Ideas

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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 16. «A mitad de camino entre Dios y el hombre»: Las técnicas papales de control del pensamiento

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Gregorio tomó represalias e informó a los obispos y abades alemanes de que serían excomulgados colectivamente a menos que se negaran a reconocer a Enrique. Y buscó el respaldo de poderes políticos rivales en caso de que hubiera guerra. Fue una maniobra afortunada: Enrique perdió apoyos con rapidez y, por sugerencia papal, la nobleza germana empezó a hablar de elegir a un nuevo rey de otra dinastía. Gregorio echó todavía más sal en la herida al anunciar que él mismo viajaría a Alemania para presidir personalmente la asamblea encargada de elegir al sustituto de su rival.

Éstas fueron las circunstancias que llevaron a Enrique a Canossa en lo más crudo del invierno de 1076-1077. Sus consejeros le habían insinuado que su única esperanza en el enfrentamiento era buscar en persona que Gregorio le absolviera. La verdad sin adornos es que, probablemente, Enrique no estaba arrepentido en ningún sentido y, por otro lado, que Gregorio hubiera preferido no haberlo absuelto. La presencia de Matilde de Toscana (familiar de Enrique, y propietaria del castillo de Canossa en el que se encontraba el papa) y de Hugo de Cluny, que hablaron a favor del rey, fue fundamental: Gregorio no podía correr el riesgo de ganarse la oposición de los cluniacenses y de las demás cabezas coronadas de Europa, que estaban pendientes de cómo iba a reaccionar ante un monarca que había acudido a buscar en persona su absolución. Enrique, por tanto, fue absuelto de su excomunión.

Hoy en día, la posibilidad de ser excomulgados no despierta en la mayoría de nosotros ninguna clase de terror, sin embargo, en la Edad Media, la situación era muy diferente. De hecho, Gregorio VII tuvo un destacado papel en la difusión de la idea y la práctica de la excomunión.

La idea tiene en parte su origen en el ritual pagano de la devotio, en el que ciudadanos que habían cometido serios crímenes eran sacrificados a los dioses. En el proceso, los criminales se convertían en sacer y eran separados de todos los demás miembros de la sociedad.[1547] En un mundo en el que las leyes eran débiles, a los contratos se les añadían maldiciones como una forma adicional de garantizar su cumplimiento, y esta idea fue adoptada por la iglesia primitiva. El exilio es un último aspecto a tener en cuenta: los judíos que se casaban con gentiles durante su cautiverio en Babilonia eran desterrados y sus propiedades eran confiscadas.[1548] Antes de Jesús, en Palestina, se prohibía a los herejes entrar en la sinagoga y se los apartaba de la vida comunitaria. Con todo, el origen directo de la excomunión cristiana es el evangelio de Mateo, donde se dice que se debe reprender al pecador primero en privado, luego ante uno o dos testigos y, por último, si es necesario, delante de toda la comunidad. «Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano» (Mateo 18,17). El Nuevo Testamento contiene distintos episodios en el que el ostracismo social constituye una forma de disciplina. El concepto de excomunión aparece descrito en detalle por primera vez en un documento sirio del siglo III, la Didascalia, atribuido a apóstoles anónimos, en el que se diferencia la exclusión litúrgica de la exclusión social y se explica lo que los pecadores arrepentidos deben hacer para volver al seno de la Iglesia. A quienes eran excomulgados se les prohibía tener relaciones sexuales, litigar, realizar tareas militares, acudir a los baños y participar en los juegos.[1549] No obstante, la Iglesia siempre fue muy consciente de los peligros de llevar la exclusión social al extremo, pues ello podría conducir al pecador a los brazos del demonio, lo que sólo serviría para empeorar las cosas.[1550]

En 1078 Gregorio emitió un canon, Quoniam multus, destinado a limitar el «contagio» de excomuniones al establecer quiénes podían tener relaciones con los excomulgados sin correr el riesgo de quedar excomulgados ellos mismos. (Esto era, de hecho, un intento de corregir la «epidemia» de excomuniones a la que habían dado lugar sus reformas papales). Por ejemplo, era factible que la familia de un excomulgado continuara relacionándose con él: preocupadas por la posibilidad de que los maridos que no podían tener sexo con sus esposas lo buscaran en otro lado, las autoridades optaron por ser pragmáticas.[1551] Graciano usa el término «anatema» para designar la total excomunión religiosa y social, y restringe el significado de la excomunión al considerarla una simple exclusión litúrgica.[1552] Mientras que sólo podían ser anatematizados aquellos que fueran declarados culpables por un tribunal eclesiástico, la excomunión era una cuestión de conciencia y la gente podía, en teoría, excomulgarse a sí misma. El Tercer Concilio de Letrán (1179) excomulgó a todos los herejes; la excomunión por herejía siempre fue mucho más severa que cualquier otra y podía conducir a la prisión y la muerte.[1553] Para el cambio del siglo XII al siglo XIII, la distinción de Graciano se había convertido en la norma, si bien se hablaba de «excomunión menor» (exclusión de la liturgia) y de «excomunión mayor» (completa exclusión social).[1554]

