes. Alrededor de los grandes muros se veían, a intervalos, pilastras de ébano tallado que servían de marco a inmensos entrepaños de plata con figuras griegas en relieve. Del abovedado techo colgaba una araña de complicado diseño de la que pendían centenares de cristales carmesíes en forma de pera. El icono de la entrada estaba cuajado de pedrería que centelleaban ígneas respuestas a la adoradora llama de una docena de largos cirios blancos.

Y todo aquello había de sacrificarlo por las horas de satisfacción obtenidas apasionando al arrogante Konigseck… Ana sabía ahora que odiaba a Konigseck, que había sido lo bastante imbécil como para atesorar sus licenciosas cartas. Por mucho que registrara su palacio, el zar no hallaría carta alguna de Konigseck ni de ninguno de los otros. Ana las había quemado siempre, inmediatamente, apenas leídas.

Se le contrajo la inteligente mirada. Su hermano Vilhelm se estaba alejando vestíbulo abajo. Oyó su aguda voz en la distancia hablando con los soldados que ahora eran sus celadores. Vilhelm no era tan necio como parecía. Ella lo sabía muy bien.

—¡Ana, ven aprisa!

La voz jadeante era la de su madre, que se acercó, arrastrando sus pies por las gruesas alfombras, el arrugado rostro quejumbroso como el de un mono que hubiese mordido algo desagradable.

—Unos imbéciles andan atrancándome las ventanas. Les grito para que se vayan, y ellos se me ríen como estúpidos.

Ana le contó a su madre lo que había ocurrido, rápida y amargamente y sin piedad. La señora Mons la escuchó arrugando y desarrugando los contraídos labios.

—Tus salacidades —exclamó—. Siempre te lo advertí…, siempre te lo advertí.

Vilhelm regresó, pisando cuidadosamente sobre la punta de los pies.

—Querida —dijo, alegremente—, es mucho peor de lo que suponíamos. No se trata del pobre Konigseck tan adío al parecer.

—¿Slanikof, también? —preguntó, apresuradamente, Ana.

El hermano soltó una risita de conejo.

—No, querida, ni ningún otro de tus compañeritos de juego. De lo que los soldados me hablan, es de otra muchacha nueva con la que parece estar jugando Pedro…, una bruja sueca —agitó las flexibles manos—. Pero maravillosamente hermosa según me dicen…, maravillosamente hermosa.

—¿Bruja? —repitió Ana.

—Bruja, en efecto, hermana. Una bella doncella que salió, de las ruinas de Marienburgo. Y dicen que los cosacos abrieron sus filas para dejarla pasar —rió otra vez—. ¡Como si los cosacos fueran capaces de hacer cosa semejante! Pero esto sí que parece tener sentido: dicen que lleva no sé qué clase de señal diabólica y que ha encantado al zar y al príncipe Menshikof. Los correos llegaron hace dos horas con los despachos, y no hablan de otra cosa.

La señora Mons respiró profundamente y con dificultad.

—Busca al diablo para hallar otro diablo, Ana —croó, mascullando el antiguo proverbio—. Llama al padre D’Ameno, hija mía. Sólo él puede ayudarte contra una bruja.

Vilhelm se tragó la nuez a medio mascar y tosió.

—¿Ese mago negro? —exclamó. Estaba impresionada a pesar de su frívolo tono—. Pero, mamá…, ¡es peligroso! Es el cura más malo de todo Rusia… Es compañero de Satanás en verdad. Invoca a los demonios… ¡Dejó ciego al conde Kublenz!

Ana palideció al oír pronunciar el nombre del padre D’Ameno.

—Mándale llamar —ordenó, no obstante—. Dile a ese insolente capitán Eckoff que mi madre desea un sacerdote. Volveré a tu lado cuando me haya vestido.

Vilhelm se encogió de hombros intentando aparentar indiferencia y salió a hablar con los centinelas. Ana volvió a su tocador temblando de excitación y temor ante la perspectiva de hablar con un hombre que era compañero de Satanás. Escogió un vestido de terciopelo negro, muy escotado, y se sujetó un grueso racimo de perlas al cuello tan fuerte, que se le clavó en la blanca piel. Se cubrió los brazos con pulseras incrustadas de piedras preciosas que le resbalaron hasta las muñecas cuando los bajó.

