¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXIV

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Capítulo XXXIV

Faria desayunó un poco de pan con unas gotas de aceite y agua de arroz, lo único que quedaba en la despensa de la posada, y vestido con su uniforme de gala se dirigió a Capitanía. Poco a poco fueron llegando los miembros de la Junta de defensa, todos tristes y abatidos, todos vestidos con las mejores ropas que habían podido encontrar.

Pedro María Ric, que presidía la Junta por enfermedad de Palafox, se dirigió a sus miembros, entre los cuales algunos tenían los ojos vidriosos y otros unas considerables ojeras. Ninguno había podido dormir aquella noche.

—Hemos ordenado el alto el fuego en todos los frentes. Señores, ha llegado la hora de entregar esta ciudad a los franceses: Dios nos perdone.

Uno de los oficiales destacado en las trincheras del tramo central de la calle del Coso, donde en los últimos tres días se habían librado cruentísimos combates, anunció que una escuadra de lanceros franceses al mando de un capitán esperaba abajo a los miembros de la Junta para escoltarlos hasta el cuartel general del mariscal Lannes.

—Todavía podemos echarnos atrás —dijo el padre Boggiero—. No hemos firmado nada, no hemos dado nuestra palabra… Podemos decir que no aceptamos sus condiciones.

—Lo siento, pero ya está decidido; prolongar esta agonía sólo supondría más muertos y más dolor. Hemos luchado hasta la extenuación. Hemos perdido esta batalla, señores, pero lo hemos hecho con todo el honor —asentó Ric.

—Don José de Palafox jamás hubiera consentido la capitulación.

—El capitán general está impedido para tomar decisiones y, además, creo que su excelencia también desea por encima de todo salvar la vida de cuantos defensores se pueda. Hemos resistido por encima de lo humanamente soportable, hemos hecho mucho más de lo que nos exigían el honor, la fidelidad a don Fernando VII y el amor a la patria. Miles de los nuestros han caído en defensa de esta ciudad, de la nación, de la religión y de su rey. Pero seguir resistiendo no es sino un suicidio, un sinsentido.

—No. El padre Boggiero tiene razón. Podemos resistir un poco más, aún disponemos de varios miles de soldados armados y de algunas municiones. Si racionamos los alimentos, podemos aguantar hasta la primavera, y tal vez para entonces los ingleses o los austríacos hayan logrado vencer a Napoleón y su ejército se retire de aquí como ocurrió en el primero de los sitios —intervino el presbítero Sas.

—¿De qué alimentos habla, mosén? No queda nada que comer. Sólo las ratas y los perros tienen alimentos: los cadáveres de nuestros muertos. Ya lo hemos discutido suficientemente, señores. Sólo ayer murieron seiscientas personas, y cada jornada caen enfermas otras tantas. La pestilencia ha contagiado a la mitad de la población. Si seguimos así, en menos de un mes no quedará nadie con vida para seguir luchando contra los franceses. En las calles y entre los escombros hay abandonados seis mil cadáveres, tal vez más, a los que nadie es capaz de dar cristiana sepultura. Toda la ciudad está sumida en la destrucción y la miseria. ¡Ya basta! —clamó Pedro María Ric.

La decisión de capitular que había tomado la Junta era firme, y los partidarios de la defensa hasta el fin, hasta la muerte, la aceptaron, aunque de muy mala gana.

—Reitero que yo hubiera preferido morir en las barricadas del Coso a pudrirme en una prisión francesa, si antes no nos fusilan ante las tapias de cualquier convento —insistió Boggiero.

En el patio de Capitanía, un escuadrón de lanceros franceses perfectamente uniformado aguardaba a los miembros de la Junta. Cuando aparecieron por la escalera, el capitán que lo mandaba los saludó con marcialidad y, hablándoles en castellano, les rogó con modales propios del más exquisito salón parisino que lo siguieran.

Seis miembros de la Junta, entre los que estaba Faria, montaron en seis caballos ya listos para cabalgar y salieron de la ciudad escoltados por los lanceros al encuentro de Lannes.

El mariscal del Imperio había instalado su cuartel general en un amplio pero modesto edificio del pequeño barrio de Casablanca, a media hora de camino al sur de Zaragoza, junto a las esclusas del Canal Imperial.

