Katrina

Katrina


CAPITULO XVI

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AQUEL año, el invierno ruso fue destructor, y los ejércitos invasores de Carlos de Suecia se quedaron espantados. Habían esperado nieve y hasta frío intenso, pero ¡jamás un invierno como aquél!

Los pájaros caían helados de los árboles y, en la estepa, más de un hombre murió con sólo respirar el glacial viento que parecía haberse alzado en respuesta a las fervientes oraciones surgidas de las dos mil cúpulas y chapiteles de las iglesias y catedral de Moscú.

El mariscal Sheremetief había quemado todos los bosques y vegetación, destruido todo poblado ruso y cabaña que se hallara en la línea de avance de los suecos. Se había retirado ante ellos y dejado que los suecos se agotaran de hambre y de frío.

Cuando llegó, por fin, el deshielo, él mariscal mandó una patrulla a explorar. Ésta halló los restos del antes orgulloso Ejército de Suecia apelotonados en un campamento rodeado de los cadáveres de sus propios hombres.

«Y ahora, Majestad —anunció un despacho urgente del mariscal al zar—. ¡Ha llegado él momento de atacar!».

Era un sistema de hacer la guerra que nunca les fallaba a los rusos.

El zar Pedro, por su parte, no había desperdiciado las oportunidades que le brindaba el invierno. Había fundido muchas campanas de iglesia para hacer cañones, y estrujado su reino para obtener más soldados.

Hasta la compañía de Guardias Simenof asignada a la custodia del palacio de Ana Mons fue retirada.

—No puedo desperdiciar buenos guerreros haciéndoles desempeñar el papel de vigilantes de concupiscencias muertas, —había dicho.

Ana, observando desde las enrejadas ventanas de su cárcel, vio a los soldados partir y exhaló una exclamación de triunfo.

—¿Lo ves? —le dijo a su hermano, aguda de vehemencia la voz—. ¡La profecía del padre D’Ameno empieza a cumplirse!

Su hermano Vilhelm, que miraba por encima de su hombro, recitó, con voz sibilante:

—… el verano y el invierno pasan, y sales libre de tu prisión…

—Yo ya sabía que iba a suceder esto —observó Ana—. El zar no puede vivir sin mí. Está hastiado ya de esa bruja de Marienburgo. Sus hechizos le han fallado.

Escupió, supersticiosa.

—Ahora sólo es cuestión de tiempo que el zar vuelva a mi lado —murmuró—, ¡sólo cuestión de tiempo! Vilhelm se estremeció, delicadamente.

—¿Es preciso que te empeñes en usar tantas veces la palabra «tiempo»? —dijo—. Después de los meses que llevo encerrado en este sitio, le he cobrado aversión al tiempo.

Se alisó la melena de rubio cabello que le llegaba hasta los hombros con pintados dedos, y se contempló en el espejo que colgaba de la pared.

—Y no me he hecho más joven, por añadidura —anunció—. ¡Ni puedo decir que te hayas hecho más joven tú tampoco, querida!

Ana le propinó un rabioso golpe con el borde cortante del abanico, y la sangre le resbaló por la pálida mejilla.

—¡Todo este infernal esperar, día tras día, a que llegara el verdugo para llevarme y quemarme viva en la Plaza Roja…, tres años de espera mientras esa bruja de Marienburgo se atrincheraba en el corazón del zar mediante su magia negra…, y te atreves a hablarme de juventud perdida!

Se miraron el uno al otro con ira. Ambos habían cambiado considerablemente, dejando de ser los melosos y exquisitos cortesanos llenos de aplomo que antaño fueran. Y ambos, en su fuero interno, lo sabían. Aparte de tipos cuantos criados y de los miembros de la Guardia del Zar que les vigilaban, sólo se habían visto el uno al otro, y hacia tiempo que se habían hastiado de hacerlo. Tres años de esperar la muerte hablan dejado huellas de amargura en el rostro antaño casi impecable de Ana. Las minúscula arrugas de debajo de los ojos se habían hecho ahora más profundas y fanáticas. Y la boca, ávida de caricias antes, tenía ahora un sello inconfundible de mal humor y hosquedad.

La única cosa que les habla sostenido —la profecía del padre D’Ameno— había perdido gran parte de su consuelo después de la llegada de Katrina a Moscú y del transcurso de meses sin que yaciera «blanca e inmóvil en los jardines del Kremlin». Ni Ana ni Vilhelm querían confesar cuánta esperanza habían puesto en tal vaticinio. Y ahora… ¡parecía estar empezando a realizarse ante sus propios ojos por fin!

