Katrina

Katrina


CAPITULO XVII

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DOS correos montados se cruzaron en el polvoriento camino con surcos de ruedas más allá de Kaluga en la carretera de Moscú aquella mañana. Uno de ellos era el comandante Eknof del Estado Mayor personal del zar, que se dirigía al Kremlin con la noticia de la última victoria rusa y órdenes para que se hicieran en la capital preparativos para recibir al victorioso Gran Ejército.

El segundo correo iba inclinado sobre la melena de su caballo con demasiada prisa para detenerse e intercambiar una frase de camaradería con Eknof al encontrarse ambos. Porque la cartera de despachos que le golpeaba la rodilla llevaba el sello del príncipe Romdanovsky, jefe de la policía imperial, y contenía un mensaje para el zar dándole cuenta de lo que le había sucedido a Katrina.

—Que llegue el zar demasiado tarde —le había dicho Romdanovsky a su correo con voz opaca y serena pero preñada de desastrosa amenaza—, y empezaré por partirte la espina dorsal, muchacho, antes de preguntarte los motivos del retraso.

El zar había abandonado él campo y el botín en manos de Sheremetief y cabalgaba hacia Moscú a la cabeza del gran Ejército cuando le alcanzó el correo cubierto de polvo y casi delirante de fatiga. El zar Pedro rompió el sello amarillo y rojo con él pulgar, y absorbió el mensaje de Romdanovsky. Su expresión apenas cambió. En voz casi normal le dijo al mariscal Ogilvy:

—Asume aquí el mando. Ha ocurrido un accidente. Yo me adelantaré hacia el Kremlin.

—¿Se trata de Katrina? —inquirió el príncipe Menshikof con rápida intuición.

Y el despejado Shapirof saltó de su silla diciendo:

—Toma mi montura, Majestad. Ha llevado menos peso que el tuyo y es igualmente alto.

El zar movió afirmativamente la cabeza.

—Gracias, Solly.

Se volvió hacia De Villebois y ordenó:

—François, sígueme con un escuadrón de caballería. Yo cabalgaré a toda marcha… Que se mantengan a mi altura todos los que puedan.

Hizo un gesto con la cabeza hacia Menshikof.

—Ven conmigo, pequeño Alec.

Y al usar el afectuoso diminutivo, su voz se quebró por primera vez.

El príncipe hizo salir a su caballo de la columna, que se movía lentamente, sin decir una palabra, y ambos galoparon en dirección a Moscú con De Villebois y sesenta coraceros de la Guardia Simenof tras ellos.

Durante las setenta millas del recorrido, el zar apenas habló. Cambiaron de caballos dos veces en casas de postas, y en menos de dos horas después de medianoche, los cascos de los caballos de su escolta retumbaban por el pavimento de madera de las calles de la capital.

Un enjambre de damas y azafatas se puso en pie al entrar el soberano en alcoba de Katrina, iluminada con velas. Cuatro médicos de la corte se pusieron en pie de un salto de ansiedad, buscando con la mirada los ojos del zar como para decirle: «¿Lo ves? Estoy aquí…, ¡correctamente en guardia y vigilante!». El zar pasó por entre ellos sin dirigirles ni una sola mirada.

Romdanovsky se hallaba sentado junto al lecho de Katrina. El zar le echó a un lado de un empujón y contempló a su esposa. Los ojos de ésta siguieron cerrados, magullados y oscuros los párpados. Le tocó con suavidad la mano, y los dedos de la inconsciente Katrina asieron, con confianza, los suyos.

—¿Bien? —exigió el zar, Y Romdanovsky contestó, llanamente:

—Ese pisaverde de Mons la trajo del jardín. Jura que fue su hermana quien la apuñaló, y lo creo.

Los gruesos párpados del jefe de policía se entornaron.

—Parece haberle dado un puntapié, por añadidura —agregó, significativamente—. He puesto centinelas en su casa aguardando tus instrucciones.

—¿Ana? —dijo el zar, porque en el despacho no se le había dicho eso.

Romdanovsky y él se miraron.

—¿Quieres a Ana, señor? —inquirió, con calma Romdanovsky.

Y la voz del zar carecía de expresión cuando respondió:

—Sí, Fedor, quiero a Ana. Quiero que se la traiga aquí cargada de cadenas… y desnuda… ¡y esta misma noche!

