Inferno

Inferno


Capítulo 6

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Langdon sintió que unas manos firmes lo levantaban, lo despertaban de su delirio y lo ayudaban a salir del taxi. Luego notó el frío pavimento bajo sus pies desnudos.

Medio apoyado en el delgado cuerpo de la doctora Brooks, Langdon recorrió con pie vacilante el desierto pasaje que había entre dos edificios de apartamentos. El aire matutino agitaba su bata de hospital y sentía frío en lugares en los que sabía que no debería sentirlo.

El sedante que le habían inyectado en el hospital le había dejado la mente tan emborronada como la vista. Se sentía como si estuviera debajo del agua e intentara abrirse paso a través de un mundo viscoso y poco iluminado. Sienna Brooks tiraba de él y lo sostenía con sorprendente fuerza.

—Escalera —dijo ella, y Langdon se dio cuenta de que habían llegado a la entrada lateral del edificio.

Se agarró de la baranda y, con la ayuda de la doctora Brooks, comenzó a subir penosamente los escalones, uno detrás de otro. Cuando al fin llegaron al descanso, la doctora marcó unos números en un viejo y herrumbroso teclado numérico, y se abrió una puerta.

El aire del interior del edificio no era mucho más cálido, pero las baldosas le parecieron una suave alfombra en comparación al rugoso pavimento de la calle. La doctora Brooks condujo a Langdon hasta un pequeño ascensor y, tras abrir una puerta corrediza, lo introdujo en un cubículo del tamaño de una cabina telefónica. El interior olía a cigarrillos MS, una fragancia agridulce tan ubicua en Italia como el aroma a café expreso recién hecho. Aunque no del todo, ese olor le despejó un poco la cabeza. La doctora presionó un botón y sobre sus cabezas se oyó el ruido metálico de una serie de engranajes poniéndose en marcha.

Hacia arriba…

Mientras ascendía, el compartimento comenzó a oscilar y a vibrar. Como las paredes no eran placas lisas de metal, Langdon se quedó mirando por la ventana del elevador. Incluso en su estado medio inconsciente, el pánico a los espacios cerrados que siempre había sentido seguía vivo.

«No mires».

Se apoyó en la pared e intentó recobrar el aliento. Le dolía el antebrazo y, cuando bajó la mirada, vio que la manga de su chaqueta de tweed Harris estaba incongruentemente atada alrededor de su brazo a modo de vendaje. El resto del saco, deshilachado y sucio, colgaba hasta el suelo.

El martilleante dolor de cabeza le obligó a cerrar los ojos y la oscuridad volvió a engullirle.

Una visión ya familiar acudió de nuevo a su mente: la escultural mujer cubierta por un velo y con el amuleto y el cabello lleno de rizos. Estaba en la orilla de un río teñido de sangre, como antes, rodeada de cuerpos retorciéndose de dolor. Se dirigió a Langdon en un tono de voz suplicante. «¡Busca y hallarás!».

Langdon tenía la sensación de que debía salvarla…, de que debía salvarlos a todos. Las piernas de los cuerpos medio enterrados boca abajo fueron quedando inertes… Una a una.

«¡¿Quién eres?! —exclamó él en silencio—. ¿Qué es lo que quieres?».

Una ráfaga de aire caliente comenzó a agitar el exuberante cabello plateado de la mujer. «El tiempo se está agotando», susurró y se tocó el amuleto que colgaba de su cuello. Entonces, sin previo aviso, brotó de su cuerpo una cegadora columna de fuego que se extendió a través del río y los engulló a ambos.

Langdon gritó y abrió los ojos.

La doctora Brooks se lo quedó mirando con preocupación.

—¿Qué sucede?

—¡Sigo teniendo alucinaciones! —exclamó él—. La misma escena.

—¿La mujer del cabello plateado? ¿Y los cadáveres?

Langdon asintió. En su frente comenzaron a formarse gotas de sudor.

—Te pondrás bien —le aseguró ella, pero su voz temblaba—. Las visiones recurrentes son habituales en los casos de amnesia. La función cerebral que clasifica y cataloga tus recuerdos ha sufrido una conmoción temporal, de modo que lo reconstruye todo en una sola imagen.

—Una imagen muy poco agradable —añadió él.

—Lo sé, pero hasta que te cures, esos recuerdos seguirán desordenados y sin catalogar, de modo que mezclarás pasado, presente y fantasía. Como en los sueños.

El elevador se detuvo y ella abrió la puerta corrediza. Volvieron a ponerse en marcha y recorrieron un estrecho y oscuro pasillo. Al pasar por delante de una ventana, Langdon advirtió que la luz del amanecer comenzaba a iluminar la silueta de los tejados de Florencia. Cuando llegaron al final del pasillo la doctora se agachó, tomó una llave que había bajo una planta de aspecto sediento y abrió una puerta.

El apartamento era pequeño, y su interior olía a una mezcla imposible de velas con aroma a vainilla y tapicería vieja. Los muebles y los cuadros eran, por decir lo menos, sencillos, como si hubieran sido adquiridos en un mercado. Ella ajustó un termostato y los radiadores se encendieron ruidosamente.

La doctora se quedó un momento de pie con los ojos cerrados y respiró hondo, intentando recobrar la compostura. Luego se volvió hacia Langdon y le ayudó a entrar en una modesta cocina donde había una mesa de formica y un par de sillas endebles.

Langdon hizo el amago de sentarse en una de ellas, pero ella lo tomó del brazo mientras, con la otra mano, abría un armario. Estaba casi vacío: galletas saladas, unos pocos paquetes de pasta, una lata de Coca-Cola y una botella de NoDoz.