El hielo del río se había fundido, y la tierra asomaba ya a trechos a través de la nieve. Los Ejércitos del zar se hallaban ya preparados para avanzar y arrojar a los invasores suecos de Rusia.

—¿Marcharás mañana? —inquirió Katrina.

Era una noche oscura y de ventolera, y las corrientes de aire del Kremlin hacían oscilar las velas. El zar se hallaba junto al fuego de su despacho, fumando, preocupado, su pipa.

—Me hubiese marchado hace tres años, qué diablo —dijo—, de haber podido encontrar a ese maldito hijo mío.

Durante muchos días, los mensajeros del zar había registrado en vano Moscú buscando al príncipe Alexis, que debía haber acompañado a su padre en aquella campaña y que, a última hora, como tenía por costumbre, se había escondido. En Moscú, todo el mundo sabía que el príncipe Alexis era un cobarde.

Katrina le pasó la mano con dulzura por él cuello y se sentó junto a él sobre el ancho brazo de su sillón, favorito. Quería hacerle sonreír. Hubiese golpeado de buena gana a Alexis por los chascos que le daba al soberano.

—Llévame a mí en su lugar —le instó, intentando hacer que sonara alegre su voz—. Llévate a tu pequeño húsar. Enséñame a mí todo lo que hubieras querido enseñarle a Alexis.

El zar siguió con la mirada la línea de la boquilla blanca de su pipa de arcilla.

—Eso no sería llevar a mí hijo —gruñó.

Katrina sonrió, royendo un trozo de naranja cristalizada.

—En cierto modo, pudiera equivaler a llevarte a tu hijo —anunció ella, con calma.

Durante un largo instante el soberano permaneció inmóvil, sin darse cuenta del significado de lo que la muchacha había dicho. Luego se irguió bruscamente, vaciándole la caja de dulces por el vestido. Se le cayó la pipa y se hizo trizas; pero no se fijó en ninguna de estas cosas. El príncipe Menshikof, que había estado estudiando mapas de la campaña a la mesa del zar, alzó rápidamente la mirada y fijó en Katrina los ojos penetrantes, grises. El zar tiró de ella y la hizo sentársele en las rodillas. Sus rostro, lleno de melancolía antes, brillaba ahora de avidez y orgullo.

—¿Es eso verdad, Kitty? Has de saberlo a ciencia cierta… Alec, trae a uno de esos malditos médicos… Esto es cosa que ellos entienden.

—Estarán todos en la cama —respondió, plácidamente, el príncipe—. Y, en cualquier caso, no te hace falta un médico, Kitty lo sabe.

—¡Al diablo contigo! —bramó con exasperación Pedro—. ¡Tráeme un médico, maldita sea tu estampa! ¡Saca a uno de la cama!

Al ponerse Menshikof en pie sonriente y encaminarse a la puerta, el zar gritó:

—Si esta criatura se pareciera a ti, pastelero, te haría…

Menshikof le sonrió de nuevo, desde la puerta.

—Lástima —dijo—; pero resultaría un verdadero milagro que se pareciese a estas alturas…

Cerró rápidamente la puerta y la copa que le había tirado Pedro se estrelló contra ella.

El zar asió a Katrina, la alzó en vilo, triunfal, y volvió a ponerla luego en el suelo, con sumo cuidado. Ella le miró, riendo.

—Conque ¿puedo acompañarte? Deseaba, con toda su alma, acompañarle en aquella campaña. Él movió negativamente la cabeza.

—No, Kitty. Esta vez te quedarás aquí.

Se notó en la voz de ella el desencanto.

—El tener un bebé no es tan difícil —anunció enfurruñada—. No vendrá antes del verano.

—Te quedarás aquí —aseguró el zar, con firmeza. Se inclinó y le dio un beso.

—Dios te bendiga, pequeña Kitushka —dijo, con fervor—, has de tener cuidado de mi hijo.

—¿Y si fuese una niña? —inquirió Katrina. El rostro del zar reflejó auténtica sorpresa.

—No digas tonterías —respondió, con voz autoritaria—, ¡claro que será un muchacho!

* * *

—¡Anatema! ¡Anatema!

El canto de maldición surgió de la muchedumbre reunida en la Plaza de Ejecución del Kremlin como burbujas de vapor que estallaran en una hirviente caldera. Un corro de sacerdotes vestidos de negro cantaba alrededor de la hoguera de ejecución. Mazeppa, el caudillo cosaco, se había vuelto traidor en Baturin y estaba siendo excomulgado por la Santa Iglesia.

