Inferno

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Capítulo 21

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Scusi! —le dijo Robert Langdon al grupo de estudiantes—. Scusate!

Todos se volvieron y él hizo ver que miraba a su alrededor como si fuera un turista.

Dov’è l’Istituto Statale d’Arte? —preguntó en un italiano chapurreado.

Un joven tatuado le dio una calada a su cigarrillo y respondió con sarcasmo:

Non parliamo italiano —dijo con acento francés.

Una de las chicas reprendió a su amigo y le señaló a Langdon una larga pared que había cerca de la Porta Romana.

Più avanti, sempre dritto.

«Todo recto», tradujo mentalmente Langdon.

Grazie.

Tal y como le había indicado Langdon, Sienna salió de detrás del sanitario portátil y se acercó al grupo. Cuando la esbelta mujer de treinta y dos años llegó a su lado, él se volvió hacia ella y le colocó una mano en el hombro.

—Esta es mi hermana, Sienna. Es profesora de arte.

—A esta profesora sí que me la tiraría —dijo en voz baja el chico tatuado, y provocó con ello la risa de los otros chicos.

Langdon los ignoró.

—Estamos en Florencia informándonos sobre posibles centros en los que dar clase durante un año en el extranjero. ¿Podéis acompañarnos?

Ma certo —dijo la chica con una sonrisa.

En cuanto el grupo comenzó a caminar hacia la Porta Romana, Sienna se puso a charlar con los estudiantes y Langdon se metió entre los jóvenes para intentar pasar desapercibido.

«Busca y hallarás», pensó. El corazón le comenzó a latir con fuerza al repasar mentalmente los diez fosos del Malebolge.

Catrovacer. Langdon había caído en la cuenta de que estas diez letras constituían la esencia de uno de los misterios más enigmáticos de la historia del arte. Un antiguo acertijo que nunca había sido solucionado. En 1563, las diez letras fueron utilizadas para escribir un mensaje en clave en lo alto de un mural que hay en el célebre Palazzo Vecchio de Florencia, a doce metros del suelo. Apenas visible sin binoculares, el mensaje había permanecido oculto durante siglos hasta que fue descubierto en la década de 1970 por un experto, ahora famoso, que se había pasado mucho tiempo desde entonces intentando descifrar su significado. Pero a pesar de numerosas teorías, seguía siendo un enigma.

Para Langdon, los códigos eran un terreno familiar; un puerto seguro en medio de ese mar extraño y agitado en el que se encontraba. Al fin y al cabo, la historia del arte y los secretos antiguos eran su especialidad, no los tubos de riesgo biológico y las armas de fuego.

Más coches de policía llegaron a la Porta Romana.

—Dios mío —dijo el chico tatuado—. La persona a la que están buscando debe de haber hecho algo terrible.

El grupo llegó a la puerta principal del instituto, donde se habían congregado una gran cantidad de alumnos para ver lo que sucedía en la calle. El malpagado guardia de seguridad de la escuela comprobaba con desgana las identificaciones de los chicos que entraban, pero claramente estaba más interesado en la operación policial.

Un fuerte frenazo resonó por la piazza y Langdon advirtió que acababa de llegar una familiar furgoneta negra.

No necesitó echar un segundo vistazo.

Sin decir palabra, él y Sienna aprovecharon la ocasión y cruzaron la puerta con sus nuevos amigos.

El sendero de entrada al Istituto Statale d’Arte era increíblemente hermoso, de apariencia casi regia. Unos robles enormes lo bordeaban a cada lado, creando una especie de dosel que enmarcaba el edificio del fondo: una enorme estructura de color amarillo desvaído, con un triple pórtico y una amplia extensión ovalada de césped enfrente.

Langdon sabía que, como tantos otros de la ciudad, el edificio había sido un encargo de la misma ilustre dinastía que había dominado la política florentina durante los siglos XV, XVI y XVII.

«Los Medici».

El nombre mismo se había convertido en todo un símbolo de Florencia. Durante tres siglos, la casa de los Medici amasó una riqueza y una influencia incalculables. Además de fundar la institución financiera más importante de toda Europa en esa época, aportaron al mundo cuatro papas y dos reinas de Francia. Aún hoy en día, los bancos modernos utilizan el método de contabilidad inventado por los Medici: el sistema de partida doble.