El joyero aún estaba amontonado de adornos valiosos. Ana los estudió con orgullosa desesperación.

—Son míos, son míos… —exclamó, con ira.

Y trasladó la arquilla a su lecho. Apartó una mesilla de la pared, alzó el entrepaño de seda encarnada de la decoración de la pared, y dejó al descubierto un espacio apenas lo bastante grande para ocultar el joyero.

Lo había ordenado todo y se pintaba con prolijo cuidado y sin prisas, cuando Vilhelm entró en su cuarto.

—El padre D’Ameno se encuentra aquí, Ana —dijo, sin poder ocultar su excitación—. ¡Dios santo, qué hombre más horrible! —se santiguó antes de darse cuenta de lo que hacía—. ¡Parece la peste andante!

Ana se alisó, al levantarse, el vestido que la ceñía como una vaina. La determinación se reflejaba en sus ojos. Asió a su hermano del brazo.

—Crees de veras en los hechizos del padre D’Ameno, ¿verdad? —exigió, escudriñando él rostro de Vilhelm—. Crees que podrá hacer recaer una maldición sobre esa bruja de Marienburgo, ¿no?

Vilhelm se humedeció los labios.

—Ahora que le he visto —contestó—, estoy dispuesto a creer cualquier cosa de él.

Ana recibió al cura en la antecámara particular de su madre, un cuarto sofocante, adornado con cortinas de terciopelo morado, y lleno del incienso que se alzaba de varios pebeteros y ascendía perezosamente en la poco ventilada habitación hasta el dorado techo.

El padre D’Ameno había sido fraile en España y huido de la Inquisición, que le consideraba, con harta justificación, demonólogo practicante. Había hallado precario refugio entre los fanáticos religiosos de Moscú, donde su supervivencia constituía un milagro diario y era debida, sin duda, más bien al temor que inspiraba porque poseía un gran conocimiento del arte italiano en cuestión de hierbas y venenos, y practicaba, con éxito, el hipnotismo. También daba la casualidad de que poseía cierto instinto auténtico de clarividencia y que había hecho ya varias profecías que se habían cumplido de una manera asombrosa. Pero, si algún derecho tenía a llamarse «padre», desde luego no se lo había concedido la Iglesia Ortodoxa Rusa, aun cuando lograra obtener algún ascendiente sobre una hermandad monástica flagelante —los Hijos de Melquisedec— que ocupaba un desvencijado monasterio en el «barrio alemán» de Moscú, cerca del palacio particular de Ana. Los Hijos de Melquisedec vendían filtros, hechizos y amuletos y se decía en el barrio alemán que más de una vez se había celebrado la Misa Negra con todos sus ritos en el cenobio desde que aceptara la hermandad al padre D’Ameno como miembro.

Por todas estas desagradables y bien fundadas razones y por otro millar de leyendas histéricas sin fundamento, al padre D’Ameno se le temía y él estaba bien enterado de ello. Cuando Ana entró en la cámara, la miró en silencio. Le cubría la cabeza una capucha negra sobre la que campeaba un crucifijo encamado adornado y retorcido de tan fantástica manera, que más parecía un dragón chino demoníaco que un símbolo de la Santa Iglesia. Su negro hábito de monje le llegaba hasta el mismo suelo, dándole aspecto de hongo sobrenatural tenebroso que creciera sobre la morada alfombra.

Ana se sobrecogió al verle los ojos, porque los tenía deformados. Algún defecto de músculo o nervio hacía que cada uno de los párpados colgara tanto sobre las mejillas, que se veían claramente nudos de venas rojas y azules pulsar en los mismos. Los ojos en sí tenían el tinte amarillento verdoso de peces fosforescentes en aquellas partes en que debieran haber sido blancos, y el anillo de color de cada iris era de ese amarillo broncíneo que tienen los ojos de las gallinas. Unas pestañas espesas, blancas y muertas y lacias como flecos de seda, adornaban tan monstruosas glándulas ópticas.

Una larga barba blanca le caía hasta la cintura, sin ser, en ningún punto, más ancha que él húmedo y rojo labio inferior del que pendía.

—Haga él favor de… sentarse —dijo Ana.

Y se pasó una mano excesivamente enjoyada por la cara. Se sentía incomprensiblemente mareada.

—Gracias.