El verdugo del zar, enfundado en una blusa del color de la sangre, estaba preparando una

efigie para consignarla al fuego. Katrina observaba desde el balcón del Kremlin. El ambiente de los jardines estaba caldeado por el sol primaveral, y ascendía hasta ella el fuerte aroma de las rosas contaminado con acres ráfagas de oscuro humo de la pira que viéndose defraudado del cuerpo de Mazeppa (porque el astuto cosaco se hallaba muy lejos), se disponía a lamer con sus lenguas de fuego al pelele.

—Y cuando Mazeppa muera —anunció Grog, contemplando con fascinados ojos la ceremonia—, no tendrá alma. El hombre excomulgado se ve condenado a volar eternamente de un sitio a otro en forma de vampiro.

—¡Oh, Grog! —protestó la joven, estremeciéndose.

Su criatura se le movió en el vientre, y se lo oprimió con la mano, buscando el emocionante contacto. La primavera había resultado solitaria sin la compañía del zar, ni de Menshikof, ni de la alegre compañía que les rodeaba. Katrina no había hecho ninguna amiga de verdad entre las damas que la servían. Todas ellas eran mujeres caseras, blanduchas y de carne blanca, que comían con la misma avidez que las orugas y rara vez hablaban. No daban muestras de curiosidad ni de envidia, y respondían a todo intento de conversación con balidos y risitas. Los pocos hombres que quedaban eran sacerdotes, guardias de edad madura, o funcionarios de la corte que se ponían a trabajar diligentemente con sus documentos cuando se les acercaba Katrina y sólo alzaban la mirada después de haber pasado ella.

Se alegraba de la compañía de su hijo por nacer. Porque tenía que ser un hijo, un hijo por haber insistido el zar en que lo fuese… El creciente y

gemebundo[22] sonar de «¡Anatema! ¡Anatema!», interrumpió sus pensamientos.

—¡Grog! —dijo—. No sé cómo puedes estar mirando todo eso. Yo voy a darme un paseo por él jardín hasta que termine. ¿Vienes conmigo?

Grog asintió distraído, sin apenas oír lo que había dicho, porque estaba a punto de empezar la parte culminante de la ceremonia. Cada uno de los popes había apagado su vela; empezaban a hojearse los libros de excomunión, y la campana había empezado a tañer consignando el alma de Mazeppa al infierno.

Vilhelm Mons, de pie junto a su hermana en la orilla de la muchedumbre, no había apartado ni un instante la mirada de Katrina mientras estuvo en el balcón acompañada del enano. Ana, ávida de muchedumbres y emociones tras los largos meses de encierro, aún no se había fijado en su rival, y Vilhelm no se molestó en hablarle de su presencia. Sintió despertarse su interés al ver a la muchacha que había logrado el favor del zar.

—Hay algo la mar de atrayente —murmuró—, casi muchachil…

Ana preguntó, sin volver la cabeza:

—¿Qué estás mascullando?

Vestida con sus mejores ropas —a pesar de encontrarse éstas algo deslucidas y no ser el último grito de la moda—, Ana se sentía feliz. Se había pintado la cara con una cuidadosa máscara blanca de pasta de arroz, dibujando sobre ella dos círculos con colorete por las mejillas. De habérsele quitado todo aquello, el rostro de Ana, perfecto en cuanto a estructura, quizás aún hubiese parecido casi hermoso; pero, bajo la fuerte luz del sol, su aspecto era grotesco.

—Estaba contemplando a la bruja de Marienburgo —anunció Vilhelm, en voz bien clara.

Y, sabiendo cuánto le molestaría a su hermana, agregó:

—Ha estado asomada a ese balcón de allá; pero acaba de marchar.

Con una sibilante exclamación de ira, Ana se volvió a mirar al desierto balcón.

—¡Vilhelm, so imbécil! ¡De sobra sabías que deseaba verla!

Recorrió con la mirada las hileras de balcones del Kremlin en busca de su rival y, al cabo de un rato, vio a Katrina que descendía la escalera particular que llegaba al jardín.

—Ya nos ha fastidiado —dijo Vilhelm, con maliciosa sonrisa—. Va a entrar en los jardines, y a nosotros los del pueblo nos está vedada la entrada.

Para Ana, esto era un amargo recordativo de que los jardines del Kremlin habían dejado de ser su campo de distracción personal.