Ana Mons no había dormido. Se había estado paseando toda la noche por los encortinados salones de su casa, encendidos los ojos de nervioso insomnio.

Sus servidores, apoyados contra las paredes de entrepaños de plata, dormitaban lo mejor que podían con medio ojo clavado en ella. Todas las velas estaban encendidas en la gigantesca araña de cristal que dominaba él vestíbulo de su palacio, y era ya la hora del amanecer. Ana había aguardado toda la noche noticias de su hermano. Ahora ya no le quedaba esperanza de que regresara. Debían de haberle detenido.

Se oyeron las ruedas de un carruaje en el sendero del jardín, y no tintinearon cascabeles. Sólo había un coche así en todo Moscú y era el del Jefe de la Policía Imperial. Ana se sentó rígidamente erguida en uno de los sofás de terciopelo negro, debajo de la araña, y sorbió coñac francés con pintados labios, que luchó por impedir que temblaran.

Entró Romdanovsky, y Ana respiró honda y desesperadamente para serenarse.

—Buenas noches, Fedor —dijo, con calma—. Si buscas a mi hermano Vilhelm, me temo que no lo encontrarás aquí.

Romdanovsky movió la cabeza en señal de asentimiento, e hizo una señal a los tres hombres que habían entrado con él para que permanecieran en guardia junto a la puerta. Todos ellos eran fornidos y morenos, con cabello negro engrasado que colgaba como lana de carnero hasta los musculosos hombros. Llevaban las túnicas amarillo mostaza típicas de la policía del zar, y pantalones negros abombados con las extremidades metidas en botas de estilo cosaco.

Dos de los hombres iban cargados con una bolsa de cuero, que depositaron cuidadosamente en el suelo. Ana la contempló un momento y luego volvió él rostro pintado con colorete hacia el príncipe Romdanovsky de nuevo, dando muestras de aduladora atención.

—Eres muy trasnochadora —dijo el príncipe, con una sonrisa de admiración.

Viéndola sentada allí, con el vestido de raso blanco adherido al cuerpo, Romdanovsky la encontraba innegablemente atractiva. Ana era su tipo. Siempre había envidiado al zar, en secreto, la posesión de Ana Mons. Poseía un físico generoso, una atracción suntuosa, de la que, en opinión del príncipe, carecía Katrina.

Ana no tenía aspecto de saber correr, ni montar a caballo, ni usar uniforme húsar, ni reír alegremente. Ana era flor de invernadero, pertenecía a los espacios cerrados, a la luz de las velas, con música y vino, con rasos blancos y terciopelos negros, como estaba ahora, sentada bajo sus arañas en una atmósfera tan densa de perfume, que casi había que apartarla como si fuese una cortina de abalorios. El príncipe Romdanovsky pensó todo esto mientras la contemplaba. Y Ana, siendo la mujer que era, le leyó los pensamientos. Empezó a surgir en ella la esperanza. Él se sentó, sin que le invitaran, en uno de los sofás de terciopelo negro frente a Ana.

—¿Por qué había de andar yo buscando a tu hermano? —preguntó, suavemente.

Y, ahora, el obeso rostro se había quedado tan sin expresión como una pelota.

—Por favor, Fedor, que no soy idiota —anunció ella.

Romdanovsky inclinó la cabeza en mudo asentimiento. Ana Mons no tenía nada de idiota; eso ya lo sabía.

Ella prosiguió, apresuradamente:

—Vilhelm no ha estado en casa en todo el día. Al anochecer mandas centinelas a mi casa. No entran, pero vigilan. Y mis criados me vienen con historias de que la… —A pesar suyo, Ana tuvo que tragar saliva antes de poder pronunciar la palabra—, de que la zarina Katrina había sido asesinada en los jardines del Kremlin.

—Conque… —insinuó, con paciencia, Romdanovsky.

—Pues… —Ana procuró dominar sus nervios para cometer la traición—, yo…, yo no debiera decirlo, pero…

Romdanovsky le apuntó:

—¿Crees que fue tu hermano Vilhelm el culpable?

—¡Sé que lo hizo Vilhelm! —exclamó Ana. Luego, se llevó las manos a la boca en dramática consternación—. Oh, ¿qué he dicho?

El Jefe de Policía sólo parecía estar escuchando a medias. Su mirada estaba errando, en franca admiración, de la cabellera de Ana hasta las zapatillas de raso con hilos de oro.

