¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXV

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Capítulo XXXV

Entre tanto los franceses saqueaban la ciudad a su antojo e incumplían lo acordado en la capitulación, el general Palafox se debatía entre la vida y la muerte. El tifus parecía ganarle la partida y le fue administrada la extremaunción.

Francisco de Faria y Pedro María Ric, pese a no haber jurado fidelidad a José I, habían sido autorizados a permanecer junto a su capitán general, aunque fuertemente vigilados.

—No creo que supere esta noche —comentó Ric—, he visto morir a muchos hombres por la pestilencia en las últimas semanas, y nadie de cuantos han llegado a este extremo ha podido salvarse.

—Tal vez, pero el general es muy fuerte.

Aquella noche la pasaron en vela, vigilando constantemente la evolución de Palafox, preparados para dar en cualquier momento la noticia de su muerte. Pero, pese a la fiebre y a la calentura que lo devoraba por dentro, Palafox resistió, y dos días después se había recuperado.

—Esto es lo más parecido que he visto a un milagro. Seguro que algo ha tenido que ver la Virgen del Pilar —dijo Ric.

—Seguro, seguro que sí, don Pedro María —recalcó Faria.

Palafox mejoró como por milagro, lo que algunos atribuyeron, en efecto, a la intercesión de la Virgen del Pilar, cuya imagen presidía el lecho del capitán general de Aragón, aunque seguía muy débil. Enterado de ello, el mariscal Lannes quiso entrevistarse con Palafox y, pese a su estado, requirió su presencia en el campamento de Casablanca.

A las siete de la mañana cuarenta formidables dragones, los de mayor estatura de su ejército, inmaculadamente uniformados, escoltaron a Palafox ante Lannes. El capitán general todavía tenía algunas dificultades para caminar y tuvo que hacer el trayecto en un carruaje de caballos. Faria lo acompañó.

—Jamás debieron rendirse, desobedecieron mis órdenes —masculló con rabia.

—No podíamos hacer otra cosa, general. Si no hubiéramos capitulado, habrían muerto miles de inocentes. Zaragoza entera sería ahora un inmenso cementerio —replicó Faria.

—Mire ahí fuera, Francisco —le indicó Palafox, señalando por la ventanilla del carruaje—; ¿qué otra cosa es ese montón de ruinas sino un cementerio? Debimos morir derramando toda nuestra sangre por Zaragoza, por el rey…

—Un rey que no merece semejante sacrificio…

—¡Coronel! —exclamó Palafox haciendo un enorme esfuerzo.

—Permítame que le hable como a un amigo, y no como a un superior.

—De acuerdo, Francisco, hable —asintió Palafox.

—Usted sabe muy bien qué clase de soberano es don Fernando. Ya le dije que en Bayona lo vi arrastrarse como un vil gusano ante Napoleón, calumniar e infamar con toda vileza a su madre y conspirar contra su mismísimo padre el rey Carlos IV. En el poco tiempo que ejerció la soberanía, don Fernando no fue un buen rey, y me temo que no lo será jamás. ¿Ha visto cómo lo pinta Goya? Sus retratos son un reflejo meridiano de la profunda maldad que habita en el corazón de ese hombre. Vendería…, mejor dicho, ya ha intentado vender a sus padres para conseguir el trono de España. Es un cobarde y un imbécil, y si por alguna caprichosa casualidad del destino consigue recuperar alguna vez el trono, su reinado será una verdadera desgracia para España.

—Hemos luchado hasta la extenuación por su causa, y hemos jurado defender sus derechos al trono hasta la muerte. Usted mismo lo hizo delante de mí. Don Fernando es el heredero legítimo, el rey legítimo, ante la renuncia de don Carlos.

—¿Don Carlos?, otro que tal. ¿Sabe en qué pensaba su católica y real majestad don Carlos IV cuando un puñado de valientes marinos estaban a punto de ofrecer sus vidas por España en Trafalgar?

—No…

—Pues en cazar unas perdices, comerse una ristra de chorizo a la brasa y dormitar al calor del fuego de una de las chimeneas de alguno de sus lujosos palacios de recreo. Éstos son los calamitosos representantes de la infame dinastía que ha reinado en esta nación. ¿Sabe, don José?, tal vez no sea malo que el hermano de Napoleón se convierta en el verdadero rey de España.

—Lo que usted está diciendo, Francisco, supone aceptar que cuanto hemos luchado no ha servido para nada.

—Pues quizá no, quizá nos hayamos equivocado de bando.

—Nuestro bando es la nación española, nuestra gente…, nuestro rey.

—En Francia echaron a esa dinastía con una revolución, ¿quién sabe si alguna vez ocurrirá lo mismo aquí en España?

—Olvida que este país es católico.

—Eso se cambia enseguida, don José, enseguida.

—Olvidaré todo cuanto ha dicho, Francisco, y le pido, le ordeno, que no vuelva a referirse a nuestro rey de esa manera. Don Fernando es la única esperanza que tiene nuestra patria de recuperar algún día nuestra independencia. Lo que ocurra luego, ya lo veremos.

La carreta se acercaba al campamento de Lannes en Casablanca, como pudo comprobar Faria al advertir que aumentaban los controles militares en el camino. La carreta se detuvo junto a un caserón de aspecto sobrio y austero sobre cuya puerta, enmarcada por un arco de ladrillo, ondeaba la tricolor. La puerta se abrió y Palafox y Faria descendieron de inmediato. El coronel tuvo que ayudar al capitán general, pues seguían tan débil que apenas podía mantenerse en pie.

Lannes apareció bajo el arco de ladrillo, ufano como un gallo en celo y con la pechera de su casaca cargada de condecoraciones.