—Pese a ello anunció —¡yo voy a entrar!

Asió con rabia la manga de su hermano, cuidando de agarrar al propio tiempo un pellizco de carne, y le apartó de la muchedumbre.

—¿No te acuerdas ya, so imbécil? —preguntó—. ¿No recuerdas ya la profecía?

Y Vilhelm se quedó boquiabierto.

—¡Dios santo, sí! —exclamó—. ¡En los jardines del Kremlin, claro! Y… ¡la hoguera de la ejecución!

—Dame tu daga —dijo Ana— y aguárdame en el coche.

Sin decir palabra, Vilhelm se quitó la minúscula daga enjoyada de su faja de terciopelo y se la entregó.

Katrina paseó, fresca y contenta, por debajo de los árboles. El zar, que sentía una ansiedad excesiva por la seguridad de su hijo aún no nacido, se hubiera enfurecido de haber visto a Katrina saltar encima de un tronco caído y luego por encima de él, agachándose rápidamente a examinar las flores, o a recoger algún escarabajo. La esperada maternidad no le resultaba una carga. Su ágil cuerpo, a pesar de su esbeltez, tenía la fuerza del de una campesina Caminó con la inofensiva vanidad de todas las jóvenes bien formadas y en perfecto estado de salud, a la que sólo falta un mes para ser madres y creen que apenas puede notarlo nadie.

—Estoy segura de que podría ponerme mi vestido de noche más ajustado si quisiese —se dijo— apenas se notaría la diferencia.

La criatura movió con violencia los pies en el claustro maternal, y Katrina sonrió ante su pujanza.

—¡Da puntapiés, pues! —murmuró, suavemente— ¡da puntapiés y crece fuerte, principito!

El paseo favorito de Katrina conducía a través de una verde cañada hundida, por entre abedules plateados y arbustos en flor. Se hallaban tan lejos del patio público del Kremlin, que Vilhelm Mons, observando desde la ventanilla de su carruaje, sólo podía ver el vestido blanco de Katrina de vez en cuando.

No le era posible ver a su hermana Ana en absoluto. Si aún seguía a Katrina —y Vilhelm era lo bastante cobarde para casi desear que no fuese así— lo estaba haciendo con mucha astucia. Pero, después de todo, Ana conocía aquellos jardines tan bien como si fueran propios, y probablemente habría ido por el camino del muro del huerto para sorprender a Katrina donde no hubiera espectadores. Vilhelm se enjugó el sudor de ansiedad que le humedecía las frías, blancas y bien manicuradas manos.

Katrina no esperaba encontrarse con nadie a lo largo del camino, porque aquella parte del jardín estaba reservada para el zar y sus íntimos amigos. Fue para ella una sorpresa desagradable descubrir al príncipe Alexis sentado encogido en el sendero, con las delgadas piernas extendidas como las de una araña. Quizá fuese el príncipe la persona que menos ganas tenía de ver la joven en tan agradable día veraniego. Además, era evidente que Alexis estaba borracho.

—Pero Alexis —murmuró Katrina, con resignación—, ¿qué estás haciendo aquí?

Siempre le costaba una lucha encontrar agradable al príncipe Alexis; pero era el hijo del zar y, por consiguiente —como con frecuencia tenía que recordarse— corría sangre de Pedro por sus venas y, por amor a ella, Katrina siempre hacía deliberados esfuerzos por incluir al príncipe Alexis entre sus afectos.

El príncipe masculló algo para sí. Tenía caídos los labios, grises y húmedos como babosas, con su carga de vino. No alzó la cabeza al dirigirle Katrina la palabra.

—Vamos —dijo ella—, permíteme que te ayude a levantarte, Alexis.

Y al no contestarle él, insistió:

—¡Alexis! ¡No digas que no me conoces! Alzó la mirada entonces, parpadeó, y se limpió la boca con la manga.

—¿Conocerte? —murmuró, con voz pastosa. Todo el mundo te conoce: la P… de Marienburgo…

Se puso en pie mediante un esfuerzo. Dio un traspié hacia ella, despidiendo olor a vino, y sus huesudos dedos empezaron a darle zarpazos en la pechera del vestido.

