Inferno

Inferno


Capítulo 22

Página 27 de 112

22

La mujer del cabello plateado apoyó la cabeza contra la ventanilla a prueba de balas y cerró los ojos. Tenía la sensación de que todo daba vueltas a su alrededor. Las drogas que le habían dado la habían indispuesto.

«Necesito atención médica», pensó.

Aun así, las órdenes del guardia armado que estaba a su lado eran estrictas: las necesidades de la mujer debían ser ignoradas hasta que la tarea hubiera sido completada con éxito. Y, a juzgar por el caos que había alrededor, estaba claro que eso no iba a ser pronto.

El mareo iba en aumento y ahora le costaba respirar. Tras contener una nueva oleada de náuseas, se preguntó cómo había llegado a esa surreal encrucijada. En su actual estado, averiguar la respuesta era una tarea demasiado compleja, pero sin duda sabía dónde había comenzado todo.

«Nueva York. Dos años atrás».

Había volado a Manhattan desde Ginebra, donde trabajaba como directora de la Organización Mundial de la Salud, un puesto altamente codiciado y prestigioso que ocupaba desde hacía casi una década. Como especialista en enfermedades contagiosas y epidemiología, había sido invitada a las Naciones Unidas para dar una conferencia sobre la amenaza de las pandemias en los países del Tercer Mundo. Su charla fue optimista y tranquilizadora. Había presentado varios sistemas nuevos de detección temprana y planes de tratamiento diseñados por la Organización Mundial de la Salud y otras instituciones, y al terminar recibió una gran ovación.

Después de la conferencia, mientras se encontraba en el vestíbulo charlando con algunos especialistas, un empleado de las Naciones Unidas con una insignia diplomática de alto nivel se acercó a ella e interrumpió la conversación.

—Doctora Sinskey, alguien del Consejo de Relaciones Exteriores quiere hablar con usted. Un coche la espera fuera.

Desconcertada y un poco enervada, la doctora Elizabeth Sinskey se disculpó y agarró su maleta. Mientras su limusina recorría la Primera Avenida, comenzó a sentirse extrañamente inquieta.

«¿El Consejo de Relaciones Exteriores?».

Como muchos otros, Elizabeth Sinskey había oído los rumores.

Fundado en la década de 1920 como un comité de expertos privado, el CRE había contado entre sus miembros pasados casi con todos los secretarios de Estado del gobierno estadounidense, más de media docena de presidentes, la mayoría de los jefes de la CIA y diversos senadores y jueces, así como leyendas dinásticas como los Morgan, los Rothschild y los Rockefeller. La capacidad intelectual, la influencia política y la riqueza sin parangón de sus miembros había otorgado al Consejo de Relaciones Exteriores la reputación de «el club privado más influyente de la faz de la Tierra».

Como directora de la Organización Mundial de la Salud, Elizabeth estaba acostumbrada a relacionarse con personas importantes. Su larga trayectoria en la OMS, así como su naturaleza extrovertida, le habían hecho merecedora recientemente de una señal de aprobación por parte de una importante revista del ámbito de la salud, que la incluyó en su lista de las veinte personas más influyentes del mundo, algo que a Elizabeth le pareció irónico teniendo en cuenta lo enfermiza que había sido de niña.

A los seis años sufrió una severa asma que le trataron con una dosis elevada de una prometedora droga —la primera del mundo de los glucocorticoides u hormonas esteroides— que le curó los síntomas de la enfermedad con milagrosa rapidez. Lamentablemente, los imprevistos efectos secundarios de esa droga no salieron a la luz hasta varios años más tarde, cuando Sinskey dejó atrás la pubertad… sin llegar a desarrollar el ciclo menstrual. Nunca olvidaría el oscuro día en la consulta del médico, a los diecinueve años, en el que descubrió que el daño a su sistema reproductivo era irreversible.

Elizabeth Sinskey nunca podría tener hijos.

«El tiempo curará el vacío», le aseguró el médico, pero la tristeza y la rabia no hicieron sino crecer. Las drogas que le habían privado de la capacidad de concebir un hijo habían sido tan crueles que no habían hecho lo mismo con el instinto animal de tenerlo. Durante décadas, había intentado aplacar el deseo de cumplir ese sueño imposible.

Incluso entonces, a los sesenta y un años, todavía sentía una punzada de amargura cada vez que veía a una madre con su hijo.

—Estamos llegando —le anunció el conductor de la limusina.

Elizabeth se pasó la mano por su cabello de largos rizos plateados y se miró en el espejito que llevaba. Antes de que pudiera darse cuenta, el vehículo se detuvo en una adinerada zona de Manhattan y el conductor la ayudó a bajar.