Después de la excomunión de Enrique y su posterior absolución, Gregorio no tenía ya necesidad de viajar a Alemania y, por tanto, regresó a Roma. Aparentemente, el papa había conseguido obtener una magnífica victoria y restablecer el poder de la Iglesia. (Al devolver a Enrique el estatus real, le había hecho prometer que obedecería los futuros decretos papales). Sin embargo, al mismo tiempo, tras haber salvado su reino, Enrique partió decidido a fortalecer su posición de tal forma que nunca volviera a verse inmerso en una situación de debilidad como la que había precedido su encuentro en Canossa. La iglesia alemana se unió para apoyarle y dirigió otra exitosa campaña contra la nobleza. Pronto fue evidente que el emperador no tenía ninguna intención de obedecer los decretos papales y, algún tiempo después, volvió a ser excomulgado. El hecho de que ignorara en buena parte esta segunda maniobra del pontífice demuestra lo mucho que las circunstancias habían cambiado. Enrique obtendría la venganza que durante tanto tiempo había buscado en secreto en 1085, cuando logró hacer salir al papa de Roma para refugiarse en el sur de Italia, «un humillante exilio del que Gregorio no regresaría».[1555] Incluso el papa era más débil de lo que parecía.

Muchos historiadores piensan que, a la luz de este resultado final, el encuentro en Canossa debe ser considerado, en términos deportivos, un empate. La comparecencia de Enrique ante el papa propinó un golpe mortal a la idea de monarquía teocrática, que tan reconfortante resultaba para los diversos «estados» de Europa, y dio sustento a la idea de que los papas tenían derecho a juzgar a los reyes. Esto, es indudable, fomentó el papel político de la Iglesia católica, pero al mismo tiempo hizo que muchas personas (en particular, cabezas coronadas) reaccionaran con disgusto ante la forma prepotente y humillante en que Gregorio había usado, o abusado, de su poder. Uno de sus sucesores, Urbano II (1088-1099), buscó una solución al perpetuo conflicto con el emperador e intentó unir a Europa alrededor de Roma a través de la primera cruzada. No obstante, incluso su estilo pontificio era demasiado para mucha gente y después de él surgieron cardenales de un corte muy diferente: diplomáticos tranquilos, burócratas que sabían por experiencia que era más lo que podía lograrse tras bambalinas mediante el intercambio de ideas que mediante la confrontación. Por tanto, el encuentro de Canossa cambió al papado de manera no menos fundamental de lo que cambió el estatus de los reyes. Si bien los pontífices más beligerantes tendían a olvidar la debilidad inherente al papado, la Curia era muy consciente de ella.

Mientras fue papa, Gregorio también estuvo pendiente de lo que se conocería como la reconquista española. Desde que los musulmanes habían conquistado la península Ibérica en el siglo VIII, los nobles cristianos expulsados de sus tierras se habían refugiado en los Pirineos, donde, durante dos siglos, se habían reagrupado, de manera que para finales del siglo X habían conseguido recuperar parte del territorio perdido. Serían necesarios quinientos años más para acabar con el control musulmán a finales del siglo XV, pero en el proceso los cristianos se enfrentaron cara a cara con la idea islámica de la jihad, la guerra santa, y su doctrina de que el acto moral más elevado era morir luchando en nombre de Dios.[1556] En el cristianismo la idea de la «guerra justa» se remontaba a san Agustín de Hipona y todavía más lejos, e Hildebrando era un fervoroso agustiniano. Precisamente entonces los musulmanes controlaban Oriente Próximo, además de España, y el sepulcro de Cristo en Jerusalén estaba en manos de los infieles. Cuando a todo esto se sumó al deseo de unir de nuevo a las iglesias de Oriente y Occidente (una forma eficaz de combatir la amenaza del islam), nació la idea de la cruzada.[1557]

Había, por supuesto, otras razones para ello. Una cruzada sería la expresión más perfecta del supremo poder del papa, ayudaría a vincular al norte y el sur de Europa e incluso, en un mundo ideal, serviría para afirmar el dominio de Roma sobre Bizancio. En resumen: permitiría matar varios pájaros de un tiro. Sin embargo, Gregorio perdió demasiado tiempo en la Querella de las Investiduras para poder embarcarse en una cruzada, un reto que asumiría Urbano II. Para la época en que éste fue elegido había todavía más motivos para pensar que una cruzada resultaría útil. En primer lugar, ayudaría a reunir a la cristiandad después de las amargas disputas a las que habían dado lugar las reformas de Gregorio. Contribuiría a elevar el prestigio papal en un momento en el que los alemanes no eran exactamente favorables a Roma. Y, acaso, podría también dar prestigio a Francia (Urbano era francés). Tras la Querella de las Investiduras era difícil pensar en que los alemanes participaran en la cruzada, y lo mismo podría esperarse de los normandos del norte de Francia, Bretaña y Sicilia, que probablemente se mantendrían distantes. En cambio, Urbano sabía que en el centro y sur de Francia había muchos señores (y vasallos de esos muchos señores) que aprovecharían con gusto la oportunidad de obtener tierras en el extranjero y, de paso, salvar sus almas.

