Joy

Joy


Capítulo 2

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Todo pasa, todo cansa, todo es repugnante. En aquellos tiempos, Joy decía a sus discípulos: «Tomad y comed: este es mi cuerpo». Yo pasaba las páginas de mi biblia, agencia repleta de santas escrituras, de hombres y números de teléfono arrastrados por el viento. Secuencias cortas y repetitivas que encogen el corazón como las mañanas frías en que nos acurrucamos bajo las mantas sin atrevernos a abrir los ojos. Detestaba a mis compañeros nocturnos, eran gritos perdidos, despedidas sin tristeza. En aquellos tiempos, bastaba llevar a Joy a una blanca playa con palmeras para obtener de ella todo lo que podía dar: una especie de pasión propiciada por las condiciones climáticas, la salsa picante del país y la ausencia total de cualquier otra distracción que no fuera el sol durante el día y el amor durante la noche. Los regresos a Roissy eran fúnebres, con pesadas maletas llenas de ropa sucia y recuerdos de pacotilla. Aún no había acabado de ofrecer un «hasta pronto» que significaba «adiós», cuando mi bronceado se tornaba gris bajo la lluvia de la parada de taxis. El fin de una aventura, incluso la más miserable, es una carrera contra reloj que siempre gana el primero que se va; pero yo, como una idiota, siempre me quedo un rato de más, y pierdo porque le doy al otro, al malo, la oportunidad de decirme que me vaya. Entonces, todo vuelve a empezar; la vergonzosa huida con las maletas atiborradas de recuerdos desordenados, el canto de la despedida, la búsqueda del refugio y la espera, la interminable espera.

Con la mirada implorante, acechaba a los transeúntes rezagados buscando una sonrisa, una prueba de que aún existía para todos esos hombres impasibles y odiosos, para todos esos tipos que quería conocer al mismo tiempo para ir más de prisa, para perder menos tiempo, para encontrar algo. Lo intenté todo. Deambulé a lo largo de los sofisticados escaparates de las avenidas burguesas. Visité museos y exposiciones. Cogí el metro a las horas punta. Me senté en la terraza de las cafeterías famosas. Leí los anuncios de Liberation y del Nouvel Observateur. Frecuenté la Sorbona y la Alianza Francesa. Fui a los cines de arte y ensayo. A la filmoteca. Al mercado de las Pulgas a primera hora del sábado. El río Amor transportaba en mí un caudal de pasión. Mi respiración era entrecortada como la del perro al inicio de la cacería. Al menor signo de alerta, me colocaba mis gafas de maestra y dibujaba en mis labios satinados la sonrisa más conmovedora. Necesitaba amar. Estaba dispuesta a todo. Hubiera dado mi vida por un solo hombre, pero los que venían eran todos los demás. Los silenciosos o excesivamente educados que giraban a mi alrededor, los insidiosos que se sentaban en mi mesa escrutándome con brusquedad. Ellos me enseñaron que la mujer disponible se prostituye: espera al cliente, consciente de que tendrá que dar mucho para recibir a cambio una apresurada caricia. Su descaro era indignante.

Se acercaban a mí como a una niña frágil y su mirada codiciosa intentaba descubrir mis encantos ocultos. Calculaban la forma de mis caderas, la firmeza de mis pechos. Mi actitud impúdica, obsequiosa y rebelde me permitía escapar a estos ataques. Recogía mi saco de ilusiones y volvía a alejarme de esa muchedumbre amenazante que bullía a mi alrededor. Acorralada en la soledad por mis indecisas negativas, aislada por mi sublime búsqueda del absoluto, poco a poco me fui alejando de la ciudad y los ruidos. Me encerraba en mi habitación, que olía a té de jazmín, y me acariciaba durante horas, tensa, dolorida, atenta a suscitar el orgasmo inaudito que arrastraría mi obsesión como una violenta corriente. Calculaba el paso del tiempo por el de las sombras que atravesaban el techo. Los riñones destrozados en el borde de la cama, la cabeza perdida entre las almohadas, me ensañaba con mi cuerpo. Conocía todas sus debilidades y me afanaba en atormentarme cruelmente. Sabía irritar mis pezones hasta el límite de lo soportable, rozaba el interior de mis muslos a contrapelo, iniciando un ascenso que finalizaba cuando las yemas de mis dedos sentían el calor de mi sexo. Me embriagaba aspirando sus dulces aromas, paladeando ese sabor denso y persistente, esencia de flores malva y rosadas, que impregnaba mis dedos, deleitándome con ese aceite aturdidor que caía gota a gota sobre las sábanas bordadas donde me refugiaba para llorar de felicidad. Esta doble búsqueda del hombre y de mí misma me obsesionó durante años. Tenía la costumbre de masturbarme desde hacía tanto tiempo que este acto se había convertido en una función indispensable, una necesidad tan profunda que no se me ocurría resistirme a ella. Sentía un deseo brutal de tocar mi cuerpo y tenía que satisfacer esa necesidad al instante. Me desabrochaba la blusa y deslizaba con emoción la mano hasta mis pechos o, a través de la falda, apoyaba imperceptiblemente los dedos sobre la cicatriz de mi sexo. Esta caricia tan natural me producía la misma conmoción que hubiera provocado la posesión más violenta de un extraño.

