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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 16. «A mitad de camino entre Dios y el hombre»: Las técnicas papales de control del pensamiento

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Capítulo 16

«A MITAD DE CAMINO ENTRE DIOS Y EL HOMBRE»: LAS TÉCNICAS PAPALES DE CONTROL DEL PENSAMIENTO

Hacia finales de enero de 1077, en mitad de un crudo invierno, el Sacro Emperador Romano Enrique IV llegó a Canossa, unos treinta y dos kilómetros al sureste de Parma, en el norte de Italia. En esa época, Enrique tenía apenas veintitrés años, era un hombre alto y lleno de energía, de ojos azules y pelo rubio, un típico teutón. Había viajado hasta Canossa para ver al papa, Gregorio VII, «el Julio César del papado», que se alojaba en la fortaleza del lugar. Gregorio, que entonces superaba los cincuenta años, sería luego canonizado, sin embargo, como sostiene el historiador de la Iglesia William Barry, era en realidad «lo que todo el mundo llama un fanático». A principios de ese mismo mes había llegado incluso a excomulgar al emperador, aparentemente por haberse atrevido a nombrar obispos en Alemania y no haber emprendido acciones de ningún tipo para erradicar la extendida práctica de la simonía, la compra de cargos, o la práctica igualmente común de permitir que el clero, obispos incluidos, contrajeran matrimonio.[1511]

El 25 de enero, se permitió a Enrique acceder al recinto del castillo. Allí, según la leyenda, el emperador tuvo que esperar durante tres días antes de que Gregorio accediera a verle y concederle la absolución, descalzo, vestido sólo con una larga camisa, ayunando en medio del frío y la nieve. Esta humillación pública fue un espectacular punto de inflexión en una disputa que llevaba años cocinándose y que se prolongaría durante dos siglos más.

A finales del año anterior, en una obra redactada para su propio uso y conocida como Dictatus papae (Dictámenes del papa), Gregorio había proclamado que «la Iglesia Romana no ha errado nunca y no errará por toda la eternidad» y sostenido que el papa mismo «no puede ser juzgado por nadie» y que «toda sentencia dictada por él no puede ser revocada por ningún otro». En este mismo documento Gregorio consideraba además que el papa «puede liberar a los súbditos de sus votos de fidelidad hacia hombres malvados», y que «únicamente del papa todos los príncipes besarán los pies», que al papa «le está permitido deponer a los emperadores» y que «sólo él puede usar la insignia imperial».[1512]

Esta gran disputa, que sería conocida como la Querella de las Investiduras, fue un prolongado conflicto entre la Iglesia y las autoridades seculares por el control de los cargos eclesiásticos, y Gregorio no fue más que el primero de una larga sucesión de papas que siguieron su ejemplo.[1513] El proceso que había iniciado culminó en 1122 con el Concordato de Worms (durante el reinado del papa francés Calixto II, 1119-1124), por el que el emperador renunciaba a la investidura espiritual y garantizaba la libertad de las elecciones eclesiásticas. Para los historiadores, la querella o guerra de las investiduras formó parte de un movimiento mucho más amplio al que denominan, de manera muy apropiada, la revolución papal.[1514] Su consecuencia más inmediata fue que liberó al clero del dominio de los emperadores, los reyes y la nobleza feudal. Teniendo el control sobre sus propios clérigos, el papado no tardó en convertirse en lo que un estudioso describió como una «impresionante fuente de poder, burocrática y centralizada», una institución que concentraba una de las herramientas más formidables de la Edad Media, la alfabetización.[1515] El papado alcanzó el pináculo de su poderío más de un siglo después, durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216), acaso el más poderoso de los papas medievales y quizá de todos los papas en general, quien proclamó con franqueza que «así como Dios, el creador del universo, ha puesto en el firmamento celeste dos grandes luceros, el grande para el dominio del día y el pequeño para el dominio de la noche [Génesis 1,15-16], así Él ha establecido dos dignidades en el firmamento de la iglesia universal… el grande para gobernar el día, esto es, las almas, y el pequeño para gobernar la noche, esto es, los cuerpos. Estas dignidades son la autoridad papal y el poder real. Y de la misma forma en que la luna recibe su luz del sol, y es inferior a éste en cualidad, cantidad, posición y efecto, así el poder real recibe el esplendor de su dignidad de la autoridad papal».[1516]

Éstas eran palabras incendiarias, pero, evidentemente, no fueron las únicas. Entre 1076 y 1302 aparecieron otras dos bulas papales en las que se declaraba la superioridad del papado y se excomulgó o se amenazó con excomulgar a cuatro reyes más. La bula de 1302 Unam sanctam es considerada en general como el nec plus ultra de las reivindicaciones del papado medieval y, desde luego, la intención del papa de la época, Bonifacio VIII, era que fuera una afirmación de su ininterrumpida supremacía.[1517] La bula no contenía ninguna referencia específica al hombre que la había motivado, Felipe IV, rey de Francia, que había prohibido la exportación de monedas de su país (lo que había privado al papado de importantes ingresos). Aunque estos dos personajes hubieran podido llegar a un acuerdo, Bonifacio insistió en la completa sumisión del monarca, algo con lo que sólo consiguió indignar a Felipe, que promulgó su propia lista de acusaciones contra él, entre ellas la de herejía. El pontífice respondió con una nueva bula en la que liberaba a los súbditos del rey francés de sus juramentos de fidelidad, una afrenta demasiado grande para un grupo de partidarios leales a Felipe, que irrumpieron en la residencia del papa en Anagni, a unos ochenta kilómetros al sureste de Roma, y le capturaron. Bonifacio no tardó en ser liberado, pero murió un mes más tarde debido a la conmoción. Después de ello se eligió con rapidez a un sucesor, sin embargo, éste sólo reinó durante nueve meses y a continuación los cardenales estuvieron discutiendo durante más de dos años antes de escoger al arzobispo de Burdeos, quien se rodeó de cardenales franceses y se estableció en Aviñón, que se convertiría en sede del gobierno papal durante más de seis décadas (1309-1378).[1518] Estos acontecimientos sacudieron a Europa y supusieron un giro radical en el destino del papado, que nunca volvería a disfrutar de la supremacía que había poseído entre Dictatus papae y Unam sanctam.