—La esperaré aquí —dijo el chofer—. Cuando haya terminado podemos ir directamente al aeropuerto.

Los cuarteles generales del CRE se encontraban en un edificio neoclásico en la esquina de Park Avenue con la Calle 68 que antaño había sido el hogar de un magnate de la Standard Oil. Su discreto exterior se fundía a la perfección con el elegante paisaje de los alrededores, y no ofrecía ninguna pista de su singular propósito.

—Doctora Sinskey —dijo una corpulenta recepcionista—. Por aquí, por favor. Le está esperando.

«Muy bien, pero ¿de quién se trata?». La recepcionista la condujo por un lujoso pasillo. Al llegar a una puerta cerrada, llamó con los nudillos, luego abrió y le indicó que pasara.

La doctora entró y la puerta se cerró tras ella.

La pequeña y oscura sala de juntas estaba iluminada únicamente por el resplandor de una pantalla de video. Bajo esta, distinguió una silueta muy alta y delgada. Aunque no podía ver su rostro, pudo advertir que se trataba de una persona poderosa.

—Doctora Sinskey —dijo el desconocido—. Gracias por venir. —Su inglés, de sobria precisión, sugirió a Elizabeth que debía de ser suizo o quizá alemán—. Por favor, siéntese —dijo, señalándole una silla del centro de la habitación.

«¿No se presenta primero?». Elizabeth hizo lo que le decía. La extraña imagen proyectada en la pantalla de video no contribuía a calmarle los ánimos. «¿Qué…?».

He asistido a su conferencia de hoy —declaró la silueta—. He venido desde muy lejos para escucharla. Un discurso impresionante.

—Gracias —contestó ella.

—Permítame decirle que es usted mucho más hermosa de lo que había imaginado, a pesar incluso de su edad y de su miope visión de la salud mundial.

Elizabeth se quedó anonadada. Había sido un comentario de lo más ofensivo.

—¿Cómo dice? —preguntó, observando la oscura silueta—. ¿Quién es usted? ¿Y por qué me ha hecho venir aquí?

—Disculpe mi fallido comentario humorístico —respondió entonces la espigada sombra—. La imagen de la pantalla le explicará por qué está aquí.

Sinskey miró la horrenda diapositiva: el cuadro mostraba un vasto mar de personas enfermas que trepaban unas sobre otras formando una densa maraña de cuerpos desnudos.

—Es del gran artista Doré —anunció el hombre—. Se trata de una sombría interpretación del infierno de Dante. Espero que no le resulte demasiado perturbadora, porque ahí es adonde nos dirigimos. —Se quedó un momento callado y luego comenzó a dirigirse lentamente hacia ella—. Permita que le explique por qué.

Siguió acercándose a la doctora. Su figura parecía hacerse más alta a cada paso.

—Si tomo esta hoja de papel y la rompo por la mitad… —se detuvo junto a la mesa, tomó una hoja de papel y la rasgó—, y luego coloco las dos mitades juntas, y repito el proceso… —volvió a romper los papeles y a juntar sus mitades—, obtendré una pila de papel cuatro veces más gruesa que la original, ¿verdad? —En la oscuridad de la habitación, parecía que sus ojos relucían.

A Elizabeth le molestó su tono condescendiente y también su actitud hostil. No dijo nada.

—Hablando hipotéticamente —prosiguió él, acercándose a la doctora todavía más—, si el grosor de la hoja de papel original no fuera más que de una décima de milímetro y repitiera el proceso, digamos, cincuenta veces, ¿sabe qué altura alcanzaría la pila?

Elizabeth se sentía indignada.

—Lo sé —respondió con más hostilidad de la que pretendía—. Sería una décima de milímetro multiplicada por dos y elevada a la quincuagésima potencia. A eso se le llama progresión geométrica. ¿Puedo preguntarle qué estoy haciendo aquí?

El hombre sonrió con satisfacción y asintió, impresionado.

—Sí ¿y se puede imaginar usted qué aspecto tendría ese valor? ¿Una décima de milímetro multiplicada por dos y elevada a la quincuagésima potencia? ¿Sabe lo alta que sería nuestra pila de papel? —Calló solo un instante—. Tras realizar esa operación tan solo cincuenta veces, esa pila llegaría casi… hasta el sol.

A Elizabeth no le sorprendía. El asombroso poder de la progresión geométrica era algo con lo que estaba acostumbrada a lidiar en su trabajo. «Círculos de contaminación, replicación de células infectadas, estimaciones de víctimas mortales».