Estaba enamorada de mí. Por la noche, retrasaba al máximo el instante en que cedería a mí misma. Luchaba para controlar los arrebatos de placer que tensaban mi cuerpo hasta arquearlo. Seguía los caminos que me hacían vibrar, los roces interminables, la presión de una uña en el punto sensible. Me retorcía para colocar mi cuerpo en posturas ultrajantes, me abría hasta el dolor sin poder admirar lo que de este modo ofrecía. Exageraba en mi imaginación delirante el impudor de mi abandono, el resplandor del manantial que fluía por mis muslos. Mis fantasmas me obsequiaban con primeros planos insoportables a los que no me podía resistir. Me cogía con las dos manos y me conducía a la liberación temiendo la violencia de la expulsión que me dejaría derrotada.

Cada día me iba aislando más en esa necesidad de mí. Aquel período fue el más dulce de mi existencia porque nunca me decepcioné.

Le conocí durante una de aquellas etapas de retiro carnal. Desde entonces han transcurrido cuatro años, pero guardo de aquel encuentro un recuerdo tan preciso que puedo reconstruirlo con detalle. Era dieciocho de agosto y estábamos en el entierro de un tío de provincias, en una calle desierta del Père-Lachaise. Un sol abrasador caía sobre los escasos fieles que habían interrumpido sus vacaciones, o simplemente afrontado el calor, para rendir un último homenaje a Gaspard Tulard, un tío de mamá al que yo no había visto nunca pero que había acompañado mi juventud. Hasta donde llegan mis recuerdos, siempre se esgrimió sobre mis rizos rubios la amenaza aterradora:

—Si no te portas bien te llevaré a casa del tío Gaspard.

Asociado al lobo, el tío Gaspard había crecido en mi mente angustiada como un monstruo horrible y cruel. No descubrí la odiosa mentira hasta años después. Una vez que estábamos poniendo en orden algunas cosas, mamá sacó un álbum de fotos, y lo estaba hojeando cuando de repente exclamó:

—¡Mira, el tío Gaspard!

¡Pobre Gaspard Tulard! Durante años lo imaginé cornudo, jorobado, con garras, devorando niños y provocando la desesperación de familias enteras. El tío Gaspard no era nada de todo eso. La amarillenta foto mostraba una frente amplia bajo los escasos cabellos y un vientre firme y orgulloso. Lo encontré patético y misterioso. El chaqué negro caía impecablemente sobre el pantalón a rayas, los botines brillaban sobre la alfombra persa.

La mirada era fascinante. Una mirada que llevaba tan lejos que sentí vértigo. Una mirada que prometía tantas cosas que me produjo desazón. Como me entretenía con esta foto, mamá se acercó a mí y murmuró por encima de mi hombro:

—El tío Gaspard es un bribón. Ha sido la vergüenza y el orgullo de la familia. El orgullo, porque fue el primero de la región en tener coche y todos miraban a la familia salir de paseo los domingos por la mañana. La vergüenza, porque un día, al volver del bar donde iba a tomar el aperitivo con sus amigos de la infancia, le dio un ataque de locura. Abrió una casa de citas. Era soltero, pero aun así…