Y fue así como Urbano proclamó la primera cruzada en Clermont, en el centro de Francia, en 1095. Allí pronunció un discurso tremendamente emocional y retórico a los caballeros allí reunidos en el que apelaba tanto a su piedad como a sus intereses más terrenales. Se refirió extensamente a los sufrimientos que los cristianos estaban padeciendo a manos de los turcos y a la amenaza de una invasión musulmana que pendía sobre Bizancio y el Santo Sepulcro en Jerusalén.[1558] Empleando una famosa frase de la Biblia, Urbano describió Palestina como una «tierra en la que manan la leche y la miel»; y luego, tras prometer que el papado protegería las propiedades y las familias de los cruzados, introdujo una idea de consecuencias mucho más importantes. Como guardián de las llaves del reino de los cielos, prometió conceder a los cruzados «indulgencia plenaria» por sus pecados.[1559] El origen de esta idea quizá resida en la creencia islámica de que cualquier guerrero que muera luchando por su fe tenía garantizado un lugar en el cielo. No obstante, la idea cristiana de indulgencia pronto fue ampliada (y empleada de forma abusiva, de manera que en el siglo XVI se convirtió en una de las prácticas criticadas por Martín Lutero y, posteriormente, por el Concilio de Trento). Hacia el siglo XII la Iglesia católica había extendido la institución de la indulgencia no sólo a los cruzados sino a aquellos que los apoyaban financieramente, y al parecer fue esto lo que desencadenó los problemas. Para el siglo XIV, el papado permitía la venta de indulgencias incluso sin una cruzada que sirviera de pretexto: los ricos podían simplemente limitarse a comprar su entrada al cielo.[1560] Es fácil mostrarse cínico ante las razones que la gente tenía para unirse a las cruzadas, y no hay duda de que muchos tenían motivos contradictorios. No obstante, se dice que cuando Urbano terminó su discurso en Clermont, los caballeros que le escuchaban se levantaron y gritaron con una sola voz Deus vult, «Dios lo quiere», y muchos cortaron trozos de sus capas para hacer con ellos cruces. Fue así como nació el conocido emblema de las cruzadas.[1561]

Las consecuencias intelectuales de las cruzadas han sido materia de debate durante mucho tiempo. Parece haber pocas dudas de que éstas hicieron que algunos cristianos adquirieran una perspectiva más internacional y, por supuesto, hubo diversas costumbres orientales que fueron de paso conocidas y adoptadas (por ejemplo, el gusto por las especias, el uso del rosario o la introducción de nuevos instrumentos musicales). Sin embargo, desde un punto de vista más general, no podemos decir que las cruzadas hubieran ejercido una influencia amplia y duradera. En un lapso de dos siglos los musulmanes habían reconquistado todos los asentamientos capturados por los cristianos, y se habían convertido en una comunidad mucho más hostil e implacable de lo que eran antes de la guerra santa: los cristianos habían demostrado no ser menos fanáticos que sus enemigos. Años después, cuando los cristianos intentaron crear un modo de vivir junto a los judíos y los musulmanes en Oriente Próximo, el asedio y saqueo de Jerusalén siempre se atravesó en su camino. Todavía más sorprendente es el hecho de que las cruzadas tuvieran menos efecto sobre la educación de lo que habría sido posible esperar: los manuscritos que contribuyeron a impulsar la renovación de los estudios académicos en Occidente (el tema de nuestro próximo capítulo) llegaron a través de Sicilia, España y, sí, Bizancio, pero no gracias a los cruzados.

Si la reforma gregoriana tuvo un auténtico logro, fue que llamó la atención sobre la Iglesia. En cierto sentido esto era algo bueno, pero no del todo. En el siglo XI Europa estaba cambiando y en el XII cambiaría aún más a medida que las ciudades continuaran creciendo. Esto es importante desde el punto de vista eclesiástico porque la Iglesia medieval estaba organizada, fundamentalmente, para lidiar con una sociedad sobre todo agraria, y ahora se enfrentaba a una sociedad cada vez más urbana. Muchos de los habitantes de las nuevas ciudades formaban parte de la nueva clase de los burgueses, en la que los niveles de alfabetización eran mayores. Los burgueses estaban mejor educados y trabajaban más duro que sus predecesores, y tenían una intensa devoción. En las nuevas universidades surgió entre los estudiantes la moda de componer mordaces sátiras en las que los clérigos eran representados como personajes obesos y corruptos. En lugar de ser bien recibidos como enviados de Su Santidad, los legados papales eran con frecuencia tratados como entrometidos que interferían con los asunto locales. Por dondequiera que se busque, la literatura de la época evidencia que la insatisfacción con la Iglesia establecida iba en aumento.

Una expresión de la nueva piedad —la nueva religión interior— fue, como hemos visto, el desarrollo de nuevas órdenes monásticas. Un segundo efecto fue la proliferación de las herejías, que ahora eran tomadas mucho más en serio.[1562] De hecho, siempre habían existido herejías, especialmente en Bizancio, pero entre el año 380 y el siglo XII nadie fue quemado por ello. Un aspecto importante de la nueva situación era la reacción contra un estamento clerical rico y mundano. Otro, el aumento de la alfabetización y el pensamiento especulativo, un hecho reflejado por las nuevas universidades, la de París en particular. Dos académicos herejes de esta ciudad fueron David de Denant y Amalarico de Bena, pero las herejías más influyentes del siglo XII y las combatidas con mayor ferocidad fueron la de los valdenses, el milenarismo de Joaquín de Fiore y la herejía albigense de los cátaros.