El cura se sentó, muy solemne, metiéndose la punta de la larga barba en el cordón de la cintura. Tenía la mirada fija en las joyas de Ana, y se humedeció la boca, reluciente ya, al darse cuenta de su valor.

—Tuve que pagar soborno para llegar hasta, aquí —dijo, expresivamente.

Ana empezó a sentirse mejor al recibir esta prueba de que D’Ameno era humano.

—Serás compensado —anunció—. Serás ricamente compensado si me sirves.

—¿Un filtro amoroso quizá? —dijo él cura—. ¿Alguna mágica poción arrancada a los demonios y bendecida por la Santa Iglesia…? ¿Una poción que difícilmente se encuentra… para devolverla al amor del zar?

Ana vaciló.

—¿Tendrá poder contra las brujas?

El padre D’Ameno se acarició la barba con dedos largos, arrugados y de negras uñas que se asemejaban extrañamente a garras de pavo.

—¿Brujas? —murmuró.

Y, con la otra mano, hizo un rápido gesto que Ana supuso formaba parte del algún ritual de magia.

Puso los ojos en blanco.

—Consultaré —anunció con voz sepulcral— a los seres del aire y de las tinieblas que tienen bajo sus órdenes a mi alma.

Masculló un canto latino, con los dedos crispados.

—Veo una visión —dijo, de pronto—. Veo a una bruja que se alza de las llamas de una ciudad en ruinas y entra en el corazón del zar.

El servicio de información del padre D’Ameno era tan rápido como excelente, Pero Ana quedó, de momento, impresionada.

—¿Si? —exclamó con avidez—. ¡Sigue!

El padre salió de su absorción.

—La visión se desvanece —dijo—. Necesito una joya, algo valiosa…, una piedra preciosa… para concentrar en ella mis pensamientos.

Parpadeó al mirarla y a Ana le pareció como si las sedosas pestañas se hundieran en la carne al tocarla.

—La joya —prosiguió él cura—, ¿él rubí que se cuelga del cuello?

Ana se quitó en silencio la delgada cadena de oro de la que pendía un rubí valorado en unos centenadas de rublos, y se lo entregó.

—Ahora —ordenó—, una vela.

Ana encendió un cirio blanco y lo depositó sobre la pulimentada mesa entre los dos. Ni ella ni el cura se dieron cuenta de que Vilhelm había aparecido silenciosamente en la puerta de la alcoba de su madre. Se quedó medio oculto tras la cortina más cercana y jugueteó con su dorado cabello, fija una sonrisa en los consentidos labios.

El padre D’Ameno estaba de espaldas a él. Se encontraba indinado hacia delante, los codos apoyados firmemente sobre la mesa, haciendo oscilar él rubí de la cadena, rítmicamente, como un péndulo. La roja piedra brilló como un glóbulo de fuego a la luz de la vela.

—Fíjate en el rubí —murmuró, con voz monótona, él fraile—, fíjate en el rubí, hija mía, y concentra…, concentra… hasta… que sientas… deseos de… dormir.

La voz era lenta y mesurada, como el tictac de un metrónomo.

Vilhelm vio que su hermana abría muy despacio la boca con expresión de aturdimiento.

—Me siento mareada —dijo en lejana vocecilla.

—Escúchame —dijo el padre D’Ameno—. Veo que le amenaza peligro por parte de esa bruja. ¿Comprendes?

Ana asintió, moviendo, pesadamente, la cabeza.

—Peligro de la bruja —repitió, como una criatura narcotizada.

—Sólo veo una salvación —prosiguió, monótonamente, el cura—. Confiarás todas tus joyas y todo tu oro a la piadosa custodia de los Hijos de Melquisedec…

—Todas mis joyas —repitió Ana, sumisa.

Y, entonces, la voz autoritaria del padre D’Ameno se interrumpió bruscamente con un cloqueo de terror. Porque Vilhelm había cruzado silenciosamente la alfombra y apoyado la delgadísima hoja de su enjoyada daga en el desmedrado cuello del sacerdote.

—No te vuelvas, cura —dijo Vilhelm.

Y, por una vez, la aguda voz no hizo borrosas las palabras.

El padre se quedó inmóvil, rígido de aprensión. El rubí cayó sobre la mesa y su leve golpe despertó a Ana de su hipnótico estupor.

Se alzó inmediatamente de un brinco y sacudió la cabeza, para despejarla.

