Katrina

Katrina


CAPITULO XVIII

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KATRINA asió el poste de la cama con las dos manos y exhaló, obedientemente, el aliento.

—¡Oh, oh! —exclamó—. Vanidad… ¿Vale la pera molestarse?

Grog, con un pie precariamente apoyado sobre una silla dorada del tocador y la rodilla clavada en la espalda de la muchacha, continuó tirando, implacable, de las cintas de la cintura.

—¡Deja de hablar tanto! —ordenó—. Y ¡exhala un poco más!

Y, como si se le ocurriera después:

—Majestad.

Al exhalar la joven sus últimas reservas de aire, el enano tiró de la cinta hasta anclarla en su sitio y la anudó, con aire de triunfo, para que no pudiese ceder ni un milímetro.

Saltó de la silla, reflejando satisfacción su rostro.

—Vaya —dijo—, la misma medida exacta qué antes de tener él hijo.

Katrina se tocó la cintura.

—La única diferencia —rió— ¡es que antes podía respirar!

Tenía encendidas las mejillas y los ojos brillantes al dar la vuelta delante del gran espejo para admirar su vestido nuevo. Estaba hecho al estilo del de una muchacha campesina de Frisia y lo había traído de París un correo especial con una docena de cestas llenas de los últimos perfumes y modas, cruzando toda Europa por ella.

—¡Fijaos! —les dijo Katrina riendo a sus azafatas—. Cuando era una campesina, me hubiera desmayado al ver tanto esplendor.

Las azafatas andaban de un sitio para otro por las habitaciones de Katrina, o estaban sentadas sobre cojines jugando con libros ilustrados o agujas de coser, o trabajaban con tablas de hilas maravillosamente talladas, o estaban ocupadas alechugando las enaguas de Katrina. Acudieron ahora a su llamada reuniéndose en torno suyo, arrullando como tórtolas para ¿expresar su admiración por el vestido?

La joven se sentía más feliz en los últimos tiempos con azafatas. Había logrado escoger a una docena de muchachas de su edad de entre las hijas disponibles de los nobles moscovitas, hasta de lugares tan lejanos como Kazan, Kalgua y Arcángel. Eran muchachas traviesas y alegres y Grog se había nombrado inmediatamente a sí mismo supervisor de las jóvenes de la zarina. Ahora, cada día, cuando andaba entre ellas radiante de grotesco buen humor, la encantada risa de las muchachas le perseguía como el tintineo de cascabeles de plata.

—Señora —llamó una desde la puerta—, ¡tu niño está despierto!

Luego, asustada de su propio atrevimiento, ocultó el ruborizado rostro juvenil tras un abanico de nácar con una risita tonta al pasar por su lado Katrina en dirección a la habitación contigua.

La criatura asomaba por entre las sedas de su cuna en forma de dorada colmena. Los rayos del sol temprano dieron sobre el vestido de Katrina y su brillo hizo que la cara del niño se contrajera en una sonrisa. El pequeño Pedro Segundo, príncipe de Rusia e hijo de una criada sueca, rió y agitó las piernas con alegría.

—¡Mirad! —rió Katrina—. ¡Me conoce! Canturreó palabras de cariño junto a la cuna en la que iban talladas las imágenes de la Virgen y de santos, y que coronaba la feroz águila bicéfala, emblema de la casa real de Rusia. Su alegría de haber dado un hijo al zar no había disminuido con el transcurso de las semanas. Tanto ella como Pedro estaban completamente seguros de que la cara del pequeño era una imagen perfecta de la del propio zar.

—Petrushkin… Petrushkin… —murmuró dulcemente Katrina.

Y el hijo le contestó con un gorgoteo. A los dos meses de edad, aún tenían sus ojos el azul celeste de horizontes lejanos, reflejando —pensó ella— la distancia que había recorrido desde otro mundo.

Grog acudió a su lado, interrumpiendo su enfrascamiento.

—El zar te aguarda para desayunar —dijo—. Y me temo que ha tenido malas noticias. Turquía ha declarado la guerra…

La noticia de que Turquía le había declarado la guerra no le quitó el apetito a Pedro. Se sirvió un enorme vaso de «

schnapps[23]» y

kummel[24].

—Despeja fantásticamente bien la lengua —anunció, vaciándolo de un trago.

Luego, se acercó su acostumbrada fuente con seis huevos y ensalada fresca para «fomentar la producción de jugos gástricos» mientras aguardaba él desayuno.

Katrina se arriesgó a tomar un cauteloso sorbo del fuerte licor, y, como de costumbre, casi la ahogó su fuego. El zar le pasó un cuenco de leche de yegua llena de amarillenta nata.

—Toma —le sonrió—, para que te quites el gusto del licor de la boca.

Bebió ella, agradecida, sirviéndose luego una modesta ración de tres huevos y ensalada para resistir hasta la llegada del desayuno.

Uno por uno, los jefes del Estado Mayor del zar fueron llegando apresuradamente, en respuesta a la urgente llamada que habían recibido.