Este período de supremacía papal, al que también se ha denominado monarquía papal, entre las bulas de 1075 y 1302, fue uno de los más extraordinarios de toda la historia. Abarca tres batallas desarrolladas de manera simultánea a lo largo de la baja Edad Media, tres ideas en competencia que, pese a estar entrelazadas por razones de cronología y localización (e interés público), eran bastante distintas en términos conceptuales. En primer lugar, tenemos el enfrentamiento entre los papas y los reyes por determinar quién tenía la primacía. Un conflicto que a su vez repercutía en las discusiones sobre la naturaleza de la autoridad divina y el lugar de los reyes en esa jerarquía. En el capítulo anterior, y el capítulo 11, la distinción se establecía entre la Iglesia oriental, en la que el rey derivaba su autoridad directamente de Jesús de quien era representante en la tierra, y la Iglesia occidental, en la que los papas, recurriendo a la sucesión apostólica de san Pedro, otorgaban autoridad a los reyes. En Occidente, como veremos, el crecimiento de las ciudades y del comercio, y la independencia cada vez mayor de la clase mercantil asociada a este desarrollo, hizo que la autoridad real fuera cuestionada más y más; a diferencia de los siervos y los caballeros, los comerciantes no podían ser fácilmente inducidos a hacer la guerra en nombre del rey y los parlamentos y estados evolucionaron para dar voz a las nuevas clases y sus intereses; si el papa tenía más poder que el rey, como en ocasiones parecía, y si los reyes no eran la autoridad suprema, entonces éstos debían estar sujetos a la ley. Este fue un cambio de proporciones tan gigantescas que su descripción y discusión comienza a continuación, en este capítulo, y prosigue en el capítulo 24.

La tercera idea que debemos considerar es la que esbozamos en el capítulo anterior (el capítulo bisagra), a saber, el nuevo entendimiento de la fe como algo interior, algo que se encuentra dentro de la persona, un aspecto de la nueva individualidad. En cierto sentido, ésta es la cuestión más interesante de todas. Aunque la idea de una fe interior resulte bastante coherente en términos teológicos, y aunque probablemente se adecue mejor a las enseñanzas de Jesucristo tal y como éstas se manifiestan en las Escrituras, desde el punto de vista de la Iglesia como organización constituía en realidad una fuerza corrosiva que debilitaba su poder. Una fe privada estaba fuera del alcance de sacerdotes y obispos; peor aún, una fe privada podía escapar de la ortodoxia e incluso incurrir en la herejía. Lo que vincula estas tres cuestiones y los demás asuntos discutidos en el resto de este capítulo (aunque, una vez más, no debemos convertir esta unidad en más de lo que es) es la autoridad intelectual (y por tanto política). Si los reyes y papas aseguraban que su poder y posición contaban con la sanción divina y, sin embargo, discutían entre sí públicamente de forma tan implacable, si la fe individual era el verdadero camino para la salvación, ¿no era ésta una nueva situación, un nuevo obstáculo tanto en términos teológicos como políticos? Acaso era el momento de que la nueva individualidad y la nueva libertad consideraran la posibilidad de un mundo secular.

Esto es importante porque nos ayuda a explicar varias paradojas del período, algo que es fundamental que entendamos si queremos comprender la baja Edad Media. El breve análisis que hemos esbozado nos permite explicar, por ejemplo, por qué dos papas tan fuertes como Gregorio VII e Inocencio III surgieron cuando el papado se estaba en realidad debilitando; explica por qué, como veremos, el Colegio Cardenalicio y la Curia fueron creados en esta época: ambos fueron intentos de fortalecer la naturaleza corporativa de la Iglesia en un momento de inherente debilidad debido al nuevo clima psicológico y teológico. Además, contribuye a explicar, en particular, la historia de Inglaterra, Francia e Italia. Hubo intentos de reafirmar la autoridad real, con frecuencia mediante recursos «religiosos»: la canonización de Luis IX y las tentativas de los Capetos y los Plantagenet por revestir la monarquía de atributos sagrados a través de ardides como el «toque real», el cual, se decía, curaba la escrófula. Pero ésta fue la época en que, tras la revolución comercial, los parlamentos empezaron a afirmarse en Inglaterra y Francia, mientras que en Italia, un país de ciudades-estado, la idea de la municipalidad se desarrolló como una autoridad totalmente separada.

Cada una de estas cuestiones es un gran tema de investigación en la historia de la ideas. Se relacionan de forma íntima con el nacimiento del mundo moderno y con qué es exactamente lo que entendemos por tal. El Renacimiento, como veremos, ya no es considerado por los historiadores profesionales como el punto de partida de la modernidad. En lugar de ello, hay quienes consideran que —para la Iglesia, el comercio, la política y el estudio— el período comprendido entre 1050 y 1250 podría ser, como sostiene R. S. W. Southern, la época más importante de la historia occidental aparte de la enmarcada entre 1750 y 1950. El cambiante destino del papado estaba estrechamente ligado a ello.

Empecemos nuestra detallada exposición volviendo sobre las ideas medievales a propósito de la monarquía. En Occidente, la monarquía había surgido en dos configuraciones diferentes. En la parte oriental del imperio romano, las tradiciones helenísticas y orientales dieron origen a una concepción del emperador como «el que ha de venir» de la profecía cristiana, representante de Dios en la tierra. Al invocar el nombre de Dios, el rey podía garantizar la prosperidad de su pueblo y asegurarse la victoria en la guerra. Esta misma idea fue también adoptada en Rusia.[1519]

Por otro lado, en la parte occidental del imperio romano, la idea de monarquía adquirió su particular carácter de las tradiciones de las tribus germánicas y del papel desempeñado por la Iglesia católica, cada vez más influyente. La palabra germánica para rey, nos informa Reinhard Bendix, deriva de la palabra para pariente. Las antiguas creencias sobrenaturales de los paganos de Europa septentrional atribuían un poder carismático no a determinados individuos sino a clanes enteros (una idea que, siglos más tarde, Adolf Hitler consideraría muy atractiva). El gobernante o rey germano no poseía, por tanto, un vínculo especial con los dioses, o al menos no más que cualquier otro de los miembros del clan, pero, en cambio, se le consideraba, en general, un líder militar superior. Su éxito reflejaba las cualidades sobrenaturales de todo su pueblo no sólo las suyas.