Pedro de Valdo, un mercader de Lyón, era como muchos herejes una figura ascética y santa. El primer monasterio anticluniacense había sido establecido en Lyón y el arzobispo de la ciudad había sido un gran seguidor de Hildebrando, por lo que en la región había una tradición favorable a la idea de la pobreza apostólica de la Iglesia. Los discípulos de Valdo se autodenominaban los Hombres Pobres de Lyón y, además de abrazar la pobreza apostólica y caminar descalzos, predicaban contra el clero. Para los valdenses una delgada línea separaba al hereje del santo, la «iglesia» no era la organización católica imperante, sino una fraternidad puramente espiritual compuesta por hombres y mujeres santos «que habían experimentado el amor y la gracia de Dios».[1563]

Un anticlericalismo todavía más injurioso fue el promulgado por Joaquín de Fiore, un abad de Italia meridional que hacia finales del siglo XII sostuvo que el mundo había entrado en la era del Anticristo, la época inmediatamente precedente a la Segunda Venida y el Juicio Final. La idea del Anticristo tiene su origen en la tradición apocalíptica del judaísmo del Segundo Templo, que desarrolla la noción de adversarios «humanos» de Dios y su Mesías. En la segunda mitad del siglo I el cristianismo primitivo se apropió de esta idea al sostener que existían fuerzas exteriores que intentaban impedir el regreso de Jesús (la primera mención del término «Anticristo» en un contexto bíblico la encontramos en la primera epístola de Juan). La tradición floreció en Bizancio y pasó a Occidente en un famoso documento del siglo X, la Carta sobre el Anticristo de Adso, que serviría de base a la concepción occidental de éste durante siglos.[1564] Adso, un monje que más tarde se convertiría en abad de Montier-en-Der, emprendió la redacción de una completa «biografía» del Anticristo en una carta dirigida a Gerberga, hermana de Otón II, el gobernante alemán que renovó el imperio occidental. El relato era una hagiografía «al revés» y gozó de una increíble popularidad en su momento (la obra fue traducida a diversos idiomas). Según la versión de los acontecimientos propuesta por Adso, el Anticristo (el Anticristo final) nacería en Babilonia, viajaría luego a Jerusalén donde reconstruiría el Templo, se circuncidaría a sí mismo y realizaría siete milagros, entre ellos, la resurrección de los muertos. Reinaría durante cuarenta y dos meses al cabo de los cuales encontraría su fin en el Monte de los Olivos, aunque Adso no aclara si el encargado sería Jesús o el arcángel Miguel. En las pinturas y las ilustraciones de los libros, el Anticristo aparece con frecuencia representado como un rey (con menos frecuencia como un titán) sentado sobre la bestia o bestias del apocalipsis, a las que en ocasiones apenas parece controlar.[1565]

Lo que apartó a Joaquín de Fiore (por razones evidentes) fue su identificación del Anticristo con el papado. Para Joaquín la exégesis de la Biblia era el único camino para entender el propósito de Dios y, dado este punto de partida, propuso que las siete cabezas del dragón que aparecen en el capítulo 12 del Apocalipsis equivalían a «los siete tiranos que iniciaron las persecuciones de la Iglesia».[1566] Estos siete tiranos eran: Herodes (persecución por los judíos), Nerón (por los paganos), Constantino (por los herejes), Mahoma (por los sarracenos), «Mesemoths» (por los hijos de Babilonia), Saladino y, finalmente, el «séptimo rey», el último y «más grande» Anticristo, cuya aparición consideraba inminente. El monje cisterciense fundó entonces su propia orden y se dedicó a desarrollar su visión, uno de cuyos aspectos era que el futuro estaba en la vida monástica, pues, en su opinión, todas las demás instituciones estaban destinadas a desaparecer. Sin embargo, el examen de la Biblia llevó a Joaquín a concluir que el Anticristo final, al tener como modelo a Jesús, adoptaría, a un tiempo, la forma de un sacerdote y de un rey. Ahora bien, en vista de que entre los siglos XI y XII el papado había adquirido las características de una monarquía, fue casi inevitable que Joaquín viera en el pontífice al Anticristo que estaba buscando.[1567]

Su punto de vista resultaría ser muy popular, quizá debido a la simplicidad de su propuesta: todo estaba patas arriba. Cuanto más fervorosos se mostraran los papas en sus actos, más eficaces serían los engaños del Anticristo. El «hecho» de que el fin era inminente proporcionaba a los milenaristas más seguridad en sus creencias que cualquier otra cosa. Joaquín (como hemos mencionado en la Introducción) consideraba que la historia del mundo se dividía en tres etapas, presididas, respectivamente, por Dios Padre (desde la Creación hasta la Encarnación), Dios Hijo (desde la Encarnación hasta 1260) y Dios Espíritu Santo, de 1260 en adelante, cuando la actual organización de la Iglesia sería erradicada. El que el año 1260 pasara sin que se produjeran incidentes notables cortó las alas a la aventura joaquinista, pero sus ideas continuaron circulando por algún tiempo más.[1568]