—¡Oh, Fedor! —exclamó Ana, y se llevó las manos al pecho—. Merecí mi aprisionamiento. Sabía que había hecho mal. Pero Vilhelm…, le amargó tanto…, odiaba a la bruja… —se corrigió precipitadamente—, a la zarina Katrina.

—Sigue —murmuró Romdanovsky.

Y se arrellanó más cómodamente en el sofá.

—Ayer por la mañana, cuando nos alejábamos en el coche de la plaza del Kremlin, vimos a la zarina andando sola por el jardín. Era la primera vez que Vilhelm y yo la habíamos visto siquiera y… —se le quebrantó la voz—, Vilhelm echó mano de pronto de su daga y saltó del coche, cruzando el jardín a toda velocidad…

—¿Por qué no diste la alarma? —inquirió Romdanovsky.

Los ojos de Ana parecían redondas joyas de azabache de suplicante inocencia al contestar:

—Pero, Fedor…, ¿sabía yo, acaso, que iba a matar a la pobre zarina?

Se santiguó rápidamente.

—Supongo que no —respondió Romdanovsky.

Alargó el brazo y se sirvió una copa del coñac de Ana.

—Te alegrarás de saber —dijo, sorbiendo el licor muy despacio—, que a la zarina no la mataron. No fue más que una leve herida, un pinchazo en el hombro.

Los ojos de párpados gruesos que parecían casi al borde del sueño, no perdieron detalle de la expresión de Ana cuando agregó, mintiendo:

—La zarina está sentada en la cama en estos instantes, preguntando por ti.

—¡Oh, Dios santo! —exclamó la mujer.

Y su rostro la delató con la misma seguridad que una confesión escrita.

—Fedor —balbució—, Fedor…, sé piadoso. Dame una hora para huir… Fuimos casi amantes una vez…

—¿De veras? —respondió Romdanovsky, con interés.

—Te daré cualquier cosa…, cualquier cosa —exclamó Ana—. Mis joyas…

Romdanovsky movió el voluminoso cuerpo en el sofá, e hizo un gesto hacia los tres hombres que aguardaban pacientemente junto a la puerta. Dos de ellos se agacharon a recoger la abultada bolsa. Cuando echaron a andar hacia Ana, oyó ésta un tintineo amortiguado. La mujer contempló la bolsa con aprensión, cerrados los puños.

—Grilletes —explicó el príncipe, suavemente—. Un presente de joyas de hierro macizo de la Policía Imperial.

La mofletuda cara se arrugó en sonrisa casi afectuosa, como la que le dirigiría un tío de edad madura a su sobrina favorita.

—Tengo orden de cargar de cadenas cada uno de tus miembros, querida, y para cuando esté hecho eso —se limpió los labios con un pañuelo grande—, no importará gran cosa lo que estés dispuesta a entregarme.

* * *

El zar Pedro se hallaba sentado junto a la cama de Katrina, acariciándole la febril frente con el dedo. Llevó a cabo esta tarea con toda la suave torpeza de un hombre que intenta quitarle las arrugas a una hoja de papel de estaño. La ira le iba creciendo dentro como un tumor que aguarda la oportunidad para reventar. Pero permaneció inmóvil, conteniéndose, porque Katrina estaba despierta. Llevaba horas revolviéndose con los dolores del parto. Y ahora yacía quieta durante un pequeño intervalo entre dolores, los oblicuos párpados y fuertemente cerrados por encima del denso flequillo de pestañas que las lágrimas habían convertido en negras estalagmitas. Las mangas cortas y abombadas del camisón le daban a los brazos un aspecto de casi insoportable fragilidad. Se alzaba de la cama un calor casi de horno; pero no estaban encendidas las mejillas de la joven. Se acercó un nuevo dolor, y empezó a volver la cabeza de un lado para otro. El zar la acunó en sus brazos, y las manos de Katrina se aferraron a su chaqueta.

—No es nada —susurró—; no es más que… lo que toda mujer tiene que soportar… cuando tiene un bebé.

Y al tirar de ella el dolor se le convulsionaron los hombros, de suerte que la vendada herida del hombro le volvió a sangrar.

El zar no alzó la cabeza cuando el príncipe Romdanovsky entró de puntillas, grotescas las obesas piernas en su cauteloso movimiento.