Los cristianos, por su parte, habían heredado a través de Roma y de las tradiciones judeo-babilonio-griegas la idea de sacerdotes-gobernantes separados de los líderes militares pero por lo menos al mismo nivel que ellos. Además, a medida que la Iglesia se fue desarrollando, el clero consiguió cada vez mayores exenciones que lo liberaban del pago de diversos impuestos y otra clase de obligaciones. La ley canónica había crecido en importancia, de tal manera que las sentencias judiciales pronunciadas por los obispos empezaron a ser consideradas «como juicios de Cristo mismo».[1520] Esto vino a ser reforzado por el hecho de que, en la alta Edad Media, la autoridad de los obispos tendió a tomar el lugar del gobierno secular, entre otras razones porque, con frecuencia, la Iglesia atrajo a hombres mucho más capaces que los restos de la administración imperial.

Todo esto condujo a una importante distinción entre Oriente y Occidente. Un mosaico del siglo VIII de la iglesia de San Juan de Letrán, en Roma, muestra a san Pedro otorgando autoridad espiritual al papa León III y poder temporal a Carlomagno. En realidad, el catolicismo deriva su autoridad del apóstol y no directamente de Cristo, como ocurre en la tradición ortodoxa griega. Según la creencia en la sucesión apostólica del papado, san Pedro elevaba al papa espiritual por encima del rey temporal.[1521] Posteriores imágenes nos muestran a san Pedro entregando las llaves del cielo al papa mientras que el rey se limita a mirarlos. De acuerdo con san Ambrosio, obispo de Milán, «el emperador es dentro de la Iglesia, no por encima de ella».[1522] En Oriente, en cambio, los emperadores bizantinos dominaban a la Iglesia porque habían logrado derrotar a los invasores germánicos y, en términos políticos, tenían control absoluto. El papa Gregorio I (590-603) se dirigía al gobernante de Constantinopla como «señor emperador», pero a los reyes de Europa occidental y septentrional los trataba como «queridos hijos». En 751-752, Pipino, el regente carolingio, fue elegido rey por una asamblea de nobles, de inmediato, sin embargo, fue ungido por el obispo Bonifacio: el mismo procedimiento que se empleaba para el nombramiento de los obispos. «La Iglesia occidental había asumido la función de consagrar, y por tanto autenticar, la sucesión real en contraste con la Iglesia oriental, que mediante la coronación del emperador simboliza el origen divino de su autoridad. La Iglesia occidental colocaba al rey bajo la ley de Dios tal y como la interpretaba el papa; la Iglesia oriental aceptaba al emperador como representante de Cristo en la tierra». En Oriente el emperador era lo que nosotros llamaríamos la cabeza de la Iglesia; en Occidente, la posición de los reyes y del Sacro Emperador Romano era mucho más ambigua.[1523]

Como consecuencia de ello el equilibrio de poder entre el papa y los reyes y emperadores osciló a lo largo de toda la Edad Media. Carlomagno, establecido en Aquisgrán, tomó el título «por la gracia de Dios», algo que normalmente confería el papa, pero esto no fue suficiente: en la corte se le trataba en términos bíblicos como «rey David». En otras palabras, Carlomagno se veía a sí mismo como dotado de atributos divinos, independientemente de lo que la Iglesia católica en Roma pudiera decir.[1524] Después de su muerte, sin embargo, sus hijos nunca llegaron a disfrutar de un poder similar y permitieron que se les ungiera en sus coronaciones. Aunque en cierto sentido esto proporcionaba alguna ventaja al papado, la desaparición de Carlomagno supuso también que el papa, habiendo perdido un poderoso aliado, estaba una vez más a merced de la nobleza romana, famosa por su indisciplina. Los reyes franceses, como veremos, estaban igualmente indispuestos contra el papa, y no sólo durante el «cautiverio» de Aviñón. Fue este particular conjunto de circunstancias lo que permitió el florecimiento del poder local de los obispos y fueron sus distintas idiosincrasias, su disipación y sus excesos lo que haría necesaria una gran reforma de la Iglesia.

Un factor adicional que contribuye a complicar la situación es que la Iglesia misma había estado desde un principio ampliando su poder secular. Gracias a los legados, la Iglesia había adquirido cada vez más tierra, por entonces la principal forma de riqueza. Con miras a mantener el respaldo del clero, los reyes se convirtieron en patrocinadores, por ejemplo, a través de la donación de monasterios, lo que no sólo enriqueció a la Iglesia sino que también proporcionó al personal eclesiástico mayor control sobre las mentes de las personas. «Sólo si los reyes recorrían el camino de los justos, tal y como la Iglesia definía ese camino, podían obtener la felicidad, buenas cosechas y la victoria sobre sus enemigos».[1525] En tales circunstancias, el surgimiento de un conflicto como el de la Querella de las Investiduras era sólo cuestión de tiempo.

Antes de volver sobre ello, sin embargo, hay otra idea medieval que debemos considerar: el feudalismo. «Feudalismo» no es una palabra feudal. Fue inventada en el siglo XVII, popularizada por Montesquieu y adoptada, entre otros, por Karl Marx.[1526] Las palabras que realmente se usaron en la época para describir la jerarquía feudal eran «vasallaje» y «señorío». El feudalismo, de hecho, fue una forma específica de gobierno descentralizado predominante en Europa occidental y septentrional desde el siglo IX hasta el XIII. Su característica básica era el señorío: el poder político, económico y militar concentrado en las manos de una nobleza hereditaria. Pero además del vasallaje o el señorío, había otros dos principios fundamentales: un elemento de propiedad (el feudo) y la descentralización del gobierno y la ley.

