Joy

Joy


Capítulo 3

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Había llegado el momento. Debía luchar y morir. El enemigo que evitaba desde hacía tantos años, me plantaba cara empuñando el arma. Ese instante temible se manifestó en todo su horror. La agitada multitud del 78 pululaba a mi alrededor. Margopierre se acercó a Irina y se puso a hablar con ella. Él avanzó hacia mí y me tendió la mano.

—Me llamo Marc. Lo sé todo de usted. Yenga conmigo.

Bienvenidos los machos, los falos, los títeres. Meneé imperceptiblemente la cabeza, y mi mirada enloquecida intentó replicar: «Pero si no le conozco de nada».

—Joy, desde esta mañana solo pienso en usted. La he buscado por todo París, sabía que la encontraría. Venga.

Cuando su mano entró en contacto conmigo, abandoné toda resistencia y me dejé conducir hacia la salida. Permanecimos un momento inmóviles, respirando el aire cálido que barría los Campos Elíseos. Marc me miraba con insistencia.

—Usted no es guapa, es peor. Por desgracia, eso no me afecta.

Recobré las fuerzas, conseguí sonreír y esperé las frases inevitables, el error fatal que rompería el encanto.

—¿Qué encuentras en estos sitios? Se ven siempre los mismos dramas, la misma soledad. ¿Qué buscas? No te imaginaba entre la multitud. Pensaba en ti como en alguien solitario, aislado, apartado del mundo, y te encuentro entre un barullo horroroso.

No dije nada e hice un gesto de enfado.

—Perdóname. Tenía ganas de hablar contigo, pero no sé qué decirte. Te acompaño.

Se alejó de mal humor y abrió la puerta de su coche negro.

—Sube.

Me senté, temerosa de caer en una trampa, tensa, incómoda, súbitamente desilusionada. Puso en marcha el motor y arrancó haciendo chirriar los neumáticos con chulería. Tenía las mandíbulas apretadas y miraba fijamente hacia adelante, como si yo no existiera. Descubrí con sorpresa que cogía el camino más corto para llevarme a casa.

—¿Cómo sabe dónde vivo? —le pregunté con voz de ultratumba.

Sonrió sin responderme, y no pronunció ni una sola palabra hasta que se detuvo delante de mi puerta. Entonces se inclinó, me besó la mano, me miró con gravedad y dijo:

—Te esperaré.

Abrió la puerta, me acompañó hasta la entrada, encontró inmediatamente el interruptor de la luz y se fue. Le vi sentarse y encender un cigarrillo. El ascensor me condujo a mi pesar hasta el silencioso estudio donde se refugiaban mis fantasmas. Dejé mi bolso en el sillón, empecé a desnudarme y, no pudiendo resistir por más tiempo, me precipité a la ventana. El coche negro seguía estando allí, envuelto en una aureola de humo azul que se arremolinaba en la noche. Me di el baño más largo, cálido y perfumado de toda mi existencia, arreglé mis cabellos, me desmaquillé con una lentitud exasperante y corrí de nuevo a la ventana. Seguía estando allí. Me deslicé entre las frescas sábanas, estuve un siglo dando vueltas para encontrar la postura adecuada, contemplé con terror las agujas de mi despertador que se acercaban a la madrugada. A las tres, seguía estando allí, pequeño coche negro inmóvil. Yo no merecía eso. Me puse unos tejanos y una camiseta, golpeé la puerta del ascensor que no quería abrirse, me dirigí hacia el coche con aire autoritario y decidido, y abrí bruscamente su portezuela.

—Está bien. Ya vale. O se va, o sube.

Me miró con ojos enrojecidos y melancólicos como los de un perro.

—Gracias, Joy.

Me siguió despacio, lanzándome furtivas miradas que me irritaban. Ahora tenía miedo, miedo de que las cosas no sucedieran como yo quería.