Sin embargo, la herejía que, de lejos, supuso la mayor amenaza para la Iglesia establecida fue la de los cátaros (los puros, los santos), conocida también como la religión albigense, nombre derivado de la ciudad de Albi, cerca de Toulouse, donde los herejes estaban particularmente bien representados.[1569] Las ideas que sustentaba el movimiento cátaro habían estado circulando de forma clandestina desde hacía tiempo. Por ejemplo, recordaban las de los maniqueos del siglo IV, las cuales, según algunos historiadores, se habían mantenido con vida en una secta de los Balcanes conocida como los bogomilos. Con todo, es igualmente probable que el catarismo haya surgido de ideas neoplatónicas presentes en la teología y la filosofía más convencional. (Hay pruebas de que muchos cátaros poseían una sólida formación y sabían debatir con gran habilidad). Una última fuente quizá la constituyan el misticismo judío, la cábala y, en particular, la forma de pensamiento conocida como gnosticismo. Los maniqueos creían que había dos dioses, un dios del bien y un dios del mal, un dios de la luz y un dios de la oscuridad, que libraban un combate perpetuo por el control de este mundo. (Aquí encontramos una clara relación con la idea del Anticristo). Esta creencia estaba vinculada a una concepción del hombre como mezcla de espíritu (el bien) y materia o cuerpo (el mal). Al igual que otros herejes, los cátaros eran ascetas cuya única meta era la espiritualidad pura, el estado «perfecto». El matrimonio y las relaciones sexuales debían evitarse, pues conducían a la creación de más materia. Los cátaros además no comían carne y huevos ya que provenían de criaturas que se reproducían sexualmente. (Las limitaciones de sus conocimientos biológicos les permitían comer peces y vegetales). Creían que el camino más seguro hacia la salvación era la endura, la creencia en que después de recibir el consolamentum en el lecho de muerte uno no debía comer ningún alimento con el fin de mantenerse puro, lo que los llevaba a dejarse morir de hambre.[1570] Pese a ello, concedían que quienes no vivieran una vida de absoluta pureza todavía podían alcanzar la salvación si reconocían el liderazgo de los «perfectos» o cátaros. Estos denominados «oyentes» de la verdadera fe cátara recibían en su lecho de muerte un sacramento que borraba todos los pecados cometidos y permitía la reunión de sus almas con el Espíritu Divino. Esta «catarsis» final era la única forma en que aquellos que no eran «perfectos» podían reunirse con Dios.[1571] De los cátaros se contaban toda clase de historias escabrosas. Se decía, por ejemplo, que rechazaban la Encarnación debido a que ésta implicaba que Dios había estado «prisionero» en la materia maligna; que eran promiscuos siempre que la concepción fuera evitada; y que exponían a sus propios hijos a la endura, con lo que los salvaban a través del ayuno mortal y, de paso, libraban al mundo de más materia. Según sus críticos, todas estas maldades eran toleradas con facilidad porque, siendo la costumbre cátara el permitir la catarsis en el lecho de muerte, no tenía sentido preocuparse por actuar de otra forma.

Al final, el avance de los cátaros fue detenido, en primera instancia, por la cruzada albigense de 1209-1229, que les privó del apoyo de los nobles, y luego por la inquisición pontificia, creada en 1231 para hacer frente a esta amenaza. Además de permitir que los reyes de Francia se anexaran la región, estas campañas ayudaron a redefinir la cruzada como una batalla contra los herejes dentro de las fronteras europeas.[1572] Lo que a su vez contribuyó a avivar la autoidentificación de Europa con la cristiandad.

A medida que se acercaba el año 1200, es posible decir que el papado estaba bajo asedio. La principal amenaza —o, al menos, la más visible— provenía de la herejía, pero había también otros problemas, y la debilidad de los mismos papas no era el menor de ellos. Desde la muerte de Alejandro III en 1181, el trono había sido ocupado por una serie de hombres que parecían incapaces de hacer frente a los grandes cambios en la concepción de la piedad y a las secuelas de las cruzadas, por no mencionar los nuevos saberes que animaban las nuevas universidades de París y Bolonia. En términos estrictos, el Aristóteles que estaban redescubriendo las universidades no podía ser condenado como hereje, ya que había vivido antes que Cristo, pero lo que éste tenía que decir no dejaba de preocupar a Roma. Examinaremos la tremenda importancia de Aristóteles en el siguiente capítulo.

En este contexto los cardenales eligieron en 1198 a un papa bastante joven, un abogado extraordinariamente hábil, con la esperanza de que tuviera un largo pontificado y consiguiera transformar el destino del papado. Aunque no vivió tanto como acaso hubiera podido, Inocencio III no defraudó a quienes le eligieron.

Lotario Conti, quien adoptó el nombre de Inocencio III (1198-1216), provenía de una aristocrática familia romana y había estudiado leyes en Bolonia y teología en París, lo que significaba que había tenido acceso a la mejor formación que entonces se daba en Europa. Había entrado a formar parte del Colegio de Cardenales a la temprana edad de veintiséis años, bajo el pontificado de su tío, Lucio III; su ascenso, sin embargo, no fue sólo consecuencia del nepotismo, y sus mismos compañeros reconocieron sus excepcionales habilidades así como su empuje y determinación. El día de su coronación, el nuevo papa dejó claro qué se podía esperar de él: «Yo soy aquel al que Jesús dijo: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos”. Mirad entonces a este sirviente que gobierna sobre toda la familia; él es el vicario de Jesucristo y el sucesor de san Pedro.

Está entre Dios y el hombre, menos que Dios, más que el hombre».[1573]