Según el historiador Norman Cantor, el embrión del feudalismo fue el comitatus o gefolge, la partida de guerra germánica, basada en la lealtad de los guerreros a su líder a cambio de protección. El término «vasallo» proviene de una palabra celta que significa «muchacho» y, para empezar, es claro que estos grupos de «guerreros» no eran con frecuencia más que pandillas de muchachos. (En este sentido, eran muy diferentes de las posteriores ideas sobre los «caballeros» y la «caballería»). En un principio, los vasallos no tenían ninguna relación con la tenencia de la tierra, vivían en cabañas proporcionadas por su señor, que además los vestía y alimentaba. Lo que vino a cambiar todo esto fue la llegada de una firme revolución de la tecnología militar. En primer lugar, la invención del estribo, en China, y su introducción en Europa cambiaron por completo la relación entre la caballería y la infantería. El estribo permitía a los jinetes concentrar la fuerza producto del peso y la velocidad en el punto de impacto, esto es, en la punta de su lanza, lo que aumentaba de forma radical su ventaja.[1527] Pero este cambio trajo consigo varios problemas. La armadura del caballero, su espada y espuelas, así como el bocado y las bridas para sus caballos, le resultaban muy costosos. Por otro lado, los caballos de guerra eran muy caros y los caballeros necesitaban al menos dos para combatir de forma apropiada; además, estas bestias también tenían que estar equipadas con sus propias armaduras. Asimismo, el caballero requería de varios caballos de carga para transportar el equipo hasta el lugar de la batalla. Los señores que querían que estos chevaliers o cniht (caballeros) pelearan para ellos descubrieron pronto que era conveniente otorgarles (enfeoff) propiedades señoriales que les permitieran reunir los ingresos necesarios para cumplir con sus obligaciones en la batalla. Eso motivó un ansia de tierra en los caballeros que contribuyó a la formación de Europa. Sin embargo, uno de los efectos de esta situación fue que el gobierno y la autoridad legal, o al menos parte de ambos, pasaba del rey a sus vasallos feudales, quienes se adjudicaron el derecho de recaudar impuestos y de crear tribunales, en los que escuchaban peticiones y administraban su propia justicia, por lo general burda (y en ocasiones demasiado burda). Este sistema funcionó sólo hasta cierto punto. Hizo que el campo —en Francia e Inglaterra en particular— quedara convertido en un mosaico, dividido en territorios sometidos a diferentes gravámenes, jurisdicciones y lealtades que en ocasiones se solapaban entre sí. En este sistema, en realidad, el rey era poco más que el primero entre iguales.

Inicialmente, la Iglesia se había mostrado hostil a esta nueva situación, pero los obispos —que, como hemos visto, disfrutaban de su recién adquirida independencia— no tardaron en descubrir que podían adaptarse al nuevo sistema y convertirse en vasallos y señores por derecho propio y participar por completo en la sociedad feudal, excepto por el hecho de que no combatían en la guerra. El sistema jerárquico de lealtades entrelazadas, se decía, abarcaba ahora a toda la sociedad y se extendía «a las regiones celestiales».[1528]

Estudios recientes han modificado este cuadro tradicional en aspectos importantes. Como hemos señalado antes, el concepto mismo de «feudalismo», tal y como se lo entiende habitualmente, ha sido cuestionado, y en particular el lugar central del señor y el caballero en éste. Lo que hoy se considera más significativo es la situación de los siervos en general, muchos de los cuales, se cree, poseían tierras y, por tanto, eran en este sentido libres. Otro factor es que, al menos de forma ocasional, los obispos sí libraron guerras: en 1381 un levantamiento campesino en East Anglia fue sofocado militarmente por el obispo Despenser. El hecho de que una buena proporción de campesinos poseyera tierras (en ciertas áreas hasta un 40 por 100) pone en primer plano la red de lealtades que los unía a señores y caballeros. Cuando a esto se suma el creciente número de quienes formaban la clase mercantil, entonces en ascenso, el feudalismo aparece como un reflejo de la debilidad de la monarquía. Y lo que sucedió en la baja Edad Media fue que un papado debilitado se enfrentó a reyes que también eran cada vez más débiles. Al final (después de un largo tiempo) el papado perdió, mientras que los reyes, acaso por ser muchos más, consiguieron reaccionar con mayor flexibilidad a los cambios que estaban teniendo lugar y, fuera de Italia, consolidaron su posición. Quizá lo que ocurrió fue que los papas libraron demasiadas batallas en demasiados frentes, pero ello también era un signo de debilidad.

A pesar de la implicación de los obispos en la sociedad feudal, el poder volvió a los reyes en Alemania, en especial durante el reinado de Otón I el Grande (936-973). Otón se empeñó en que el arzobispo de Maguncia le coronara y utilizó con eficacia el sólido poder de la Iglesia para hacerse con la supremacía sobre los demás vasallos y duques. Al mismo tiempo, declaró su autoridad sobre los obispos, gracias a las leyes de propiedad alemanas, según las cuales los monasterios ubicados en tierras del monarca pertenecían en realidad a la familia real y no a la Iglesia. Como consecuencia de ello, el rey tenía, dentro de sus tierras, un mayor control sobre la elección de las principales figuras del clero del que tenían los reyes en el resto del continente. Por esta razón, la Querella de las Investiduras emergió, precisamente, en Alemania.

Había otro factor detrás del conflicto. Aparte del papado, Europa occidental contaba en los siglos X y XI con otra fuerza espiritual semiindependiente y ésta era también un elemento unificador: la orden benedictina. Y dentro de ella, el suceso de mayor impacto fue el surgimiento de Cluny, en el sur de Borgoña. «El programa cluniacense se convirtió en la expresión intelectual del orden mundial imperante».[1529] El monasterio de Cluny era el más grande y mejor dotado de toda Europa, y la influencia de la vida religiosa cultivada allí fue inmensa.