El príncipe Menshikof, cuyas habitaciones se hallaban junto a las del zar, fue el primero en llegar ajustándose los herretes de oro. Olisqueó con apetito. El zar empujó una silla adelante con el pie, y Menshikof se sentó en ella, alargando la mano, sin necesidad de que le invitaran, en dirección a uno de los pollos asados que acababan de traer.

Shapirof, con la guerrera mal abrochada, saludó y aceptó, melancólico, un vaso de coñac aguado y una rebanada de pan de manzana.

—Los intestinos —suspiró— me están matando.

De Villebois, delgado y de despejada mirada, se sentó a horcajadas sobre un taburete y se trinchó un enorme trozo de lomo de ternera envuelto en tocino que aún siseaba como si se hallara en él fuego.

El mariscal Ogilvy se fue derecho al coñac, y el príncipe Romdanovsky se presentó pisándole los talones.

—Empezaba a desayunar cuando llego tu llamada, Majestad —dijo, quejumbroso—. Tuve que abandonar las más jugosas y sonrosadas costillas de cordero de todo Moscú.

—¿Más jugosas y sonrosadas que ésas? —inquirió el zar, llena la boca, indicando con el cuchillo una fuente de plata que había en el largo trinchante.

Los ojos de Romdanovsky brillaron.

—No hay discusión —repuso, radiante.

Y se sentó delante de la fuente sin vacilar.

Mientras comían y paladeaban coñac francés aromático, que parecía jarabe, gruñó el zar:

—¿Qué vamos a hacer con esos malditos turcos?

Katrina sonrió. Los asuntos de Estado y los consejos de guerra sonaban la mar de impresionantes. Y he aquí a qué se reducían casi siempre en realidad en la corte de Rusia: ¡seis hombres desgreñados con la boca llena! Y, sin embargo, se daba cuenta que bajo aquellas cabelleras precipitadamente peinadas se ocultaban algunos de los cerebros más perspicaces de Europa.

—¿Puede inducírseles a que invadan? —preguntó Shapirof, con la esperanza de poder volver a emplear la estrategia favorita de los rusos de atraer al enemigo país adentro para dejarle luego perecer, en los helados páramos de Rusia.

Pero el príncipe Menshikof sacudió, enfáticamente, la cabeza.

—Los turcos son demasiado listos para invadirnos —dijo—. Se limitarán a asediar nuestros fuertes de Azof y cerrarnos las puertas de Crimea.

Miró a Ogilvy en busca de confirmación, y éste movió afirmativamente la cabeza.

—Así, pues, ¿significará una larga campaña? —suspiró Romdanovsky.

Pero el zar se mostró más optimista.

—Quizá no tan larga, Fedor. El Ejército está preparado, a Dios gracias. Si podemos aprovisionarnos aprisa, tal vez podamos echar a los turcos por completo de los Balcanes. Llamémosla una guerra santa contra los musulmanes, y es probable que la Iglesia pague el gasto.

Menshikof y Chapirof se miraron, sonrientes. ¡Bueno era el zar para no encontrar la manera de conseguir que otros le pagaran las guerras!

—Hemos vencido antes a los turcos —les recordó Pedro, y apenas teníamos ejército siquiera entonces.

—Heno…, paja…, heno…, paja… —cantó suavemente Menshikof.

Y ambos hombree rompieron a reír.

Katrina, que generalmente tenía demasiado sentido común para interrumpir un consejo, no pudo resistir esta vez la tentación.

—¿Qué quiere decir eso de heno y paja?

Al zar no pareció desagradarle contárselo.

—Nuestro primer ejército era una chusma compuesta de siervos y campesinos, Kitty. No distinguían entre derecha e izquierda, conque Alec les hizo atarse un manojo de heno a una pierna, y otro de paja a la otra. Les enseñamos a marchar gritando: «¡heno…, paja!». Y las primeras armas de fuego que la mayoría de ellos había tocado, fueron las que recogieron de los turcos muertos.

—Y, sin embargo, ¿vencisteis? —inquirió Katrina.

El zar hizo un gesto afirmativo.

—Sí, vencimos —dijo, con una sonrisa—. Y volveremos a vencer.

Katrina fue rápida en aprovechar su buen humor.

—Déjame que te acompañe yo esta vez —instó—. ¡Me gusta tan poco tener que estar aguardándote!

El zar meditó sobre esto, frunciendo él entrecejo. La verdad era que le hubiese gustado mucho llevar a Katrina.

—Las guerras nunca son juego de niños —dijo.

Solly Shapirof intervino:

—Majestad, sería una buena manera de conseguir que la Iglesia bendijera tu matrimonio. Cuando regreséis los dos victoriosos de una Santa Cruzada, apenas podrá negarse el Patriarca a bendeciros.

Una sonrisa iluminó él rostro del soberano.

—¡Por san Antonio, que nos acompañarás, Kitty! Bien sabe Dios que poco peligro habrá en realidad… ¡Barreremos a nuestro paso a los turcos como barre él viento a la broza!

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