—Tengo a Ana Mons en el carruaje, fuera, Majestad —susurró—. ¿Es en este cuarto dónde la quieres?

El zar respiró profundamente. Retiró cuidadosamente los dedos de Katrina de su chaqueta y la colocó lo más cómodamente posible. El dolor empezaba a disminuir de nuevo.

—No —dijo él zar—, métela en el cuarto de al lado, Fedor. Estaré allí dentro de unos minutos.

El príncipe Romdanovsky era capaz de las más espantosas crueldades, y, sin embargo, no era cruel por instinto. Los tormentos y la muerte habían formado durante tanto tiempo parte integrante de sus deberes cotidianos, que no le producía ni el menor escrúpulo de conciencia. Pero no buscaba infligir dolor por el gusto de hacerlo, y al ver a Ana Mons arrastrar los encadenados miembros con lenta humillación por la escalera del Kremlin, les había hecho una señal a sus ayudantes para que la ayudasen con la carga. Bastante tiempo había necesitado ya para trasladarla hasta allí, se dijo. No debiera exponerse retraso mayor.

Allá en su casa, Ana había gritado y forcejeado hasta quedar exhausta, mientras le quitaban la ropa y le remachaban las cadenas. Había arañado y mordido. Ana no era de las que sufren con silencio de mártir, ni Romdanovsky por su parte veía razón para que en silencio sufriese.

Conque ahora el grupo avanzó lentamente hacia la alcoba de la zarina, con los tres ayudantes reunidos en torno a Ana Mons como diabólicos caudatarios, sosteniendo el peso de los enormes y brutales eslabones. Aun así apenas podía andar.

Los grilletes eran los de reglamento para un criminal. Gruesas argollas de hierro le rodeaban los tobillos y el cuello, cada una de ellas unida por gruesas cadenas a las demás. Los brazos llevaban por la muñeca una banda de hierro, cuyos pesados eslabones iban soldados a las argollas del cuello y de los pies. El equipo completo debía de pesar por lo menos tanto como el pálido y blando cuerpo de Ana Mons. Resultaba imposible moverse con dignidad, y Ana temblaba de furiosa humillación más bien que de miedo, porque ya era incapaz de sentir terror.

La antecámara del tocador estaba vacía cuando llegaron. Las puertas que conducían a la alcoba en sí se encontraban cerradas. Ana contempló con acerba sensación el cuarto que tan conocido le era. Había escogido ella misma las cortinas blancas y oro de brocado francés, y allá estaba el cojín de la ventana en el que cosiera ella un diseño floral, aún por terminar.

Detrás de las puertas se oía el leve murmullo de voces. Una vez sonó un amortiguado sollozo de dolor y comprendió que lo había proferido Katrina.

En cuanto la hubieron conducido al centro de la estancia, los tres ayudantes soltaron las cadenas y se apartaron de ella. Ana vio reflejada su imagen en uno de los espejos.

En aquel momento, Ana Mons se alegró de las horribles cadenas que caían como festones alrededor de su cuerpo. Habían transcurrido tres años desde que se enfrentara la última vez con el Zar, y por aquél entonces, el zar la había amado de todo corazón. Ana no podía creer que aquello hubiese cambiado ya inalterablemente. Alguna chispa del pasado ardor debía de continuar viva. Ana no sentía ninguna duda acerca de su atractivo. Y ahora, de pie y tan lastimeramente encadenada, confiaba que al verla se sintiese el zar conmovido e inclinado a la clemencia. ¿Debiera arrodillarse ante él, sumisa —se preguntó— o erguirse con los brazos extendidos en súplica? Romdanovsky, observándola con una sonrisa, comprendió perfectamente las intenciones de la mujer. No era deber suyo entremeterse ni en un sentido ni en otro. Si el zar se conmoviese y fuera clemente, Romdanovsky estaba igualmente dispuesto a hacer de Ana Mons lo que el soberano indicase.

Pero al girar el tirador de la puerta y abrirla el chambelán para que pasara el zar, el jefe de los ayudantes de Romdanovsky, sin pensarlo siquiera, siguió el proceder de costumbre, dándole a Ana Mons un empujón que la hizo rodar por el suelo con un ruido tan grande y violento como si se hubiese vaciado un cubo de tuercas y pernos.