Los franceses habían dispuesto una gran mesa cubierta por un lujoso mantel de lino bordado con las águilas imperiales sobre la que se habían distribuido varias copas de cristal tallado y botellas de vino de Borgoña, el favorito de Napoleón. Junto al vencedor de Zaragoza estaba Junot, quien continuaba enfadado por haber perdido el mando del ejército que asediaba Zaragoza.

—Señores, tomen asiento —les invitó Lannes en español.

Los españoles lo hicieron en la zona de la mesa más cercana a la puerta de la sala, y de espaldas a ella.

—Mariscal Lannes —habló el barón de Valdeolivos—, la Junta de defensa de Zaragoza le ofrece la capitulación de la ciudad, según lo acordado.

Un edecán de Lannes comenzó a leer en voz alta los artículos del acuerdo de capitulación. La guarnición de Zaragoza saldría de la ciudad al día siguiente y a cien pasos al exterior de la puerta de El Portillo entregaría las armas. Esas mismas fuerzas deberían prestar juramento de fidelidad a su majestad católica don José I de España, con lo cual quedarían libres. Los militares que no lo hicieran, estarían sujetos a la categoría de prisioneros de guerra. Todas las armas existentes en Zaragoza deberían ser entregadas a la autoridad francesa. Las personas y sus propiedades serían respetadas por las tropas vencedoras. Toda la ciudad quedaría ocupada por el ejército de emperador Napoleón I. Las cajas de dinero de las administraciones civil y militar serían entregadas a la autoridad francesa. Todos los funcionarios deberían prestar juramento de fidelidad a José I, y la justicia debería impartirse en su nombre.

La capitulación contenía once puntos que fueron impresos en pasquines y colocados por toda la ciudad. En cada una de las esquinas de la ciudad, varios pregoneros los leyeron además en voz alta. La Junta de defensa recomendaba insistentemente que se cumplieran todos y cada uno de los apartados de la rendición.

• • •

El 21 de febrero de 1809 amaneció bajo un cielo plomizo y gélido. Zaragoza se despertó sumida en un silencio metálico. Hacía muchas semanas que no se respiraba una calma semejante, sólo interrumpida por el traqueteo de algunos carros que comenzaron a moverse por las calles de la ciudad sin que nadie supiera de dónde habían salido, con los cuales unos hombres vestidos con batas grises estaban retirando los cadáveres abandonados.

Lannes y Junot, todavía éste airado por su relevo en el mando, vestidos con sus mejores uniformes, con las pecheras rebosantes de condecoraciones, esperaban a Pedro María Ric y al resto de los miembros de la Junta en la explanada exterior de El Portillo.

Al redoble de un tambor, varios miles de hombres salieron formados en perfecto orden, cada regimiento detrás de su bandera de combate. Muchos de los soldados aparentaban estar enfermos, iban sucios y desgreñados, la mayoría con barba de varias semanas. Flacos los cuerpos y enfebrecidas las almas, arrastraban los pies cansinos y torpes. Sus ojos, brillantes de ira y de lágrimas, lucían inundados de un odio implacable.

Ric encabezaba la triste comitiva. El presidente en funciones de la Junta de defensa saludó a los franceses y, sin mediar palabra, depositó en el suelo un pistolón y su espadín. A continuación lo hicieron los demás miembros de la Junta. Faria fue el último. La única arma que portaba era su sable de coronel de caballería, que colgaba de su cintura enfundado en una vaina de cuero repujado. El conde de Castuera se desabrochó el cinturón y lo dejó caer al suelo con el sable. Antes de retirarse miró los ojos de Lannes, que brillaban como los de un lobo que acabara de cobrar una codiciada presa.

Después comenzaron a entregar sus armas los oficiales de la plaza, los suboficiales y por fin los soldados. Varios batallones de infantes y de caballería franceses contemplaban la escena sumidos en un silencio pétreo.

Los rostros de los zaragozanos y de los voluntarios aragoneses y españoles reflejaban en su resignación un odio infinito.

—Así fue como debieron de mirar los numantinos a los ojos de Escipión cuando se rindió Numancia —comentó Ric a Faria.

—O los de los galos de Vercingétorix cuando entregaron sus armas a Julio César tras ser derrotados en Alesia.

—Fíjese en los ojos de nuestros hombres; ¿había visto alguna vez la expresión de una rabia tan inmensa?