—General Palafox, sea usted bienvenido. En otra situación, mi condición de anfitrión y mi sentido de la hospitalidad me impediría decirle que ha actuado usted como un loco y que su insensata actitud ha costado muchas vidas francesas y españolas, pero eso es exactamente lo que pienso de su obstinada e inútil resistencia. Su empecinamiento en resistir nuestro ataque a toda costa ha causado una enorme cantidad de bajas que podían haberse evitado. Caigan esas innecesarias muertes sobre su conciencia. Espero que la historia lo juzgue como lo que ha sido: un insensato y tal vez un criminal.

Palafox miró al mariscal del Imperio, que hablaba en un correcto español aunque con un marcado acento, con tranquilidad.

—Cualquier soldado honesto fiel a su rey y a su patria hubiera hecho en mi caso lo mismo.

—Sólo un loco, señor, sólo un loco, jamás un militar responsable —insistió Lannes—. No ha hecho sino alentar a los zaragozanos con proclamas extravagantes, misivas exageradas y bravatas inútiles que han provocado una gigantesca masacre.

»Y ahora, le pido que pase dentro. Hemos preparado un documento con el texto de la capitulación. Ya lo firmó don Pedro María Ric, ahora espero que usted lo ratifique.

Una vez en el interior de la casona, un edecán del mariscal Lannes le ofreció a Palafox una pluma entintada para que firmara el texto de la capitulación.

—Algunas de las condiciones que aquí se señalan no están siendo cumplidas por sus hombres —asentó Palafox una vez leído el texto.

—Bueno, usted es un soldado y ya sabe qué ocurre tras los primeros momentos en los que se ocupa una ciudad. Se producen algunas situaciones incontrolables que nadie desea, pero descuide, el ejército francés está compuesto por guerreros honorables y dirigido por generales que saben cumplir su palabra. Confíe en ello.

Palafox tomó la pluma y firmó; inmediatamente después, firmó Lannes.

—Bien, ya está —dijo Palafox.

—No, esto no es todo. General, su espada —replicó Lannes alargando sus brazos hacia Palafox.

—¿Mi espada?, ¿me pide que entregue mi espada?

—Son órdenes directas del emperador. Está muy enojado con usted, pues ha provocado un grave quebranto a sus planes. Su majestad imperial Napoleón I considera que la resistencia de Zaragoza nos ha impedido ocupar toda España en los plazos previstos. Me ha ordenado directamente que lo desarme y que lo envíe a Francia en calidad de prisionero de Estado; aquí están las órdenes de arresto. Observo que no está en las mejores condiciones para viajar, pero procuraremos que su traslado sea lo más cómodo posible. Un escuadrón de caballería lo escoltará hasta Tudela; irá hasta allí en una barcaza por el Canal, que es mucho más cómodo, y después una calesa lo llevará a Pamplona y a Bayona, ya en Francia. Quedará recluido en un castillo por el tiempo que decidan nuestros tribunales.

—Usted y su emperador son unos miserables —aseguró Palafox.

—Entrégueme su espada inmediatamente —ordenó Lannes—. Espere…, mejor entréguesela al duque de Alburquerque, creo que ustedes son parientes o algo por el estilo. El duque es uno de esos sensatos nobles españoles que han jurado mantener fidelidad al legítimo rey don José I. Ellos son quienes en verdad desean el progreso y la felicidad para su patria.

De entre los oficiales que estaban junto a Lannes, el duque de Alburquerque dio tres pasos al frente y alargó sus brazos demandando la espada de Palafox.

—General, le ruego que me entregue su arma.

Pero Palafox no movió un dedo. Se limitó a mirar con profundo desprecio al duque y dijo:

—Cobarde renegado, si tus antepasados pudieran verte en esta actitud sumisa y servil con los enemigos de nuestra patria, escupirían en tu cara y te maldecirían para siempre.

Alburquerque se retiró avergonzado. El mariscal hizo una indicación a uno de sus ayudantes para que le quitara la espada a Palafox. Al intentarlo, Faria propinó un puñetazo que tumbó al francés; se trataba del comandante Bertrand, el mismo que no había quitado ojo de Cayetana cuando la joven acudió a presencia de Lannes acompañando a la madre Ráfols. De inmediato cayeron sobre el conde de Castuera varios miembros de la escolta de Lannes, que lo inmovilizaron y le propinaron una terrible paliza, en tanto otros sujetaban a Palafox por los brazos y los hombros. Bertrand se levantó del suelo ayudado por un compañero y lanzó a Faria una brutal patada en el estómago. El coronel de la guardia de corps, que continuaba sujeto por varios franceses, escupió un esputo de sangre y cayó de rodillas.

—Y además de miserable, también es usted un cobarde, como sus hombres, como Alburquerque —sentenció el capitán general de Aragón.

—Pero yo he vencido en este combate, y usted es ahora mi prisionero.

—Sólo ha ganado una batalla. Millones de españoles se levantarán por toda esta nación para gritar contra la opresión y la tiranía de su maldito emperador, y empuñarán las armas para echarlos al mar o al otro lado de los Pirineos.

—Es usted un iluso. Y ahora, no se lo diré otra vez, entrégueme su espada o su ayudante perderá aquí mismo la cabeza.

Lannes sacó su sable de la vaina y colocó la punta en el cuello de Faria, que, arrodillado, jadeaba retorcido de dolor.

Palafox se desabrochó el cinto de cuero y entregó su espada al mariscal francés.

—Únicamente le pido a Dios que me permita encontrarme con usted en otras circunstancias —dijo don José.

—No creo que el destino le otorgue ese deseo; me parece que le tiene reservado un futuro muy distinto. Llévense al general de aquí, y encierren a ese idiota —ordenó Lannes señalando a Faria.

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