La orden original había sido reformada en el año 817 por san Benito de Aniano, a quien Luis el Piadoso había encomendado aportar estabilidad a la vida monástica.

El cambio crucial que había tenido lugar en los siglos siguientes es que los benedictinos dejaron de mantenerse a través de su propio trabajo físico.[1530] Los monjes pasaron a actuar principalmente como intermediarios que intercedían ante Dios mediante una elaborada liturgia, algo que completaban con tareas educativas y diversas funciones políticas y económicas, con lo que su trabajo pastoral mejoró, una labor que tuvo como consecuencia el fortalecimiento de la vida parroquial. Para los benedictinos, al menos, éste era un nuevo papel, que se vio reforzado por la estructura «feudal» (o, al menos, jerárquica) de la orden. Al mismo tiempo que se hacía famosa por la belleza de sus servicios litúrgicos, Cluny logró, gracias a una serie de abades inteligentes y longevos —en particular Odilón (fallecido en 1049) y Hugo el Grande (fallecido en 1119)—, establecer una red de casas a lo largo de Europa septentrional (Alemania, Normandía, Inglaterra) que aceptaron el dominio cluniacense de igual forma que, en su sistema, los vasallos aceptaban la dirección de sus superiores inmediatos.

El desarrollo de esta idea de los monjes como intercesores tuvo importantes consecuencias. Monarcas y nobles se apresuraron a apoyar a los monasterios cluniacenses, ansiosos de ser mencionados en sus oraciones. Los nobles empezaron a retirarse a los monasterios para morir, en la creencia de que allí estaban más cerca del cielo. La intercesión monástica propició una avalancha de construcción de iglesias y aumentó la veneración del clero. Con todo, el efecto más directo de Cluny sobre la historia fue resultado de su expansión en Alemania en la época de Enrique III (1039-1056). Enrique había contraído matrimonio con la hija del duque de Aquitania, la casa fundadora de Cluny, tenía ideas bastante amplias sobre la monarquía teocrática y consideraba que el monasterio era esencial para sus objetivos. Su deseo era completar la cristianización de Europa, pero para ello antes debía resolver algunas cuestiones. Enrique creía, o decidió creer, que en el momento de su coronación había recibido los sacramentos de su cargo y que ello le proporcionaba autoridad espiritual para consagrar obispos y ordenar los asuntos de la Iglesia. Además, pensaba que era necesario reformar el papado, que por lo menos durante un siglo se había mostrado demasiado débil. En 1045, por ejemplo, había tres papas rivales en Roma y, en parte como consecuencia de ello, Enrique convocó un sínodo ese mismo año para iniciar la reforma. Tres alemanes fueron nombrados papas en rápida sucesión, y el último de ellos, León IX (1049-1054), era pariente de Enrique. Este patrón no tardó en parecer excesivo a ojos de otros clérigos, lo que condujo a la llamada reforma gregoriana de la Iglesia. Lo que a su vez precipitó la controversia de las investiduras.

La reforma gregoriana es el nombre que los historiadores dan a un período, 1050-1130, en el que cuatro papas se esforzaron por modificar tanto la forma del culto —se trató de la mayor agitación vivida por la Iglesia desde la época de san Agustín— como el estatus del papado, que había estado languideciendo durante siglos, arrinconado a nivel local por las reivindicaciones rivales de las familias nobles romanas y, a nivel internacional, por los distintos reyes europeos, como hemos visto. Este objetivo conjunto ha sido descrito como nada más y nada menos que una revolución mundial, «la primera de la historia occidental».[1531] Como resultado, la Iglesia logró liberarse en buena medida del control secular, el nivel intelectual y moral del clero mejoró sustancialmente y la Iglesia se convirtió en un superestado, gobernado desde Roma a través de la administración papal, la Curia.

No obstante, las reformas gregorianas también están vinculadas a un cambio todavía más fundamental en el sentimiento religioso del siglo XI: el crecimiento de la piedad laica. Esto fue parcialmente consecuencia de una reacción al movimiento cluniacense. Gracias a la difusión de la orden por Europa, la devoción hacia el dogma y el gusto por los rituales elaborados («una liturgia implacable») se convirtieron en actitudes casi tan habituales entre la gente común y corriente como entre los monjes y sacerdotes. Sin embargo, aunque la propia imagen de los cluniacenses como intercesores satisfacía las necesidades de muchos, también entraba en conflicto con la nueva interiorización de la fe, donde los intercesores no eran considerados necesarios y tampoco deseables. Peor aún, la interiorización de la fe estaba llevando a alguna gente por caminos inusuales y poco ortodoxos y propiciaba así un resurgimiento de la herejía. De esta forma, dos sucesos contradictorios estaban teniendo lugar al mismo tiempo: mientras el culto se estaba centralizando de manera elaborada alrededor de la idea de los clérigos como intercesores, proliferaban las creencias privadas, buena parte de las cuales podían caracterizarse como heréticas. Éste fue el trasfondo intelectual y emocional en el que surgió una nueva actitud hacia la vida monástica en el siglo XI: una reacción contra Cluny que implicó un retorno al ascetismo y eremitismo y que, al poco tiempo, condujo a la aparición de los movimientos cisterciense y franciscano.