Gaspard Tulard tenía un burdel. No se encargaba de él, pero había encontrado el medio de asegurar el futuro de su compañera, la «tía». Germaine, montándole una casa a su medida a la salida de Limoges. Había repartido su vida entre Limoges y París, donde tenía negocios en la industria textil. Murió una mañana, en su cama, llamando a Germaine. En los últimos meses, Gaspard había perdido un poco la cabeza; ya no recordaba que Germaine había muerto hacía tiempo, y que su burdel de Limoges estaba cerrado. Pero él no había querido venderlo nunca y el hotel se iba derrumbando lentamente entre las alambradas, en medio de los chalés que habían crecido como hongos a su alrededor. Un día, camino de casa, me paré allí. Abrí la puerta y avancé hacia el salón oscuro donde el papel púrpura y oro caía por todas partes. Los muebles habían dejado marcas en las paredes y se adivinaban armarios imponentes, mesas enceradas, camas mullidas donde habían dormido los huéspedes de mi tío. Un espejo polvoriento disimulaba bajo el azogue los retozos olvidados, y yo imaginaba soñadora las redondas caderas de una campesina ante el fogoso asalto de un achispado personaje importante. Volví a cerrar la puerta de ese mundo perdido, ese paraíso nocturno donde las mujeres esperaban a los hombres conversando en el salón, ataviadas con velos de seda que ocultaban la plenitud de sus formas, lamentando no haber podido, al menos una vez, mezclarme con ellas y esperar ser elegida.

El ataúd descendió entre la tierra reseca. Mamá se abanicaba con la mano. Volví la cabeza hacia las siluetas silenciosas y le vi. Me miraba fijamente, con las manos en los bolsillos de su traje de verano. Su mirada no intentaba agradar. Me observaba con insistencia y me sentí incómoda bajo esa mirada verde. Estiré imperceptiblemente mi cuerpo hacia adelante, fingí estar absorta en la contemplación de la tumba abierta y, lentamente, me volví de nuevo hacia él. Seguía mirándome. Me dije que tenía aspecto de mala persona; sentí deseos de pedirle que nos dejara concentrarnos, que un entierro no era un espectáculo. Lo encontré guapo y tostado por el sol. Mamá se inclinó hacia mí:

—Joy, nos están mirando.

Yo no sabía si se refería a él o a los miembros de la familia, que resoplaban enjugándose la frente. El sacerdote volvió la cabeza hacia nosotras. Él también me miraba. En aquel momento todo el mundo me miraba. El murmullo angustioso de la plegaria llegó hasta mí, me moría de vergüenza. Un deseo irresistible me empujaba a acercarme a ese hombre y hablarle. Pensamientos confusos, que atribuí al calor, invadieron mi mente. Hubiera querido acariciarme, dejar que mis bragas bajaran lentamente por mis muslos y desafiar a ese hombre maldito. Me temblaban las piernas.

—¿Te encuentras mal? —me preguntó mamá.

—Me voy a la sombra —le respondí.

Me aparté del grupo y me apoyé contra un árbol. Cuando me volví, había desaparecido. Lo busqué entre la maraña de cruces y tumbas y le vi alejarse lentamente hacia la salida. Sin reflexionar, me dirigí hacia allí, abandonando sin remordimientos a mamá y al tío Gaspard. Quería a ese hombre, lo necesitaba. El calor era sofocante. Sudaba, y el vestido negro se pegaba a mi cuerpo. Empecé a correr. Una mujer que llevaba un jarrón de pálidas flores en la mano me observó con reproche. Ante la entrada del cementerio deambulaban extraños transeúntes. No presté atención a las miradas que me lanzaron. El hombre se paró delante de un coche negro y se subió en él antes de que yo pudiera cruzar. Cuando me vio, una maligna sonrisa iluminó su rostro y me hizo un gesto burlón que me dejó paralizada de vergüenza. Había entendido lo que yo quería y saboreaba su victoria, su doble victoria. Arrancó lentamente, mirándome a los ojos; el mensaje estaba claro: «No me gustan las mujeres que eligen».