Más que el hombre. Acaso no haya habido nunca un papa con más confianza en sí mismo que Inocencio, aunque en su defensa habría que decir que ello era, en partes iguales, convicción y bravuconería. Creía que «todo en el mundo es de la competencia del papa», que san Pedro había sido ordenado por Jesús «para gobernar no sólo sobre la Iglesia universal sino también sobre todo el mundo secular» y que él, Inocencio, estaba destinado a establecer, o restablecer, un nuevo equilibrio en el mundo que traería un nuevo orden político, intelectual y religioso a Europa.[1574] Para la época en que murió, la calidad del clero había mejorado notablemente y la Iglesia había recobrado su importancia, perseguía la herejía, atacaba a los poderes seculares y combatía la heterodoxia intelectual. Fue Inocencio quien recaudo los primeros diezmos papales destinados a financiar las cruzadas, una operación que resultó tan exitosa que en 1199 creó el primer impuesto sobre los ingresos del clero para financiar al propio papado. Además, fue Inocencio quien de hecho creó una inquisición para combatir la herejía albigense. En 1208 un legado papal fue asesinado en Francia y se pensaba que el conde de Toulouse estaba implicado en el crimen. Esto dio a Inocencio la idea de lanzar una cruzada contra los herejes.[1575] Ésta no fue la Inquisición (con I mayúscula) que luego se haría tristemente celebre en España (y que fue más una institución real que papal), pero la idea era similar. Inocencio instituyó un nuevo proceso legal, una nueva práctica destinada a descubrir a los herejes mediante la investigación y los interrogatorios, sin tener que esperar a que alguien presentara acusaciones de algún tipo. También ello fue una nueva expresión del poder y ambición del papa (y de su debilidad teológica).

Esta inquisición no fue tan terrible como lo que en general pensamos, pero fue bastante mala. Además había una amarga ironía en todo lo que ocurrió, pues una de las razones por las que en esta época la herejía brotaba con tanta rapidez y fuerza era la corrupción y laxitud moral de los propios clérigos, las personas encargadas de hacer cumplir la nueva ley del Vaticano. Por ejemplo, en el Concilio de Aviñón (1209) se hizo alusión al caso de un clérigo que apostaba penitencias a los dados y a tabernas que se anunciaban con carteles que lucían el alzacuello eclesiástico. El Concilio de París (también de 1209) denunció las misas celebradas por sacerdotes que tenían esposas y concubinas y las fiestas organizadas por monjas.[1576] El discurso inaugural de Inocencio III en el Cuarto Concilio de Letrán en 1215 confirmó que «la corrupción de la gente deriva de la del clero».[1577]

Es importante señalar que la herejía tenía poco que ver con las prácticas mágicas y las arraigadas supersticiones que podían encontrarse por doquier en la Europa del siglo XII, incluida la propia Iglesia. Keith Thomas ha descrito el alcance de estas prácticas: algunos consideraban que el hecho de realizar milagros era «el medio más eficaz de demostrar el monopolio [eclesiástico] de la verdad».[1578] La gente, por ejemplo, creía que la transformación de la hostia y el vino en cuerpo y sangre era en ocasiones literal. Un historiador cita el caso de un banquero judío de Segovia que aceptó una hostia como garantía de un préstamo, y otro nos ofrece la historia de una mujer que besó a su marido mientras tenía una hostia en su boca con el fin de «ganar su amor».[1579] Keith Thomas también menciona el caso de una mujer de Norfolk que se había hecho confirmar siete veces «porque había descubierto que ello mejoraba su reumatismo».[1580] La Iglesia diferenciaba con claridad entre herejía (opiniones contrarias a la doctrina mantenidas con obstinación) y superstición (lo que incluía el uso de la eucaristía para prácticas no devocionales como las que acabamos de mencionar). En cualquier caso, los herejes tenían muy poco interés en la magia, ya que ésta implicaba el uso inapropiado, o simple abuso, de los mismos sacramentos que ellos habían rechazado.

En un principio la Iglesia dio muestras de tolerar a regañadientes la herejía. En una fecha tan tardía como 1162, el papa Alejandro rehusó condenar a algunos cátaros que le habían sido entregados por el obispo de Reims, con el argumento de que «era mejor perdonar a los culpables que quitar la vida a los inocentes».[1581] Sin embargo, la cruzada contra los cátaros tenía para muchos la ventaja de que proporcionaría grandes beneficios materiales y espirituales sin los riesgos y gastos de un arduo y peligroso viaje a Oriente Próximo. En la práctica, sus efectos fueron contradictorios. Al comienzo, en Béziers, tuvo lugar una masacre de siete mil personas, un acontecimiento tan terrible que proporcionó a los cruzados una ventaja psicológica para el resto de la campaña.[1582] Al mismo tiempo, sin embargo, los cátaros se dispersaron con rapidez, con lo que sus insidiosas ideas se difundieron con mayor velocidad y amplitud de lo que probablemente hubiera ocurrido de no ser atacados. Como reacción a este hecho se convocó el Cuarto Concilio de Letrán, que promulgó una «detallada formulación de la creencia ortodoxa» que incluía un primer esbozo del nuevo procedimiento legal.

Esta inquisición empezaría a existir formalmente durante el pontificado de Gregorio IX, entre 1227 y 1233. Hasta entonces los tribunales episcopales habían empleado a lo largo de toda la Edad Media tres formas de acción distintas frente a casos criminales: la accusatio, la denunciatio y la inquisitio. En el pasado, la accusatio había dependido de la existencia de un acusador, que presentaba el caso ante el tribunal y que podía ser castigado si sus acusaciones no lograban ser demostradas. En el nuevo sistema, la inquisitio haereticae pravitatis (inquisición sobre la depravación herética), se permitía investigar sin necesidad de un acusador y se autorizaba el uso de «métodos de investigación». En qué podían consistir esos métodos quedó claro en febrero de 1231, cuando Gregorio IX dio a conocer su Excommunicamus, un texto que establecía con detalle las leyes para perseguir a los herejes, a los que se negaba tanto el derecho de apelación como el de ser defendidos por un abogado, y que incluía la posibilidad de exhumar a los herejes que no habían recibido su justo castigo.[1583] El primero en ostentar el título de inquisitor haereticae pravitatis fue Conrado de Marburgo, quien convencido de que la salvación sólo puede ser alcanzada a través del dolor se convirtió en uno de los practicantes más sanguinarios que esta infausta institución conoció. Con todo, la más terrible de las bulas de toda la historia de la inquisición fue promulgada en mayo de 1252 por Inocencio IV. El documento, que llevaba el espeluznante título de Ad extirpanda, «para extirpar», autorizaba el uso de la tortura para la obtención de confesiones, la quema de los condenados en la hoguera y una fuerza policial al servicio del Santo Oficio (el eufemismo romano para la inquisición).[1584]