La idea que animaba la reforma cisterciense era reestablecer la práctica benedictina original. El fundador de ésta, Roberto de Molesmes (c. 1027-1110), se oponía a la complejidad del arte, la arquitectura y, especialmente, la liturgia cluniacense, la cual, pensaba, «había llevado el embellecimiento a un punto de no retorno», que en vez de elevar el culto le restaba valor.[1532] En su lugar, Roberto proponía un estilo de vida austero, de trabajo duro, vestiduras sencillas y dieta vegetariana. Situó sus abadías cistercienses en la remota periferia de la civilización, lejos de las tentaciones del mundo. Los edificios mismos eran construcciones modestas y simples, cuyo atractivo estético residía en la línea y la forma y no ya en la decoración. Cierto azar afortunado contribuyó al desarrollo de estas instituciones, pues un efecto de la remota ubicación de las abadías cistercienses fue que se vieron involucradas en el renacimiento agrícola que tuvo lugar en esta época, y muchas de ellas se convirtieron en modelos de administración eficaz de la tierra, algo que aumentó su importancia e influencia. Esa influencia, sin embargo, no era simplemente organizativa: los cistercienses también se convirtieron en líderes espirituales. Una razón para ello fue la obra de Bernardo de Claraval. Hijo de un noble borgoñón, Bernardo descubrió su vocación a la edad de veintidós años. Gran conocedor de los clásicos, desarrolló un estilo de expresión escrita y oral melifluo, que le ayudó a servir a diversos papas y a más de un rey. Fue uno de los que promovieron los consejos eclesiásticos como formas de prevenir las desviaciones heréticas y se convirtió en un ardiente defensor de las cruzadas, una decisión que lo alejó bastante del ideal benedictino original del monje como hombre de paz. Por otro lado, Bernardo promovió la devoción a la Virgen María.

El culto de la Virgen fue uno de los ejemplos más significativos de piedad popular del siglo XII. Una contribución de Bernardo fue la idea de concebir a María, en cierto sentido, como símbolo del amor divino, «madre de misericordia», cuya intercesión hacía posible la salvación para todos. La Virgen era, según Bernardo, «la flor sobre la que descansa el Espíritu Santo». María no había sido una figura importante en la iglesia primitiva, pero gracias a este monje se convirtió en una valiosa contribución a la teología cristiana, que junto al Hijo y al Espíritu Santo ayudaba a la gente de la época a acercarse a Dios.[1533] Bernardo no estaba de acuerdo con algunos de sus contemporáneos en que la Virgen estuviera exenta de pecado original. Su argumento era que María era importante por su humildad, su voluntad de servir como vehículo para la venida de Cristo a la tierra. Siguiendo a Benito, Bernardo sostuvo que la humildad era la reina de las virtudes y que había sido ella la que había impulsado a María a aceptar el plan de Dios sin restricciones. «A través suyo, Dios, quien hubiera podido redimirnos cómo quisiera, nos enseña el valor de que colaboremos voluntariamente con la gracia divina».[1534] De hecho, la mariolatría implicaba mucho más que eso. Como ha señalado Marina Warner, «comparar a las mujeres humanas con la sublime perfección de la Virgen permitía desprestigiar el amor terreno, y así los ojos de los hombres se volvieron una vez más hacia el cielo».[1535] La nueva concepción de la Sagrada Familia, implícita en el culto a la Virgen, diferencia el cristianismo posterior al año mil de formas anteriores de la fe. En su intento de aumentar la piedad popular, la Iglesia estaba ahora más interesada en este mundo.[1536]

Los frailes, que emergieron en el siglo XIII, vinieron a llenar un espacio no ocupado por los sacerdotes y monjes. Los fundadores de las órdenes mendicantes, Francisco de Asís (1182-1226) y Domingo de Guzmán (c. 1170-1234), llegaron a la conclusión de que la Iglesia de su tiempo necesitaba clérigos libres, capaces de lanzarse a la calle para predicar, confesar y ayudar a las personas en los lugares en que vivían sus vidas. Su misma libertad hizo que los frailes fueran muy organizados y de mentalidad abierta: adaptaron sus órdenes para admitir mujeres y lo que denominaron «terciarios», laicos ligados a su espiritualidad.

El particular carácter de los franciscanos procede de su fundador. Francisco era hijo de un rico mercader de telas. Tuvo una infancia sin problemas y era conocido por su gentileza y alegría.[1537] Con él, escribió Dante, «le nació un sol al mundo». Le encantaba la literatura francesa, en especial la poesía lírica, y de hecho «Francesco» («el francés») fue el apodo que recibió por sus gustos literarios. Su conversión (si ésta es la palabra apropiada) ocurrió en dos etapas. Tras ser capturado durante una escaramuza entre la gente de Asís y la de Perusa, Francisco contrajo una fiebre y entonces sus pensamientos se dirigieron a Dios. Más tarde, después de haber sido liberado, se encontró con un leproso en un camino. En aquella época, se temía enormemente a los leprosos, a quienes se exigía llevar campanas y hacerlas sonar cuando se acercara una persona sana. En lugar de mantenerse lejos del enfermo, Francisco lo abrazó. Sin embargo, cuando se volvió para mirarlo, éste se había esfumado y el joven quedó convencido de que había sido Cristo quien se le había presentado para convertir el asco en amor fraterno. Conmovido en extremo por esta experiencia, Francisco empleó la fortuna de su familia para reconstruir una iglesia en ruinas. Sin embargo, su padre lo llevó ante el obispo de Asís, delante del cual y de la multitud allí reunida, el joven dio la espalda a la riqueza familiar y abrazó una vida de pobreza. Una historia que en algunos aspectos nos recuerda a la de Buda.

No todas las conversiones son tan fructíferas, pero el carisma de Francisco es legendario. Aunque todos coinciden en que era un excelente predicador, Francisco pensaba que un líder religioso enseñaba más y mejor a través de su propio ejemplo moral. Gracias a su especial personalidad, incluso el hecho de que predicara a los animales no fue visto como una aberración mental sino como algo digno de ser adorado. Por influencia suya los franciscanos veneraron al Niño Jesús y fue en esta época cuando se introdujo la costumbre de los belenes. Francisco tuvo varias otras experiencias místicas, entre ellas una ocasión en que los pájaros revolotearon cantando a su alrededor y otra en la que recibió los «estigmas», las heridas del Cristo crucificado. Estos distintos episodios hicieron que Francisco fuera canonizado dos años después de su muerte, una verdadera marca mundial. El principal logro de los franciscanos a partir del ejemplo de su fundador fue establecer que el propósito de la teología era «mover a los corazones y no simplemente informar y convencer al intelecto».[1538] Ésta fue otra característica del movimiento hacia una fe interior.