—Le pido perdón si parezco ingenua —dijo la doctora, sin molestarse en ocultar su contrariedad—, pero no entiendo qué quiere decir.

—¿Qué quiero decir? —rio él entre dientes—. Lo que quiero decir es que la historia del crecimiento de la población mundial es cada vez más dramática. Igual que la pila de papel, la población de la Tierra comenzó siendo muy escasa, pero su potencial es alarmante.

El hombre se puso a caminar de nuevo de un lado a otro de la habitación.

—Considere esto: la población de la Tierra tardó miles de años en llegar a los mil millones de personas, desde los inicios de la humanidad hasta principios del siglo XIX. Luego, solo le llevó unos sorprendentes cien años doblar la población hasta los dos mil millones, cifra a la que llegó en la década de 1920. Después de eso, tardó apenas cincuenta años en volver a doblarla hasta los cuatro mil millones, esto es, en la década de 1970. Como sabrá, muy pronto alcanzaremos los ocho mil millones. Solo en un día como hoy, la raza humana ha añadido otro cuarto de millón de personas al planeta. Un cuarto de millón. Y esto ocurre todos los días, llueva o truene. A día de hoy, en un año añadimos a la Tierra el equivalente a la población de Alemania.

El alto hombre se detuvo de golpe delante de Elizabeth.

—¿Cuántos años tiene?

Otra pregunta ofensiva aunque, como directora de la OMS, estaba acostumbrada a manejar el antagonismo con diplomacia.

—Sesenta y uno.

—¿Sabía que si vive otros diecinueve años, hasta los ochenta, habrá sido testigo de cómo la población mundial se triplica? Una vida, triplicación de la población. Piense en las implicaciones de esto. Como sabe, su organización ha vuelto a incrementar sus previsiones y ahora prevé que antes de llegar a la mitad del siglo alcanzaremos los nueve mil millones de personas. Las especies animales se están extinguiendo a un ritmo vertiginoso. La demanda de nuestros menguantes recursos naturales se ha disparado. El agua potable es cada vez más escasa. Desde cualquier perspectiva biológica, nuestra especie ha superado la cantidad sostenible. Y ante este desastre, la Organización Mundial de la Salud (guardianes de la salud mundial) se dedica a cosas como curar la diabetes, llenar bancos de sangre o batallar contra el cáncer. —El hombre se detuvo y se quedó mirando fijamente a la doctora—. De modo que le he pedido que venga hoy aquí para preguntarle de manera directa por qué diablos la OMS no tiene las agallas de afrontar este problema sin miramientos.

Al oír eso, Elizabeth se enfureció.

—Quienquiera que sea usted, sabe perfectamente bien que nosotros tomamos la superpoblación muy en serio. Hace poco, hemos gastado millones de dólares en enviar médicos a África para que repartan preservativos de manera gratuita y eduquen a la gente sobre la importancia del control de natalidad.

—¡Ah, sí! —dijo el hombre alto en un tono burlón—. Y un ejército todavía más grande de misioneros católicos ha ido detrás para decirles a los africanos que si usan condones irán al infierno. Ahora África tiene un nuevo problema medioambiental: vertederos llenos de condones sin usar.

Elizabeth tuvo que hacer un esfuerzo para morderse la lengua. En ese punto tenía razón, aunque también había católicos modernos a los que no les parecía bien que el Vaticano se inmiscuyera en cuestiones reproductivas. Era destacable el caso de Melinda Gates, una devota católica que había tenido la valentía de enfrentarse a su propia iglesia e invertir 560 millones de dólares en la mejora del acceso al control de natalidad en todo el mundo. Elizabeth Sinskey había declarado muchas veces públicamente que Bill y Melinda Gates merecían ser canonizados por todo lo que habían hecho con su fundación por la mejora de la salud mundial. Por desgracia, la única institución con potestad para conferir la santidad no apreciaba la naturaleza cristiana de sus esfuerzos.

—Doctora Sinskey —prosiguió la sombra—, lo que la Organización Mundial de la Salud no consigue entender es que solo existe un problema de salud global. Y es este. —Señaló de nuevo el sombrío mar de cuerpos enmarañados de la pantalla, y se quedó un momento callado—. Soy consciente de que es usted una científica y que es posible que no conozca los clásicos o las bellas artes. Permítame que le muestre otra imagen que comprenderá mejor.

La habitación se quedó un instante a oscuras y luego la pantalla se volvió a iluminar.