Mi corazón latía como si los enormes órganos de Saint Eustache estuvieran tocando la Toccata de Bach. Lo que más temo, la primera vez, es la media hora de vacilaciones, de roces, las frases inacabadas y las miradas evasivas, toda esa tensión impuesta por veinte siglos de burguesía decadente. No quería que estropeara mi sueño con alguna torpeza, que matara mi deseo, que malograra ese momento que esperaba con desesperación desde hacía mil años. Si no actuaba con rapidez, empezaría a hacer comentarios sobre el bonito color de la moqueta o la encantadora decoración del apartamento. Entonces, eché mis cosas en un sillón, me quité el reloj —porque no soporto llevar reloj mientras lo hago— y me desnudé. Me despojé brutalmente de la camiseta, tirándome de los cabellos, me desabroché el tejano y me lo bajé al mismo tiempo que las bragas. Permanecí de pie, inmóvil, pretendiendo ignorarle. Su mirada erizaba mi piel. Me miraba de arriba abajo murmurando:

—¡Dios mío, qué hermosa eres!

Se acercó a mí. Su mano tardó una hora en llegar hasta mis pechos, y desde el momento en que me tocó supe que iba a vivir un gran momento. Para evitar las efusiones, me estiré en la cama con las piernas separadas para que pudiera ver mi sexo. Se recreó detenidamente y yo hacía verdaderos esfuerzos para no impacientarme mientras se quitaba la ropa. Cuando un hombre se desnuda casi nunca es elegante, suele ser torpe y patoso. Puso la mano en el surco de mi espalda, en el sitio insoportable, di un grito. Pequeñas y malignas uñas me rozaron. Me acarició con la yema de los dedos, recorrió con infinita lentitud el surco de mis nalgas hasta el límite de mi sexo. Con un evidente sentido de la crueldad, se paró justo al borde, ignorando el movimiento de mis caderas. Después, tras una breve pausa, volvió a empezar lejos del lugar donde yo le esperaba. El exasperante roce serpenteó por mis hombros sin olvidar ninguno de los puntos, sin embargo secretos, que me hacen estremecer. Luego, continuó descendiendo hacia mi sexo, pasando por las caderas, y llegó hasta el pubis, que se incendió. Repitió esta maniobra veinte veces —yo apretaba los labios para no gritar— y después la otra mano comenzó a actuar en mis pechos, pellizcando los pezones con las uñas hasta hacerlos sangrar.

Un escalofrío me invadió y me giré de forma que no pudiera evitar por más tiempo mi ávido sexo. Sus dedos me penetraron. Pequeños bichos afilados hormigueaban en mi interior, me arañaban suavemente para evaluar mi sensibilidad. Después, los dedos mojados se convirtieron en ganchos que ejecutaron un vaivén lento y profundo hasta que proferí el primer grito. Toda su mano intentaba penetrarme; quise rechazarle, pero su boca me aspiró y me quedé sin fuerzas para defenderme. Hacía de mí lo que quería, me dejaba llegar hasta el punto álgido, de repente se paraba y, cuando mi excitación decaía, volvía a tomar posesión de mí, haciéndome mucho daño. Al enderezarse, un temblor nervioso se apoderó de mí, contuve la respiración y me invadió algo aterrador, una sensación de calor y frío al mismo tiempo, y esa fuerza terrible que me amoldaba a su volumen y me devoraba. Llegó hasta el fondo de mí y, cuando me hubo poseído, se quedó inmóvil. Levantó mi cabeza cogiéndome del cabello, me obligó a mirarle a los ojos y, solo entonces, empezó a moverse. Cada movimiento provocaba un gemido mío, pero sus movimientos eran lentos y yo sentía la necesidad de gemir más de prisa; me agarré a su cuerpo, destrocé su camisa abierta, me aferré a él, pellizqué su carne, me confundí con su piel. Pero cuando empezó a notar que le dominaba, se quedó quieto, instalado en lo más profundo de mí, atento y burlón. Me dio un golpe de una violencia increíble, y después otro y otro más. Me sentí mareada, me mordí los dedos llorando y, como una pobre loca que soy, empecé a gritar palabras de amor que no le había dicho nunca a nadie. Me desplomé muerta, asfixiada de felicidad. Salió de mí sin suavidad, frotando su sexo en mi vientre tembloroso. Comprendí con horror lo que quería hacer, le supliqué con la voz ronca:

—Dentro, ven dentro, por favor…

Me miró a los ojos salpicándome con su placer, como si escupiera un insulto. No había gozado de mí, sino de él. Le odiaba, su desprecio me avergonzaba, hubiera deseado tanto sentirlo dentro, mi cuerpo tenía tanta sed, sentía tal necesidad de que me saciara. Mis sienes rechazaban la derrota, el corazón me desgarraba el pecho. Cuando me incorporé, al cabo de un millón de años, despeinada, empapada, dolorida, humillada, le vi marcharse sin decirme una palabra. Cerró la puerta y me quedé con la boca abierta, muerta de vergüenza, enferma. Me negaba a creer que fuera capaz de irse así, sin ni siquiera cogerme la mano, sin una palabra, sin la más mínima mirada a la pobre cosa vieja y fea que se retorcía en la cama.

No pude soportar este abandono y me encontré, al amanecer, en las calles brillantes y resbaladizas, bajo la lluvia glacial que se deslizaba por mi cuello. Mis pasos me condujeron hasta la casa de Margopierre. Su puerta se abrió entre una espesa humareda. Estaba borracha y la numerosa asistencia hacía que en la densa penumbra se estancaran los olores almizclados de la fatiga y de los alientos ardientes. Margopierre me miró los labios.

—Cachorrito mío, estás temblando, tienes frío, ven que te calentaré, te lameré, ven a mi noche, te estaba esperando, bestezuela, ratita mía…

La rechacé con verdadera irritación y me sumergí en la oscuridad de la casa. Risas contenidas saludaron mi entrada en el país de las sombras. Manos furtivas se estrecharon contra mí, sus dedos acariciaron mis pechos, rozaron mi vientre convulso. Voces irreconocibles me llamaban.

—Hola, Joy, ¿qué buscas, cielo, a mí?

Entonaciones andróginas, insinuaciones febriles, segundas intenciones y risas desgarradoras. Alguien me atrajo hacia la mullida profundidad de un sofá que me engulló lentamente, como cuando se inunda un mar en calma en una noche de amor apasionado. Margopierre encontró mi rastro y se situó junto a mí.

—Bebe amor mío, Joy, cariño, bebe y olvida tus miedos…

El lirismo de Margopierre era insoportable. Me bebí de un trago una copa de licor áspero y denso y escuché palabras susurradas en mi oído sin llegarlas a entender.

—Pequeña viciosa, yo sé por qué has venido, déjate llevar…

Mi interlocutor anónimo comenzó a subirme el jersey por encima del pecho. Toqueteó mis senos, concentrándose en excitar los pezones, que estaban dócilmente dormidos. Las fibras nerviosas que unen mis pechos a mi sexo salieron de su sopor y arqueé el cuerpo para experimentar más intensamente la sensación. Me desabroché los téjanos, impaciente por conocer los dedos que iban a herir mis carnes. La oscuridad era tan densa que los latidos de mi deseo se proyectaban ante mí en un inmenso espectro luminoso. La mano rugosa del hombre tocó mi sexo aún sensible y fue descendiendo con suavidad hasta dar con otro orificio. Mientras su hábil dedo se adentraba imperceptiblemente, me recitó un extraño poema:

El humo del eucaliptus

suavizaba la esencia del aire,

pero una hoja de croco

cayó sobre el diván…

Su dedo se hundía irremediablemente; me doblé para facilitar esa sabrosa intromisión.

La coloqué en el terebinto,

un árbol venido de ultramar,

su boca sabía a absenta

pero sus besos eran amargos…

Llegó hasta el fondo y empezó a dar vueltas lentamente, como si quisiera ensanchar lo que poseía.

Su boca mojó mis pechos, mis caderas, y cubrió mi clítoris tenso. El dedo se agitaba cada vez con más rapidez. Sin que pudiera defenderme, dos relámpagos cegadores me deslumbraron. La boca ahora húmeda alcanzó mi rostro.

Este segundo fulgurante

acabó con un ruido infernal;

el choque de una hoja agonizante

cayendo sobre el diván.

Alguien se puso a reír. La llama de una cerilla ahuyentó las sombras y me levanté bruscamente. Margopierre lloraba en silencio. Me vestí con premura y me dirigí hacia la salida. Detrás de mí, se hizo el silencio, y la voz profirió burlona:

—¡Adiós, Joy, pequeña puerca enamorada!

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