Katrina le apartó las manos, con calma. Ya no la enfurecía. Apenas tenía un año menos que ella, pero para Katrina, aún parecía una criatura taimada y cobarde, un instrumento viviente de venganza contra Pedro esgrimido por la depuesta zarina Eudoxia hasta desde la celda de su convento. Mientras el príncipe Alexis viviese, sería como una bofetada en el rostro para el orgullo del Zar. Katrina sabía que era demasiado tarde para hacer nada por remediarlo. Sin embargo, no pudo menos de decirle todas aquellas cosas inútiles que siempre se le decían y que nunca servían para cambiar nada.

—Oh, ¿por qué te vas y te emborrachas así todos los días? Y, ¿por qué no marchaste a la guerra con tu padre? ¿Por qué no quieres probar a ser hombre, Alexis? El zar te ama… ¡Piensa en la de veces que té ha perdonado!

El príncipe frunció el entrecejo. Sacudió la mano delante de la cara para indicar que no deseaba oír nada más. Katrina insistió:

—Esta mañana he recibido nuevos despachos hablando del último éxito de tu padre contra los suecos. Va a volver a casa, Alexis, a reunirse con nosotros dos. Has estado borracho todos los días desde que se marchó, hace cerca de seis meses. Por favor, ¿no quieres hacer un esfuerzo por amor a tu padre?

La ira casi le quitó la borrachera al príncipe.

—Lástima que no haya encontrado la muerte —exclamó—. ¿Por qué no le han matado en esa maldita guerra… para que Rusia pueda vivir de nuevo… allá en su glorioso pasado…?

Se sentó bruscamente en el suelo.

—Me entran ganas de vomitar —dijo.

Y hundió el rostro entre las temblorosas manos.

—Bueno, pues vomita —dijo Katrina.

Y agregó, con la poca paciencia que le quedaba:

—Quizá te sientas mejor después.

Dio media vuelta y corrió unos pasos, tratando de recobrar su alegre humor. Este inesperado movimiento sorprendió a Ana Mons, que aguardaba, silenciosa, tras el recodo del sendero, donde era muy espeso el follaje Tampoco había esperado Ana encontrar al príncipe Alexis en aquella parte del jardín.

Ana y Katrina se encontraron cara a cara, y Katrina se detuvo bruscamente. Al ver a Ana Mons de pie en el centro del camino, mirándola con tan silenciosa malicia, le dio un escalofrío. Ana era más alta, tenía cerca de diez años más, y bajo la implacable luz de aquel sol, su rostro pintado de blanco parecía irreal.

Mientras la miraba, Katrina se dominó, haciéndole su propio valor natural alzar la barbilla.

—¿Quién eres? —preguntó.

Y comprendió cuál era la respuesta a su pregunta aun antes de haberla hecho.

Ana dio unos cuantos pasos que la acercaron a donde se hallaba Katrina. Brillaba el odio en sus ojos.

—¡Conque éste es el amorcillo! —murmuró, arrastrando las sílabas—, ¡cómodamente instalado en su nido!

Sus planes, la cautela que la impulsara a seguir a Katrina a los jardines, el plan que se hubiese trazado al pedirle la daga a Vilhelm, todo se había desvanecido ahora. Aquí estaba su rival, y no tenía Ana temperamento para dejar de insultarla.

—¿Sabes quién soy? —preguntó, alzando ásperamente la voz.

Katrina respondió simplemente:

—No.

Pero estaba tan segura en su fuero interno de quién era, que empezó a dar la vuelta al propio tiempo que negaba. Le había asaltado un temor de una clase que jamás había experimentado antes. Era temor, no por ella misma, sino por la seguridad de la criatura que llevaba en las entrañas.

Ana se movió para cortarle el paso.

—Bueno, pues te lo diré. Soy yo quien debiera estar aquí…, no tú…, ¡so puerca sueca!

Clavó la mirada en la abultada cintura de la muchacha.

—¡Lárgate de aquí! ¿Me has oído? —aulló—. ¡El zar es mío…! ¡Fue mío siempre! ¡Lárgate de aquí…!

—Estoy casada con el zar —anunció Katrina, con toda la firmeza que pudo.

Intentó que su voz sonara dominante, pero vaciló ante la furia de aquella mujer más alta y de mayor edad.

Aquellas palabras, sin embargo, enfurecieron a Ana hasta el punto de hacerla enloquecer. Posó las enjoyadas manos sobre los hombros de Katrina, y la hizo dar, violentamente, la vuelta. Y en aquel instante Katrina vio la delgada hoja de azulado acero levemente más oscuro que el firmamento hacia el que se alzaba. Tuvo tiempo apenas de apartarse con un esguince de la línea directa del golpe, y cayó al suelo, desviándose la hoja por su espalda a lo largo del omóplato. No fue un golpe mortal, aunque sí lo bastante fuerte para arrancarle a Ana el puñal de la mano.