La principal tarea de la inquisición, sin embargo, no era impartir castigos semejantes, al menos no en teoría, sino conducir a los herejes de regreso a la fe católica. El inquisitor generalis usualmente viajaba a ciudades en las que se sabía que había un gran número de herejes (muchos pueblos pequeños nunca recibieron la visita de un inquisidor); una vez allí, todos los hombres mayores de catorce años y todas las mujeres mayores de doce estaban obligados a presentarse ante él si pensaban que podían ser culpables de algún tipo de infracción. Cuando la gente estaba reunida, el inquisidor pronunciaba un sermón, conocido en un primer momento como sermo generalis y posteriormente como auto de fe.[1585] En ciertas ocasiones se prometían indulgencias para todos los asistentes. Después del sermo todo hereje que hubiera confesado era absuelto de la excomunión y se libraba de los castigos más severos. No obstante, una parte del proceso de confesión y absolución era la «delación», la denuncia de otros herejes que no se habían presentado ante el tribunal. La delación, invariablemente, era considerada prueba de la validez de la confesión original y, por tanto, los herejes identificados de esta forma eran sometidos a interrogatorio: era entonces cuando empezaba el terror. Todo el procedimiento se realizaba en el más absoluto secreto, no se permitía al acusado conocer quién había hablado en su contra (de otra manera nadie habría informado o delatado nunca) y sólo si atinaba a adivinar la identidad de éste, y estaba en condiciones de mostrar que su acusador le profesaba algún tipo de animadversión personal, podía aspirar a quedar absuelto. El auto de fe llevado a cabo por Bernardo Gui en abril de 1310 en el área de Toulouse evidencia el tipo de cosas que podían ocurrir en estas circunstancias. Entre el domingo 5 de abril y el jueves 9, el inquisidor juzgó y sentenció a ciento tres personas: a veintitrés de ellas se les ordenó llevar la marca de la infamia y realizar peregrinaciones; sesenta y cinco fueron condenadas a cadena perpetua; y dieciocho fueron entregadas a las autoridades para ser quemadas en la hoguera. Ni siquiera los muertos se libraban del castigo. Sabemos de juicios en los que se sentenció a cadenas de hasta sesenta años a personas que ya estaban muertas. En tales casos los cuerpos eran exhumados y se quemaban sus restos (las cenizas, con frecuencia, eran luego arrojadas al río). En una época en la que se creía firmemente en la otra vida y que veneraba las reliquias, terminar así era un destino terrible.[1586]

Las técnicas de tortura empleadas incluían la ordalía o tormento del agua, en la que al acusado se le introducía un embudo en la garganta o se le ponía un paño de seda empapado sobre la cara para hacerle tragar agua. En tales condiciones, cinco litros de agua, entonces considerados una cantidad «común», podían hacer estallar los vasos sanguíneos del prisionero. En la ordalía del fuego, los reos permanecían esposados y sus pies se cubrían de grasa o aceite y se ponían al fuego, donde eran cocinados hasta que el inquisidor obtenía una confesión. El strappado (garrucha) era una polea en el techo que permitía colgar a los prisioneros a casi dos metros del suelo con pesos atados a sus pies. Si los acusados se negaban a confesar, eran elevados aún más alto, se les dejaba caer y, poco antes de golpear el suelo, se les tiraba hacia arriba de nuevo. El peso colocado en los pies era suficiente para dislocar las articulaciones, lo que, evidentemente, provocaba un dolor insoportable al torturado.[1587] Es claro que la tortura resulta especialmente llamativa, pero en una sociedad feudal las marcas de la infamia y el ostracismo que traían consigo podían ser igual de terribles (por ejemplo, podían malograr las posibilidades de casarse de los hijos de quien las llevaba).[1588]

La nueva piedad fue reconocida y formalizada por el Cuarto Concilio de Letrán, celebrado en el palacio de Letrán, en Roma, en 1215. Éste fue uno de los tres concilios ecuménicos más importantes de la Iglesia católica (los otros dos serían el de Nicea, en el año 325, y el de Trento, en el siglo XVI, que examinó la respuesta de la Iglesia católica al protestantismo). Cuatrocientos obispos y ochocientos prelados y notables adicionales asistieron al Cuarto Concilio de Letrán, que estableció el orden del día para diversos aspectos del cristianismo y clarificó y codificó muchas áreas del culto y el credo cristianos. Fue este concilio el que anuló la Carta Magna y fijó el número de sacramento en siete (la iglesia primitiva nunca definió el número de los sacramentos y, antes de Letrán, algunos teólogos como Damián habían preferido hablar de nueve e, incluso, once). Estos siete sacramentos eran: bautismo, confirmación, matrimonio y extremaunción, que marcaban las distintas etapas de la vida, a los que se sumaban la comunión, la confesión y la ordenación de los sacerdotes. El Cuarto Concilio de Letrán también decretó que todo miembro de la Iglesia debía confesar sus pecados a un sacerdote y recibir la eucaristía al menos una vez al año y con tanta frecuencia como le fuera posible. Esto, por supuesto, era una reafirmación de la autoridad de los sacerdotes y un desafío directo a los herejes. Pero reflejaba las necesidades de la nueva piedad. En el mismo ánimo, el concilio decretó además que sin canonización papal no se reconocerían nuevos santos o reliquias.[1589]

