Inferno

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Capítulo 5

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El agudo sonido del timbre del teléfono hizo que el comandante apartara la mirada de la relajante neblina del Adriático y volviera a entrar rápidamente a su despacho.

«Ya era hora», pensó, ávido de noticias.

La pantalla del computador de su escritorio se encendió, informándole de que la llamada provenía de un teléfono sueco encriptador de voz Sectra Tiger XS. Antes de contactar con el barco, había sido redirigida a través de cuatro routers.

Se puso los auriculares.

—Aquí el comandante —contestó. Pronunciaba las palabras lenta y meticulosamente—. Diga.

—Soy Vayentha —respondió ella.

El hombre advirtió un nerviosismo inusual en su voz. Los agentes de campo rara vez hablaban con él, y todavía era menos frecuente que permanecieran en su puesto tras una debacle como la de la noche anterior. No obstante, necesitaba un agente que le ayudara a remediar la crisis, y Vayentha era la mejor para ese trabajo.

—Tengo noticias —empezó.

El comandante permaneció en silencio, indicándole con ello que continuara.

Cuando Vayentha habló, lo hizo en un tono frío y procurando sonar lo más profesional posible.

—Langdon ha escapado —dijo—. Tiene el objeto en su poder.

El hombre se sentó en su escritorio y permaneció un largo rato en silencio.

—Comprendido —dijo al fin—. Imagino que se pondrá en contacto con las autoridades tan pronto como pueda.

Dos cubiertas por debajo suyo, en su cubículo en el centro de control del barco, el facilitador senior Laurence Knowlton advirtió que la llamada encriptada había terminado. Esperaba que las noticias fueran buenas. Los últimos dos días la tensión del comandante había sido palpable, y todos los operarios a bordo habían notado que en esta operación había mucho que perder.

«Sí, hay mucho en juego. Será mejor que esta vez Vayentha no falle».

Knowlton estaba acostumbrado a coordinar planes cuidadosamente elaborados, pero el caos en el que había degenerado esta situación había provocado que el comandante decidiera encargarse de ella en persona.

«Nos encontramos en territorio inexplorado».

La media docena de misiones que el Consorcio tenía en marcha alrededor del mundo se habían asignado a las diversas oficinas locales de la organización, permitiendo así que él y el equipo a bordo del Mendacium se concentraran exclusivamente en esa.

Unos días atrás, su cliente se había suicidado en Florencia arrojándose al vacío. Sin embargo, el Consorcio todavía tenía en su agenda algunos servicios pendientes (tareas específicas que él había confiado a la organización fueran cuales fuesen las circunstancias), y, como siempre, iban a llevarse a cabo sin la menor vacilación.

«Tengo mis órdenes y pienso cumplirlas», pensó Knowlton. Luego salió de su cubículo insonorizado y pasó por delante de otra media docena de ellos —algunos transparentes, otros opacos— en los que varios agentes lidiaban con distintos aspectos de la misión.

Knowlton atravesó la sala de control principal, donde se respiraba un aire enrarecido y artificial, le hizo una señal con la cabeza al equipo técnico y entró en una pequeña habitación acorazada en la que había doce cajas fuertes. Abrió una y retiró su contenido. Era una tarjeta de memoria de color rojo brillante. Según la nota adjunta, contenía un archivo de video que el cliente quería que enviaran a medios de comunicación clave a una hora concreta de la mañana del día siguiente.

El envío anónimo era una tarea sin mayor dificultad, pero según el protocolo que seguían con todos los archivos digitales, el documento debía ser revisado ese mismo día —veinticuatro horas antes—, para asegurarse de que el Consorcio tuviese tiempo suficiente para realizar cualquier descifrado, compilación u otro preparativo necesario antes de enviarlo a la hora señalada.

«No hay que dejar nada al azar».

Knowlton regresó a su cubículo transparente, cerró la pesada puerta de cristal y quedó aislado del mundo exterior.

Accionó un interruptor que había en la pared y al instante el vidrio se volvió opaco. Por cuestiones de privacidad, todas las oficinas con paredes de cristal a bordo del Mendacium estaban construidas con un material provisto de un «dispositivo de partículas suspendidas». La transparencia se controlaba con facilidad mediante la aplicación de una corriente eléctrica que alineaba o desordenaba millones de diminutas partículas cilíndricas suspendidas en el interior del panel.

La compartimentación era una piedra angular del éxito del Consorcio.

«Conoce únicamente tu misión. No compartas nada».

Una vez instalado en su espacio privado, Knowlton insertó la tarjeta de memoria en el computador y abrió el archivo para realizar su evaluación.

De inmediato, la pantalla se fundió a negro y los altavoces comenzaron a reproducir el suave sonido del chapoteo del agua. Una imagen apareció poco a poco en pantalla y, emergiendo de la oscuridad, un escenario comenzó a tomar forma. Era el interior de una cueva o una cámara gigante de algún tipo. El suelo era líquido, como si se tratara un lago subterráneo. Por alguna razón, el agua parecía estar iluminada… desde dentro.

Knowlton nunca había visto nada igual. La caverna resplandecía con una espeluznante tonalidad rojiza. En las pálidas paredes se reflejaban las intrincadas ondulaciones del agua. «¿Qué es este lugar?».

De repente, la imagen descendía verticalmente hasta que se sumergía en la superficie iluminada. Un escalofriante silencio subacuático reemplazaba entonces el chapoteo del agua. La cámara descendía varios metros más hasta que se detenía y enfocaba el suelo lodoso de la caverna.

Atornillada en el suelo había una reluciente placa de titanio.

En ella se podía leer una inscripción:

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,

EL MUNDO CAMBIÓ PARA SIEMPRE.

Al pie de la placa había un nombre y una fecha grabados.

El nombre era el de su cliente.

La fecha, el día siguiente.

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