La doctora agarró la botella y le dio a Langdon seis comprimidos.

—Cafeína —dijo—. Las tomo cuando tengo que hacer guardias, como anoche.

Langdon se llevó las píldoras a la boca y miró a su alrededor en busca de agua.

—Máscalas —dijo ella—. Te harán efecto más de prisa y contrarrestarán el efecto del sedante.

Langdon comenzó a hacerlo y, al instante, hizo una mueca. Eran demasiado amargas. Estaba claro que había que tragárselas enteras. La doctora Brooks abrió la nevera, sacó una botella de San Pellegrino y se la dio a Langdon. Agradecido, él le dio un largo trago.

Sienna Brooks le tomó entonces el brazo derecho, retiró el improvisado vendaje que había hecho con el saco y lo dejó sobre la mesa de la cocina. Luego examinó cuidadosamente la herida. Él pudo sentir el temblor de sus delgadas manos.

—Vivirás —le anunció ella.

Langdon esperaba que ella también se recompusiera. Apenas podía concebir lo que ambos acababan de vivir.

—Doctora Brooks —dijo él—, tenemos que llamar a alguien. Al consulado, a la policía, a alguien.

Ella asintió.

—También podrías dejar de llamarme doctora Brooks. Me llamo Sienna.

Langdon asintió.

—Gracias. Yo, Robert. —Sin duda, el vínculo que se había forjado entre ambos al huir para salvar sus vidas justificaba el tuteo—. ¿Dijiste que eras inglesa?

—De nacimiento, sí.

—No noto ningún acento.

—Me alegro —contestó ella—. Me costó mucho perderlo.

Langdon iba a preguntarle por qué, pero Sienna le indicó que lo siguiera y lo condujo por un pasillo hasta un pequeño y lúgubre cuarto de baño. En el espejo que había encima del lavatorio, Langdon pudo verse por primera vez desde que lo hizo en la ventana de la habitación del hospital.

«Qué mal aspecto». Tenía el cabello apelmazado y los ojos cansados, inyectados en sangre. Una barba incipiente oscurecía su mandíbula.

Ella abrió la llave y condujo el antebrazo herido hasta el agua helada. Langdon sintió un agudo dolor e hizo una mueca, pero se mantuvo quieto.

Sienna agarró entonces una toallita limpia y echó un chorro de jabón antibacteriano.

—Será mejor que mires hacia otro lado.

—No pasa nada. Puedo aguantar un…

De repente, Sienna comenzó a frotarle la herida con fuerza y Langdon sintió un dolor extremo en el brazo que le obligó a apretar los dientes para no gritar.

—Hay que evitar que se infecte —dijo ella y siguió, todavía con mayor empeño—. Además, si vas a llamar a las autoridades, será mejor que te encuentres más despejado de lo que estás ahora. Nada activa la producción de adrenalina como el dolor.

Langdon aguantó lo que le parecieron diez segundos eternos, hasta que finalmente apartó con brusquedad el brazo. «¡Basta!». Tenía que reconocer, no obstante, que ahora se sentía más fuerte y despierto; el dolor que sentía había eclipsado por completo el entumecimiento de la cabeza.

—Bien —dijo ella. Tras cerrar el grifo, le secó el brazo con una toalla limpia y le puso un pequeño vendaje en la herida. Mientras lo hacía, a Langdon le distrajo algo que acababa de advertir y que le entristeció muchísimo.

Durante casi cuatro décadas había llevado un reloj de Mickey Mouse; una edición de coleccionista que le habían regalado sus padres. El rostro sonriente de Mickey y sus brazos en continuo movimiento siempre habían sido para él un recordatorio diario de que debía sonreír con más frecuencia y tomarse la vida un poco menos seriamente.

—Mi… reloj —tartamudeó—. ¡No está! —Sin él, de repente, se sintió incompleto—. ¿No lo llevaba cuando llegué al hospital?

Sienna se lo quedó mirando con incredulidad, desconcertada por el hecho de que a él le preocupara algo tan trivial.

—No recuerdo ningún reloj. Lávate un poco; volveré en unos minutos y pensaremos un modo de conseguir ayuda. —Se dio media vuelta, pero se detuvo en la entrada y miró su reflejo en el espejo—. En mi ausencia, te recomiendo que pienses bien por qué razón hay alguien que quiere matarte. Imagino que es la primera pregunta que te harán las autoridades.

—Espera, ¿adónde vas?

—No puedes hablar con la policía medio desnudo. Voy a buscarte algo de ropa. Mi vecino tiene más o menos tu talla. Está de viaje y me dio la llave para que le diera de comer a su gato. Me debe una.

Tras lo cual, se marchó.

Robert Langdon se dirigió hacia el diminuto espejo del baño. Apenas reconoció a la persona que le devolvía el reflejo. «Alguien quiere matarme». En su mente, todavía podía oír la grabación de sus balbuceos delirantes.

«Very sorry. Very sorry».

Langdon volvió a hurgar en su memoria por si recordaba algo más, lo que fuera. Nada. Lo único que sabía era que estaba en Florencia y que tenía una herida de bala en la cabeza.

Al ver sus fatigados ojos en el espejo, se preguntó si en algún momento se despertaría en el sillón de lectura de su casa, con una copa vacía en una mano y un ejemplar de Almas muertas en la otra, tras lo cual se recordaría a sí mismo que no debía mezclar nunca Bombay Sapphire y Gógol.

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