—Me había hechizado —susurró, temerosa—. Me tenía prendida en un hechizo.

Vilhelm rió.

—Y ahora soy yo quien le tiene prendido en un hechizo: el de mi daga —dijo—. Ten, querida…, toma mi daga y córtale el cuello si quieres. ¡Yo no podría soportarlo!

Pero no alivió la presión de la afilada hoja hasta que Ana tomó él bello y mortífero puñal en su firme mano.

La mujer torció el arma hacia arriba, hincándole la punta al cara en la barbilla, y éste se enderezó angustiado, corriéndole un hilillo de acuosa sangre por la grasa de la blanca barba.

—Cura —le dijo, con frialdad—, yo no te llamé aquí para que me robaras ni me hicieses víctima de un sortilegio.

El padre D’Ameno respondió con dificultad, porque la punta de la daga se le estaba hincando aún en la barbilla.

—Te serviré —aseguró, con voz trémula—. Te juro por mi Amo que te serviré. ¿Qué es lo que buscas de mí? Soy un anciano…

Y Ana comprendió que había ganado.

No retiró el arma, y D’Ameno tuvo que seguir sentado con la cabeza muy alta, tan en tensión como una cuerda de violín la correosa garganta para que no ahondara más la punta del puñal.

—Tus filtros amorosos —inquirió, despiadadamente, Ana—, ¿dan resultado o no son más que engañabobos?

D’Ameno exhaló un gemido delgado y nasal.

—Dan resultado, dan resultado…

—¿Siempre? —insistió Ana.

Y D’Ameno hizo girar los repulsivos ojos en dolor y miedo.

—No… siempre —boqueó.

Ana sonrió con sombría satisfacción y retiró la boja, pero mantuvo el azulado acero a pocos centímetros del rostro del hombre. Éste bizqueó para poder contemplarlo.

—Escucha —dijo—, a estas horas todo Moscú parece saber que el zar se halla bajo él hechizo de una bruja de Marienburgo. Lo sabías tú ya, ¿verdad?

D’Ameno tragó, dolorosamente, y movió afirmativamente la cabeza, sin dejar de mirar la daga.

—Mediante sus negras artes —continuó Ana—, esa bruja le ha revelado al zar mis amoríos con Konigseck. ¡Ahora soy prisionera del zar en este palacio y aguardo la muerte! Y, a menos que tengas tú una idea mejor, le diré al zar, cuando regrese a Moscú, que tú, cura, fuiste sobornado por Konigseck para que me robaras la virtud con tus satánicos filtros amorosos.

Su hermano rió de asombro y encanto. Ana hizo caso omiso de él.

—Tú y yo arderemos juntos en la Plaza Roja, cura —dijo—. A menos que seas capaz de apelar a la magia para que nos salve a los dos. Y ahora, ¿qué dices?

El padre D’Ameno permaneció sentado varios segundos como hombre muerto ya. Cuando habló por fin, le temblaba la voz.

—Temo morir —dijo—. Temo a la muerte, hija mía. Sé piadosa, He vendido mi alma al infierno y temo morir.

Le rezumaba el sudor por la arrugada piel como espesa resina de una rama retorcida y nudosa.

—¿Hay magia que pueda salvarnos? —preguntó Ana, con calma.

El viejo tragó varias veces e intentó dominar el temblor de sus miembros.

—Hay magia verdadera —respondió, muy despacio— hay una magia satánica que algunas veces me viene. Pero, adonde conduce y cómo viene es cosa que no siempre sé.

Miró, con incertidumbre, el rubí que centelleaba sobre la mesa. Porque, aunque la joya estaba quieta, la llama de la vela se movía por encima de ella. D’Ameno tendió los delgados dedos y empezó a hacerla oscilar.

—¡No mires fe piedra, Ana! —dijo Vilhelm.

Los nudillos de Ana blanquearon sobre la empuñadura de la daga. Pero D’Ameno anunció, con voz tranquila:

—Quien contemple la piedra quedará en trance satánico. Eso es todo lo que sé. Si son otros los que miran, mi voluntad puede mandarles. Si soy yo quien mira, mi espíritu queda, de no sé qué milagrosa manera, libre para errar fuera del cuerpo. Y es en ocasiones de ésas cuando he hecho profecías que se han cumplido.

—Continúa —dijo Ana.

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