Katrina

Katrina


CAPITULO VII

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Tenía pálido el rostro; pero dura y decidida la mirada. D’Ameno movió muy despacio, y casi de mala gana, el rubí, no como péndulo ahora, sino en círculo, hasta que la cadenilla de oro quedó retorcida y hecha nudos. La piedra giró ante la desnuda llama de la vela, centelleando. El padre D’Ameno fijó la mirada en ella…

No tardó en quedársele rígido el semblante. Empezó a salirle espuma por las comisuras de los labios y, aunque continuaron mirando sus ojos, ya no veían. Las negras pupilas lejos de permanecer contraídas ante el resplandor de la vela, se habían dilatado enormemente. Intentó hablar, pero tardó en oírse su voz un buen rato.

—Veo arder delante del Kremlin una hoguera de ajusticiar —dijo.

Y Ana comprimió los labios tras una respiración dolorosa. La voz del cura ora confusa y parecía como si hablase en sueños. Y, sin embargo, Ana y Vilhelm tuvieron el convencimiento de que no se trataba ahora de charlatanería. La voz de D’Ameno surgía de su propia garganta, pero el cerebro que dictaba las palabras daba la sensación de hallarse muy lejano, al fondo de un inconmensurable corredor.

—La hoguera arde para un soldado —croó—. No la veo arder para una mujer.

Ana exhaló el contenido aliento.

—Aquélla a quien llaman la Bruja de Marienburgo no me es revelada —continuó, monótonamente, el padre D’Ameno—; pero veo una marca satánica nacida en fuego… Ahora la veo… ¡Ah…! —el aliento le hizo un ruido raro en la garganta—, triunfa hasta que llega a Moscú. Veo la ciudad de las Cúpulas Doradas, y ella yace, pálida e inmóvil, en los jardines del Kremlin…

—¿Y yo? —exigió con aspereza Ana—. ¿Qué me sucede a mí?

Su interrupción pareció turbar al cura, porque tardó varios segundos en hablar; pero su voz continuaba siendo la de un muerto ambulante.

—Pasa el verano y pasa el invierno, y tú tomas tu joyero de su escondrijo detrás de la pared de seda roja cerca de tu cama, y sales andando de tu palacio.

La voz del hombre pareció retirarse gruñendo hacia la gutural oscuridad de la que había surgido.

—Y ¿qué del zar? —inquirió, vivamente, Ana. Pero D’Ameno no le contestó. Seguía con los ojos vidriosos, y sumido profundamente en su sueño. La joya encarnada colgaba ahora sin movimiento, y dos dedos de vela se habían consumido.

—¡Contéstame! ¡Contéstame! —chilló Ana—. ¿Y qué del zar?

Le golpeó con los dos puños y el padre D’Ameno exhaló un gemido al caer sobre la mesa. La sangre le salió a borbotones de la garganta. Era una sangre pálida, sonrosada, que convirtió la superficie de la pulimentada mesa en coloreado espejo. Ana Vio la imagen reflejada de la daga, y la delgada hoja estaba sonrosada también, teñida en sangre. Había golpeado al padre D’Ameno olvidándose de que aún asía el arma y, el cura, había caído hacia delante, hallando la muerte que tanto temiera.

—La verdad —observó Vilhelm, examinándose las pintadas uñas—, que hubiéramos podido; pero no cabe duda de que ya no le sacaremos más.

—¿Querrás callarte? —exclamé Ana.

Vilhelm, satisfecho momentáneamente del estado de sus uñas, alzó la mirada con una leve sonrisa.

—Pasa él verano y pasa el invierno —repitió burlón— y nada te sucede. Suena a cuento… ¡todo ello!

Ana estaba muy pálida.

—Y sin embargo —respondió, con fuego—, no lo es. De lo contrario, ¿cómo hubiese podido estar enterado de…?

—¿De qué, si me es licito preguntarlo?

—Del lugar en que se encuentra mi joyero —respondió su hermana, con voz queda—. Porque lo escondí antes de que él llegara, y ni tú mismo conocías su escondite.

Hubo un prolongado silencio. Vilhelm sintió que se le iba poniendo carne de gallina.

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