Sin embargo quizá nos estamos adelantando. Las nuevas órdenes religiosas fueron una respuesta a los cambios en la piedad laica, pero no fueron la única. La meta fundamental de la reforma gregoriana era establecer un sistema mundial, la Christianitas, como el mismo Gregorio la llamaba.[1539] Hubo tres papas y un puñado de cardenales que intentaron llevar a cabo esta ambiciosa reforma. (A propósito: el término «cardenal» viene de la palabra latina para bisagra, el crucial dispositivo que permite abrir y cerrar las puertas).[1540]

El primero de los tres reformadores fue Pedro Damián, que inició un gran debate sobre la naturaleza de la sociedad cristiana. De origen humilde y huérfano, Pedro fue adoptado por un sacerdote, por lo que recibió una buena educación. En su momento, era uno de los que pensaba que la vida cluniacense era demasiado mundana. Una de sus principales preocupaciones sobre la Iglesia era el hecho de que muchos miembros del clero estaban casados o tenían hijos fuera del matrimonio. Damián escribió todo un libro para denunciar estos escándalos y defender con fuerza el celibato eclesiástico. En Bizancio se permitía contraer matrimonio a los sacerdotes ordinarios, pero se suponía que los obispos debían ser célibes. (Cuando un sacerdote era promovido a obispo, se esperaba que su esposa hiciera algo «decente» e ingresara en un convento). No obstante, Damián no se sentía a gusto con esto, pues consideraba que sólo siendo completamente célibes los clérigos estarían en condiciones de entregarse de forma exclusiva al servicio de la Iglesia, en lugar de utilizar sus cargos para conseguir propiedades y empleos para su prole, una práctica que minaba la reputación del clero. (Al parecer los laicos comunes y corrientes estaban algo preocupados por las concubinas de sus guías espirituales. La exigencia del celibato sacerdotal surgió en lo más alto de la jerarquía y entre sus objetivos estaba el de separar aún más al clero del laicado).

Damián fue también el primero en tomar las riendas de las nuevas formas de piedad que se estaban formando en la Iglesia católica, algo que ya hemos mencionado en este capítulo y en el anterior. Se trataba de un cambio en la relación entre Dios y la humanidad. El celoso Dios original del Antiguo Testamento que había dominado la alta Edad Media estaba empezando a ser reemplazado por el Hijo mucho más afectuoso descrito en el Nuevo Testamento, el Dios que había sufrido por los pecados de la humanidad y cuya «afligida madre» cada vez se invocaba con mayor frecuencia. En consonancia con esto, como también hemos señalado, el culto era cada vez menos una cuestión de oraciones e himnos litúrgicos formales, como sucedía en las celebraciones cluniacenses, y más una experiencia personal e interior. En cierto sentido, esto era enriquecedor; sin embargo, también conduciría a resultados menos afortunados. El intenso acercamiento de Damián a la piedad interior contribuyó a liberar una feroz religiosidad en muchos de sus contemporáneos, una emoción incontrolable que impulsaba al fanatismo. Como veremos, sería este celo el que llevaría a las cruzadas, a la herejía, al antisemitismo y a la inquisición.[1541]

El segundo de los tres artífices de la reforma gregoriana fue el cardenal Humberto de Silva Cándida. Originario de Lorena, Humberto había sido monje en Cluny, donde se había opuesto a la agotadora y complicada liturgia de la orden, la cual, consideraba, traicionaba los ideales de su fundador. Siendo un clérigo culto e inteligente que conocía bien el griego, el cardenal fue enviado a Constantinopla como embajador del papa; el nombramiento, sin embargo, resultó un fracaso, pues no se trataba en absoluto de un hombre con dotes diplomáticas. El legado pontificio terminó su visita en 1054 excomulgando al patriarca en el Bósforo, con lo que se reconocía formalmente un cisma que había estado fermentándose durante siglos (y que, en cierto sentido, continúa sin resolverse). De regreso a Roma, Humberto se convirtió en uno de los principales ideólogos del cambio radical. En 1059 publicó dos obras destinadas a ser el verdadero inicio de todo lo que vendría después. La primera era un decreto de elección papal, un ambicioso trabajo que establecía un nuevo modo de elegir al pontífice, un proceso del que —a diferencia de lo que había ocurrido hasta entonces— quedaban excluidos tanto el emperador alemán como el pueblo de Roma. En lugar de ellos, la elección quedaría totalmente en manos de un colegio de cardenales (de cerca de una docena en un primer momento) creado para este fin. Es imposible exagerar la importancia de este cambio: sólo una generación antes, el emperador alemán había sido quien llevaba la voz cantante en las elecciones papales. Sin embargo, para entonces el emperador, Enrique IV, era todavía menor de edad y Humberto estimó que una oportunidad semejante nunca volvería a presentarse. El otro libro del cardenal se titulaba en realidad Tres libros contra los simoníacos y era un tratado antialemán que, como sostiene Norman Cantor, constituía un ataque contra todo «el equilibrio medieval entre la Iglesia y el mundo». Incluso el tono de la obra era nuevo. En vez de adoptar el rimbombante estilo retórico tradicional, Humberto optó por utilizar los nuevos saberes, de los que nos ocuparemos en el próximo capítulo, en particular la llamada nueva lógica, desarrollada a partir del redescubrimiento de Aristóteles, y un estilo controlado, frío incluso, pero impregnado de odio hacia Alemania. Su principal argumento era que la simonía —la compra y venta de cargos eclesiásticos— era una interferencia imperdonable en los asuntos de la Iglesia y sus efectos tan nefastos como los de la herejía.[1542]

Pero Humberto no se detuvo aquí. Continuó sosteniendo que si el clero no podía ser reformado, entonces el laicado tenía derecho a evaluar el carácter moral de sus sacerdotes y, en caso de que se demostrara que éstos no daban la talla, a negarse a recibir los sacramentos de ellos. Esto era, de hecho, resucitar la llamada doctrina donatista según la cual los laicos estaban autorizados a juzgar a los sacerdotes. Tanto en términos intelectuales como emocionales, este paso era peligrosísimo y hacía que la reforma fuera particularmente polémica. Desde hacía mucho tiempo se había establecido que la eficacia de los sacramentos no dependía del sacerdote que los impartía sino del hecho de que Dios obraba a través de él. Humberto, por tanto, estaba tirando por la borda siglos de tradición, algo que conduciría, en la segunda mitad del siglo XII, a los movimientos heréticos que llevarían a la creación de la Inquisición y, a su debido tiempo, al surgimiento de las ideas protestantes que cautivarían la imaginación de Martín Lutero.