Tal fue, por consiguiente, la primera visión que tuvo el zar de su examante: ni de pie ni arrodillada suplicando misericordia, sino a gatas, con él desnudo cuerpo arqueado, y escupiendo y gruñendo como una zorra. El zar contempló, casi sin poderlo creer, el frenético rostro de Ana, el desordenado cabello negro que jamás había visto más que perfectamente peinado, las mejillas espesamente pintadas surcadas de arrugas, la boca embadurnada casi convertida en cuadrado geométrico de apasionada rabia.

La mirada del zar se fijó en todo esto y, si aún sentía en su fuero interno alguna punzada de nostalgia por Ana Mons, ésta dejó de existir en aquel instante.

Quizá fuera esto una misericordia mayor de lo que Ana suponía. Si el zar, al escudriñarse él corazón, hubiese descubierto en él algún resto de afecto por los atractivos de Ana, la hubiese matado como sacrificio personal ofrendado a su esposa, que, en el cuarto vecino, le estaba dando un hijo con tanto peligro y dolor… Pero cuando el zar contempló a Ana se dio cuenta de que había dejado de importarle ya que Ana Mons estuviese muerta o viva.

Y, sin embargo, era preciso hacer justicia. Se volvió hacia Romdanovsky.

—Si mi hijo muere —dijo, porque no podía creer que fuese otra cosa que hijo el aún por nacer—, esta mujer morirá también.

Su mirada erró por la linda salita de Katrina. Si Ana veía en ella señales y huellas suyas, era evidente que no le sucedía lo propio al soberano.

—Consérvala aquí —dijo, bruscamente—. Dejaré entornada la puerta de la alcoba, y puede permanecer ahí, escuchando. Cada vez que Kitty gima, podrá oírlo, como tendré que oírlo yo.

Ana se había repuesto, y le estaba tendiendo los brazos lo mejor que le era posible.

—Pedro, recuerda nuestras noches juntos…

Había confiado hallar las mágicas y melosas palabras que le reconquistaran, y éstas fueron las únicas que le salieron.

El zar dijo, haciendo caso omiso de ella:

—No quiero que a Kitty la turbe ruido alguno. Si esta mujer lo hace, que uno de tus hombres le meta el tacón de su bota en la boca, Fedor.

Romdanovsky asintió, plácidamente, con un movimiento de cabeza, y el zar inició la retirada hacia la alcoba. El zar parecía estar hablando casi para si al regresar.

—Si mi hijo muere, o nace deformado, a esta mujer se la colgará viva por las costillas de un garfio de acero sujeto a su propia lámpara.

Cuatro horas más tarde nació la criatura: un niño minúsculo que brilló, húmedo, a la luz de las velas y del fuego. El zar lo tomó reverentemente en sus cálidas manazas; parecía un duendecillo colorado y lleno de arrugas, caída la cabeza, fuertemente cerrados los ojos y crispados los puños, como si hubiese compartido las angustias del parto.

—¿Vivirá? —le preguntó el zar al médico en un susurro.

Y Katrina sonrió, porque era la primera vez que le oís susurrar al zar.

—Sí, Majestad —respondió el médico principal—, estoy seguro de ello.

—Pero ¡si está tan encendido y arrugado! —protestó Pedro.

—Igual te sucedía a ti, Majestad —anunció una comadrona de cabello blanco, alargando los brazos para quitarle la criatura—. Lo recuerdo bien, porque yo me hallaba presente.

Y entonces sonó la fuerte risa del zar.

—Kitty —dijo, besándole la húmeda frente—. Kitty, ¡éste es un día espléndido para Rusia!

Cuando, después de los primeros momentos de emoción, entró Romdanovsky en la alcoba en busca de instrucciones, el zar no pareció saber al principio de qué le estaba hablando el Jefe de Policía.

—Oh —repuso, vagamente—, extiende una orden de destierro… a cualquier sitio que quieras fuera de Rusia… y yo la firmaré mañana. Y para su hermano también.

—¿Las cadenas, Majestad? —inquirió, con paciencia, el príncipe—. ¿Se las quito ahora?

—¿Eh? —murmuró el zar—. ¿Cadenas? Ah, sí, lo que te dé la gana, Fedor. Pero no andes dando golpes ni martillazos por aquí. Kitty está intentando dormir. —No, Majestad— dijo Romdanovsky. Y el mofletudo rostro carecía de expresión cuando agregó:

—Me la llevaré a mis habitaciones y le quitaré los grilletes allí…

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