Nunca había sufrido semejante afrenta. El coche negro se escurrió entre dos autobuses y desapareció. Regresé al cementerio, humillada y furiosa, aterrorizada por la idea de no volverle a ver. Me perdí en el recto trazado de calles donde el sofocante calor transportaba efluvios de flores marchitas. Detrás de un mausoleo percibí una sombra que se escondía tras una cruz de mármol negro. Al llegar allí, aminoré el paso y descubrí a un tipo alto, de aspecto agradable y con el cabello rizado, que me miraba con ojos turbadores. Creí que se encontraba mal, a causa del calor o de una insolación, y me acerqué, amable y servicial, mientras me ponía las gafas.

—¿Se encuentra mal? ¿Necesita algo?

El tipo me miró con sorpresa y bajó los ojos. Seguí su mirada y descubrí su sexo, fuera de los tejanos, que masturbaba con violencia. Di un paso atrás, aunque sin dejar de mirar fijamente lo que exhibía ante mí. Aceleró el ritmo de su movimiento y sacudí la cabeza con tristeza. Su mirada era suplicante. No sé por qué, me quedé hasta el final, hasta que se corrió suspirando como un niño, con tanta violencia que mi vestido negro recibió el homenaje de su placer. Permaneció ante mí, apretando su sexo con la mano, intentando averiguar lo que su exhibición había provocado. Me habría gustado hablarle, explicarle que yo sentía deseos parecidos a los suyos, necesidades irreprimibles de ser observada, que soñaba con autobuses llenos de hombres silenciosos que se veían obligados a mirarme sin realizar el menor movimiento. Habría podido confesarle que todas las noches cedía al placer, que comprendía. Pero no dije nada, solo murmuré:

—Es una pena…

Me fui, dedicándole la triste sonrisa de los cómplices impotentes, y él permaneció apoyado en el mausoleo, estrechando fuertemente su sexo con la mano, infeliz y decepcionado.

El tío Gaspard ya estaba cubierto de tierra. Seguramente, andaría buscando ya los mejores rincones de allá abajo, y es posible incluso que hubiera encontrado un alma pelirroja y complaciente que le mostrara los espacios ilimitados.

Mamá y yo subimos en una limusina negra que nos condujo hasta casa. Gaspard Tulard había previsto todos los detalles de su entierro, sin olvidar el menú del almuerzo, las limusinas o los regalos de despedida. Todos los que le habían acompañado al cementerio recibieron un paquete negro anudado con una cinta negra. El mío contenía una carta y una llave: «Hija mía, sé que eres guapa y te quiero desde hace mucho tiempo. No pierdas esta llave, te permitirá acceder a un tesoro inestimable, a un secreto que no he compartido nunca con nadie y que había reservado para ti».

Guardé la fabulosa llave en el monedero de cocodrilo de mi comunión, que nunca abro por miedo a romperlo. Tenía una cita con el tío Gaspard, pero ¿dónde y cuándo se produciría?

Por la noche, mamá regresó a Ginebra.

Me fui a cenar con Irina y Margopierre, dos chicas a las que adoro y que me quieren con locura. Devoré dulces y desconocidos manjares, bebí brebajes tibios, probé frutos misteriosos. La cabeza me daba vueltas, pero Margopierre me arrastró hasta el 78, donde había quedado con la horda habitual de hombres que intentaba obtener sus favores. Margopierre es suntuosa, alta, rubia, nerviosa y enérgica como un cachorro, de piernas largas, pechos pequeños y nalgas redondas como manzanas. Es guapa, lo sabe y se lo hace pagar caro a los que la persiguen. Cuando bebe demasiado, se enamora de mí y se pasa horas lamiendo el lóbulo de mis orejas y murmurando barbaridades que me hacen reír y palpitar a la vez. Por ejemplo:

—Mi vida, mi trigo, sueño con mojar tu cuerpo, quiero ser tu marea alta, revolcarme contigo. Joy, dime que sí, ríndete, serás mi prisionera, te castigaré del modo más cruel, me ensañaré contigo, me pedirás perdón, pero yo no tendré piedad y te haré morir, morir, ¿me oyes? Joy vida mía, Joy amor mío…

Me besó en la boca, rozándome apenas con sus labios ardientes. Me gustó ese beso. Tenía la sensación de ser observada, lo que me excitó más, y devolví a Margopierre su beso apasionado. Cuando abrí los ojos, le vi ante mí. Estaba de pie, con las manos en los bolsillos, su sonrisa burlona provocándome con insolencia. Margopierre apretó con fuerza mi mano entre las suyas.

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