El tercero de los reformadores no fue tanto un pensador original como un gran organizador y sintetizador. Se trata de Hildebrando, que se convertiría en el papa Gregorio VII. Norman Cantor considera que antes del siglo XVI hubo tres grandes papas: Gregorio I, Gregorio VII e Inocencio III (a quien pronto conoceremos). «Y ninguno fue tan polémico como Gregorio VII, adorado y odiado por igual». Incluso antes de ser elegido papa, Hildebrando había conseguido coaccionar a los estudiosos italianos para que iniciaran la gran codificación y síntesis de la ley canónica que tendría un papel tan destacado en el renacer de Europa y el establecimiento de las nuevas universidades que constituyen el tema del próximo capítulo. No obstante, lo que de verdad atrajo la atención del mundo fue la publicación, inmediatamente tras su elección como papa en 1073, de los Dictatus papae. Desde cualquier punto de vista, esta obra era una incisiva afirmación del poder papal, «un documento escandaloso y extremadamente radical».[1543] Como hemos mencionado antes, la bula hacía hincapié en que el romano pontífice era santificado por san Pedro, que el papado nunca se había equivocado y que, de acuerdo con las Escrituras, nunca se equivocaría. El texto afirmaba que sólo el papa tenía autoridad universal y que sólo él podía nombrar obispos, que nada era canónico sin el consentimiento papal, que nadie podía considerarse verdadero creyente a menos que estuviera de acuerdo con el papa y que el papa estaba más allá de los juicios de cualquier ser humano. El papa tenía el poder de deponer a los emperadores y quienes tuvieran quejas sobre sus gobernantes podían apelar legítimamente a la Santa Sede.

El alcance de la bula era impresionante y había sido concebida para crear un nuevo orden mundial, supeditado a Roma, algo de lo que Gregorio era plenamente consciente. Tales eran las dimensiones de la revolución propuesta que los emperadores y reyes de Europa septentrional no fueron los únicos que reaccionaron con desconcierto ante el documento; grandes personalidades eclesiásticas también se sintieron turbadas por su contenido: el papa estaba proponiendo modificar un modus vivendi que había existido durante siglos. Más aún, ningún gobernante medieval había permitido nunca que el papa interfiriera en asuntos de estado. Para muchos fue evidente que las probabilidades de que estallara una confrontación entre los papas y los reyes era muy alta. Con todo, después de la publicación de la bula, Gregorio no se limitó a cruzarse de brazos sino que continuó desarrollando sus puntos de vista en una serie de incisivas cartas dirigidas a Germán, obispo de Metz. Preparadas en forma de panfleto como una serie de preguntas planteadas al papa por el obispo, estas cartas fueron enviadas a todas las cortes europeas. En ellas, Gregorio ampliaba su polémica postura e insistía en que el estado carecía de validez moral, que el poder monárquico era una buena medida consecuencia de la violencia y el crimen y que la única autoridad legítima que había en el mundo era la del clero. La única alternativa aceptable era una completa Christianitas.

Además de este ataque fundamental, Gregorio introdujo —o volvió a introducir— una idea que por mucho tiempo había dejado de estar a la vanguardia de la Iglesia: la preocupación por los pobres. Gregorio planteó la idea de los pobres no tanto como una cuestión de carácter económico sino casi político. Para él, ponerse del lado de los más necesitados y detestar a quienes consideraba sus opresores (reyes incluidos) era algo natural. Y por ello aportó al cristianismo cierta dosis de conciencia y crítica sociales, algo de lo que éste careció a lo largo de una Edad Media predominantemente agrícola (aunque como resultado de su insistencia en el celibato, las esposas de miles de sacerdotes fueron echadas a la calle). Durante algún tiempo esta actitud esencialmente emocional hacia la pobreza fortaleció a la Iglesia; la idea demostró ser bastante popular entre las nuevas clases urbanas, que en ningún sentido estaban del todo felices con su vida en las nuevas ciudades.[1544] Gregorio también sugirió que muchas personas acomodadas eran en realidad espiritualmente pobres, lo que lo hizo aún más popular de lo que podría haber sido. No obstante, ello no sirvió para evitar el conflicto que se avecinaba.

Cuando Enrique IV se convirtió en rey y emperador en 1065, habían pasado sólo seis años desde la publicación de los dos trabajos de Humberto, uno sobre la elección del papa y el otro sobre la simonía, ambos dirigidos en particular contra los alemanes. Nadie esperaba que Enrique se mostrara de acuerdo con lo que se decía en esos documentos, pero el hecho es que éste no pudo estabilizar su reino hasta 1075 y llegar a un punto en el que se sentía seguro de que los campesinos, los burgueses y la aristocracia estaban conformes o, al menos, no tenían motivos de inquietud. Luego, poco después de que Hildebrando se convirtiera en el papa Gregorio VII, la sede episcopal de Milán quedó vacante. No mucho antes, en 1073, Gregorio había publicado sus Dictatus papae. La confrontación que amenazaba con desencadenarse se materializó cuando tanto Enrique como Gregorio presentaron a sus propios candidatos para el cargo. El emperador alemán, fortalecido por su reciente éxito en sus propios territorios, se sentía especialmente confiado y, por tanto, respondió de forma enérgica a la bula papal. Envió a Roma una carta escrita en un lenguaje claramente desaforado en la que acusaba a Gregorio de no ser «papa sino un falso monje».[1545] La carta instaba al pontífice a «bajarse del trono de Pedro» y era, en palabras de un historiador, «contumaz e insultante».[1546]

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