—No, jamás, ni siquiera en Trafalgar. Nunca antes había contemplado miradas semejantes.

Los defensores parecían sacados de otro mundo, pero, pese a estar hambrientos, enfermos, sucios y derrotados, sus ojos brillaban con destellos de orgullo y de ira.

A media mañana, en la plaza de El Portillo se amontonaban miles de fusiles, pistolas, trabucos, espadas y cuchillos, en tanto varios batallones del ejército francés se habían desplegado por las calles para hacerse cargo del control de la ciudad.

El aspecto de las calles de Zaragoza parecía una estampa extraída del mismísimo infierno. A pesar de que ya se habían retirado muchos, centenares de cadáveres seguían todavía desparramados por trincheras y pozos abiertos en cualquier lado y sin acabar de taparse con tierra; las ratas y algunos perros asilvestrados mordisqueaban los cuerpos de los muertos, y un olor nauseabundo a suciedad, carne quemada y excrementos saturaba el aire.

El mariscal Lannes ordenó que, conforme a lo pactado, los defensores que lo desearan juraran lealtad al rey José I para quedar así completamente libres. Varios cientos de soldados españoles, desarmados y agotados, habían sido alineados por orden de los franceses, cuyos mandos esperaban una jura masiva de sumisión al hermano de Napoleón. Cuando Lannes dio la orden de comenzar la jura, ni uno solo de los soldados españoles se movió de su puesto.

—Mire la cara del comandante gabacho, coronel —le dijo Morales a Faria—. Está asombrado porque nadie quiere jurar lealtad al rey intruso.

—Yo también estoy asombrado, sargento, asombrado porque no entiendo cómo seguimos manteniendo el juramento de lealtad a un monarca que nos dejó en la estacada cuando Napoleón lo puso en ridículo en las entrevistas de Bayona, asombrado de que esta gente se haya dejado la vida en defensa de un imbécil como Fernando VII, asombrado de que todavía mostremos fidelidad a semejante individuo —contestó Faria.

—Pero coronel, ¡está usted hablando del rey de España!

—Estoy hablando de un idiota que se meó en los pantalones en presencia de Napoleón Bonaparte.

—Don Francisco, le recuerdo que usted es el conde de Castuera y coronel de la guardia de corps de su majestad.

—Mire, sargento, observe a toda esa gente. ¿Dónde está el rey al que han defendido hasta la extenuación? Probablemente, retozando con alguna de sus cortesanas en un palacio francés, bebiendo vino de Borgoña y comiendo pato asado.

—Pero se trata de la patria, de nuestra patria, coronel, la que usted y yo, dos soldados, hemos jurado defender.

—¿La patria? ¿A qué patria se refiere, sargento?, ¿a la que envía a sus hijos al matadero para después dedicarles una medalla al valor y al heroísmo? Yo no quiero esa patria, Morales, no la quiero.

—¿Entonces…, va usted a jurar fidelidad a ese intruso José I?

—Por supuesto que no; voy a seguir luchando, si es posible, contra la invasión de los gabachos, pero no admito que la alternativa a la dominación francesa sea únicamente el regreso de Fernando VII.

—Es el rey legítimo de esta nación.

—Un rey que no sabe serlo, no lo es —asentó Faria.

El mariscal Lannes promulgó una orden terrible: quienes no quisieran jurar lealtad a José I serían deportados de inmediato como prisioneros de guerra a Francia, e internados allí en unos campos de concentración. Y además, para amedrentar a la población entregada, comenzó una serie de asesinatos selectivos. Dos de los primeros en caer abatidos fueron los clérigos Boggiero y Sas, acusados de instigar a la rebelión armada contra José I, «el rey legítimo de España».

Esa misma noche, varios soldados sacaron a los dos sacerdotes de su encierro y los atravesaron a bayonetazos a la orilla del río. Sus cuerpos fueron arrojados a la corriente del Ebro en plena noche. Casi nada de lo prometido por Lannes se estaba cumpliendo.

Ante los asesinatos selectivos, algunos centenares de soldados, aterrados por la represión de los franceses, juraron fidelidad a José Bonaparte. También lo hizo un buen número de civiles y casi todas las antiguas autoridades que habían ejercido algún cargo antes de la proclamación de Palafox como capitán general de Aragón.

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