Sin aliento, horrorizada por el agudo dolor, Katrina yació durante un momento inerte. Luego, Ana le dio un puntapié, dirigiendo deliberadamente la punta de su zapato al vientre de la muchacha. La sacudida que esto le produjo la dejó pálida como un cadáver y le cayó la cabeza de lado, como si tuviera roto el cuello. Ana, segura ya de que su rival estaba muerta, dejó a Katrina tirada en el sendero y corrió hacia su coche.

El príncipe Alexis, unos cuantos metros más allá había cesado en sus espasmos al oír alzarse voces femeninas. Pero cuando, tras el breve grito de Katrina hubo silencio, se limpió la boca en la manga y echó a andar, tambaleándose, hacia el Kremlin, sin volver ni una sola vez la cabeza. Habiéndose aligerado de la carga de vino, iba en busca de más. No se hallaba de humor para preocuparse de ninguna otra cosa.

Vilhelm Mons yacía estirado lánguidamente sobre los cojines del coche aguardando a Ana. Estaba tomando precauciones casi cómicas para parecer completamente tranquilo y sin temor. Se había arreglado el cabello y las uñas, y se estaba ahora ahuecando el encaje plateado de los puños de la casaca, fruncido el entrecejo y con la misma perseverancia que si se tratase de un deber a cumplir costara lo que costase en esfuerzo personal y sacrificio.

Cuando Ana subió al carruaje, jadeante y alterada, agrietándosele el espeso maquillaje al acumularse por debajo el sudor del pánico, Vilhelm se enderezó con estudiados movimientos.

—¡Ah! —murmuró, ahogando con los dedos un bostezo artificial—. ¿Lo has hecho?

Ana asintió con un movimiento de cabeza, demasiado seca la garganta para hablar. Hizo un gesto con la mano para indicar que debía darse al cochero la orden de partir. Vilhelm hizo un gesto afirmativo, y al alzar el bastoncillo de puño de oro para dar un golpe como señal al conductor, preguntó:

—¡Te felicito! Y, ¿dónde está mi daga?

Era evidente, por la expresión de Ana, que no la tenía. Vilhelm se quedó como petrificado, con el bastoncillo a mitad del techo del carruaje.

—¿Quieres decirme con eso que te la has dejado? —aulló, desvaneciéndose toda apariencia de calma ya—. ¿Mi daga? Pero… ¡si el zar la conoce! ¡Su tutor me la dio!

—¡Oh, Dios santo! —exclamó la hermana, temblándole la voz.

Vilhelm abrió con violencia la portezuela y, tras echar una alocada mirada a su alrededor para asegurarse de que no había ningún funcionario ni guardia de palacio que pudiese observarle, corrió hacia el jardín, en dirección al punto en que viera el vestido blanco de Katrina por última vez.

El desagradable olor a vino agrio sobre la hierba donde había arrojado el príncipe Alexis le hizo detenerse bruscamente, latiéndole con violencia el corazón, al mismo tiempo que veía el cuerpo de Katrina en el camino un poco más allá. Estaba viva; de eso no cabía la menor duda. Mientras la observaba, se movió levemente y vio brillar la empuñadura de su puñal al empezarse éste a escapar de la poco profunda herida.

Vilhelm se llevó los dedos, alocado, al cabello, escudriñando los cercanos matorrales. El vino arrojado le desconcertaba. ¡Tenía que haber otra persona allí! Vio caer la daga sobre la ensangrentada hierba al intentar incorporarse Katrina. ¡Valiente revoltijo había hecho Ana!

Aquélla era una oportunidad que ni pintada para que completase él la obra que iniciara su hermana, y hubiera podido hacerlo sin el menor peligro, porque el príncipe Alexis estaba cruzando con paso vacilante los cuadros de flores hacia el Kremlin sin pensar ni importarle lo que le hubiese sucedido a Katrina.

Pero Vilhelm vaciló. Era el tipo de hombre absorto en sí mismo capaz de llevar a cabo hazañas de temerario heroísmo ante ojos que le admiraran. Pero sólo en el jardín con su problema, le faltaba decisión. A su manera, le tenía afecto a su hermana, Pero se tenía mucho más afecto a sí mismo.

—¡Al diablo con Ana! —murmuró roncamente. Y avanzó hacia Katrina.

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