El mayor legado de esta familia, sin embargo, no había tenido lugar en el ámbito de las finanzas ni en el de la política, sino en el del arte. Posiblemente se trataba de los mecenas más pródigos jamás conocidos en la historia del arte, y la generosa serie de encargos que realizaron impulsó el Renacimiento. La lista de artistas que recibieron su mecenazgo iba de Leonardo da Vinci a Galileo, pasando por Botticelli (el cuadro más famoso de este último, El nacimiento de Venus, se debía a un encargo de Lorenzo de Medici, que quiso regalarle a su primo por su boda una pintura sexual y provocativa para que la colgara sobre la cama marital).

Lorenzo de Medici —conocido en su día como Lorenzo el Magnífico por su generosidad— fue él mismo un consumado artista y se decía que tenía un gran ojo. En 1489, por ejemplo, se encaprichó con la obra de un joven escultor florentino e invitó al muchacho a vivir en el palacio Medici para que pudiera practicar su oficio rodeado de arte, poesía y cultura. Bajo la tutela de Lorenzo, el adolescente prosperó y terminaría realizando dos de las esculturas más celebradas de toda la historia: la Pietà y el David. Actualmente le conocemos como Miguel Ángel, un gigante creativo que se considera el mayor regalo de los Medici a la humanidad.

Teniendo en cuenta la pasión de esta familia por el arte, Langdon imaginaba que les alegraría saber que el edificio que ahora tenía delante, en su inicio concebido como su establo principal, había sido reconvertido en el vibrante instituto artístico. Ese tranquilo emplazamiento, que ahora inspiraba a jóvenes artistas, había sido escogido específicamente para construir los establos debido a su proximidad con una de las zonas para pasear más hermosas de toda Florencia.

«Los jardines Boboli».

Langdon echó un vistazo a la izquierda y vio las copas de los árboles que asomaban por encima de un alto muro. La vasta extensión de estos jardines era una popular atracción turística. No dudaba que, si conseguían entrar ahí, podrían rodear la Porta Romana sin que los descubrieran. Al fin y al cabo, el espacio que ocupaban era enorme, y no faltaban escondites (bosques, laberintos, grutas, ninfeos). Y, lo que era más importante, si atravesaban los jardines llegarían directamente al Palazzo Pitti, la fortaleza de piedra que antaño fue la sede principal del gran ducado de los Medici, y cuyas ciento cuarenta habitaciones se habían convertido en una de las atracciones turísticas más visitadas de la ciudad.

«Si llegamos al Palazzo Pitti —pensó Langdon—, el puente que conduce al centro de la ciudad estará a tiro de piedra».

Se acercó con tranquilidad al alto muro.

—¿Cómo podemos entrar a los jardines? —preguntó—. Me encantaría enseñárselos a mi hermana antes de ir al instituto.

El chico tatuado negó con la cabeza.

—Desde aquí no se puede. La entrada se encuentra en el Palazzo Pitti. Tendréis que ir por la Porta Romana.

—¡Anda ya! —soltó Sienna.

Todo el mundo se volvió hacia ella y se la quedó mirando, Langdon incluido.

—¿Me estás diciendo que no os coláis nunca a los jardines para fumar hierba y hacer el tonto? —dijo a los estudiantes con una sonrisa de complicidad y sin dejar de acariciarse el cabello.

Todos los chicos intercambiaron miradas y estallaron en carcajadas.

El muchacho tatuado parecía ahora completamente encandilado.

—Señora, sin duda usted debería dar clase aquí. —Acompañó a Sienna a un lateral del edificio y le señaló la zona de aparcamiento que había detrás de una esquina—. ¿Ve ese cobertizo a la izquierda? En la parte posterior hay una vieja plataforma. Suba al techo y desde ahí podrá saltar al otro lado del muro.

Sienna ya se había puesto en marcha. Miró por encima del hombro a Langdon y le dijo burlonamente:

—Vamos, Bob, a no ser que seas demasiado viejo para saltar un muro.

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