Elizabeth había visto muchas veces la nueva imagen y siempre le provocaba una siniestra sensación de inevitabilidad.

En la habitación se hizo un profundo silencio.

—Sí —dijo al fin el hombre alto—. El pánico mudo es una respuesta adecuada. Ver esta imagen es un poco como mirar fijamente el faro de una locomotora que está a punto de atropellarle a uno. —Poco a poco, el hombre se volvió hacia Elizabeth y sonrió con condescendencia—. ¿Alguna pregunta, doctora Sinskey?

—Solo una —respondió ella—. ¿Me ha hecho venir aquí para sermonearme o para insultarme?

—Ninguna de las dos cosas. —Su tono de voz se volvió siniestramente zalamero—. La he traído para trabajar con usted. No tengo la menor duda de que comprende que la superpoblación supone un serio problema de salud. Lo que quizá no tiene tan claro es que se trata de una cuestión que afectará al alma misma del hombre. Bajo la presión de la superpoblación, aquellos que nunca habían considerado la posibilidad de robar se verán obligados a hacerlo para alimentar a sus familias. Los pecados de Dante (la avaricia, la gula, la traición, el asesinato, etcétera) comenzarán a aflorar por doquier, amplificados por nuestros menguantes recursos. Nos encontramos ante una batalla por el alma misma del hombre.

—Yo soy bióloga. Salvo vidas, no almas.

—Bueno, puedo asegurarle que salvar vidas se volverá cada vez más difícil en los próximos años. La superpoblación provocará mucho más que descontento espiritual. Hay un pasaje de Maquiavelo…

—Sí —le interrumpió ella, y recitó de memoria la famosa cita—: «Cuando todas las provincias del mundo estén tan repletas de habitantes que no puedan vivir donde están ni trasladarse a otro sitio, el mundo se purgará a sí mismo». —Se lo quedó mirando fijamente—. En la OMS conocemos bien esa cita.

—Bien, entonces sabe que Maquiavelo consideraba las plagas la forma natural que tenía el mundo de purgarse a sí mismo.

—Sí, y como he mencionado en mi conferencia, somos totalmente conscientes de la directa correlación que existe entre la densidad de población y la probabilidad de epidemias a gran escala, pero no dejamos de diseñar día a día nuevos planes de detección y tratamiento. En la OMS estamos seguros de que podremos prevenir futuras pandemias.

—Qué lástima.

Elizabeth se lo quedó mirando con incredulidad.

—¡¿Cómo dice?!

—Doctora Sinskey —respondió el hombre con una extraña sonrisa—, habla usted del control de epidemias como si fuera algo bueno.

Ella no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—He ahí el problema —siguió el hombre alto, como un abogado que presenta sus pruebas—. Y es usted la directora de la Organización Mundial de la Salud, lo mejor que puede ofrecer esta institución. Una idea aterradora, si uno lo piensa bien. Le he mostrado esta imagen del sufrimiento que nos espera. —Volvió a mostrar los cuerpos en la pantalla—; le he recordado el increíble poder del crecimiento incontrolado de la población mundial. —Señaló la pequeña pila de papel—; la he ilustrado sobre el hecho de que estamos al borde del colapso espiritual… —Se quedó callado y se volvió hacia ella—. ¿Y cuál ha sido su respuesta? «Condones gratis en África» —dijo en un despreciativo tono burlón—. Eso es como intentar detener con un matamoscas un asteroide que está a punto de chocar con la Tierra. La bomba de tiempo ya no hace tictac, doctora Sinskey. Ya ha estallado. Y si no tomamos medidas drásticas, la matemática exponencial se convertirá en su nuevo Dios… Y se trata de un Dios vengativo, que traerá la visión del infierno de Dante al mismo Park Avenue… Masas apiñadas revolcándose en sus propios excrementos… Un proceso de selección global orquestado por la misma Naturaleza.

—¿Eso cree? —contestó de pronto Elizabeth—. Dígame, en su visión de un futuro sostenible, ¿cuál es la población ideal de la Tierra? ¿Cuál es el número mágico que permitiría a la humanidad sostenerse indefinidamente y en un relativo bienestar?

El hombre alto sonrió al oír esa pregunta.

—Cualquier biólogo o estadista medioambiental le dirá que el límite de la posibilidad de supervivencia a largo plazo se encuentra en una población de unos cuatro mil millones.

—¡Cuatro mil millones! —exclamó Elizabeth—. Ahora somos siete mil millones, creo que ya es un poco tarde.

Los ojos verdes del hombre relucieron intensamente.

—¿Lo es?

Ir a la siguiente página

Report Page