El sacramento del matrimonio fue una decisión significativa de parte de la Iglesia. Podría decirse que para el año 1000 la mayoría de las personas en Europa no se habían casado en una iglesia. Por lo general, las parejas simplemente vivían juntas, aunque el intercambio de anillos era frecuente. Incluso en una fecha tan tardía como 1500, muchos campesinos estaban casados aún por el tradicional rito de la cohabitación. No obstante, hacia 1200, digamos, la mayoría de los miembros de las clases más ricas y educadas se casaban ante un sacerdote. Un efecto colateral de ello fue que se redujeron los matrimonios de curas y obispos, pero en términos más amplios la institución del sacramento dio a la Iglesia control sobre los divorcios. Hasta el Cuarto Concilio de Letrán la gente necesitaba el permiso de la Iglesia para casarse con cualquier pariente hasta en séptimo grado de consanguinidad (los primos hermanos, cuyo matrimonio es hoy posible, están separados cuatros grados según el cómputo civil, pero dos según el cómputo canónico). En la práctica, la gente tendía a pasar esto por alto y sólo más tarde, cuando un divorcio estaba en el horizonte, se «descubría» este grado de consanguinidad ilegal y se lo utilizaba como argumento para conseguir la anulación. El Cuarto Concilio de Letrán limitó la prohibición hasta el cuarto grado de consanguinidad. El principal efecto de esta decisión fue, sostiene Norman Cantor, «el aumento de la capacidad de la Iglesia de interferir en las vidas de las personas». Éste era el objetivo de Inocencio.

Su tenacidad y determinación eran extraordinarias. Inocencio ha sido considerado uno de los más grandes papas de todos los tiempos y se le ha calificado de «líder de Europa». David Knowles y Dimitri Obolensky plantean la cuestión del siguiente modo: «Su pontificado es el corto verano del gobierno mundial del papa. Antes de él, sus mejores predecesores luchaban por conquistar una posición de poder; después de él, sus sucesores utilizaron las armas a su disposición con cada vez menos sabiduría espiritual y perspicacia política. Inocencio sólo fue capaz de hacerse obedecer cuando actuaba en beneficio de aquellos que dirigía».[1590]

Durante el siglo XIII, sin embargo, la autoridad moral del papado se desvaneció en gran parte. La Curia continuó siendo una impresionante fuerza administrativa, pero el crecimiento de las monarquías nacionales en Francia, Inglaterra y España superó las capacidades de la burocracia romana. Una particular amenaza para Roma era el poder cada vez mayor del rey francés. En la alta Edad Media el monarca con el que el papa más conflictos había tenido era el emperador alemán. Como consecuencia de esos mismos conflictos, los alemanes no habían estado tan bien representados en las cruzadas como los franceses, lo que había dado a estos últimos más poder en relación con Roma. Además de ello, la cruzada albigense había aportado al rey francés una buena porción del sur de Francia, y en este sentido el papado había contribuido a su propia ruina. El desarrollo de estas tendencias llegó a su clímax durante el reinado de Felipe IV el Hermoso (1285-1314).

Después de las cruzadas y la campaña contra los cátaros, el Colegio de Cardenales contaba con una facción francesa de dimensiones considerables, y la introducción del nacionalismo en el papado hizo que todas las elecciones de este período fueran bastante tensas. La casa de Anjou gobernaba en Sicilia, pero en 1282 la guarnición francesa destinada allí fue masacrada por los sicilianos en una rebelión conocida como las vísperas sicilianas.[1591] En esa época, los sicilianos juraron lealtad a la corona de Aragón. Justo entonces el papa era francés y leal a Carlos de Anjou, así que proclamó que el trono de Aragón perdía sus derechos y anunció una cruzada, que sería en parte financiada por la Iglesia. Ésta era una medida extrema y sin ninguna clase de justificación moral. A ojos de los neutrales, ello rebajaba al papado, y la situación fue aún peor cuando la campaña resultó ser un fracaso. Este fallo hizo que Felipe IV se volviera también contra el papado en búsqueda de un chivo expiatorio. La actitud de los franceses se fue haciendo cada vez más intransigente, lo que llegó a su punto más álgido en 1292 cuando el trono papal quedó vacante y las facciones francesa e italiana del Colegio de Cardenales se anularon una a otra y estuvieron discutiendo durante dos años sin alcanzar un acuerdo, pues ninguno de los candidatos conseguía reunir la mayoría de dos tercios requerida.[1592] En 1294 se llegó a un acuerdo con la elección de Celestino V, un ermitaño. Desconcertado y confundido por este nombramiento, el nuevo papa abdicó pocos meses después de su coronación. Esta «gran renuncia», como la llama Dante, fue un escándalo que rebajó aún más el prestigio del papado, pues no sólo ningún papa había abdicado antes sino que muchos de los fieles, que creían que el papa ocupaba el trono de san Pedro por decisión de Dios, adoptaron la postura de que un papa no podía abdicar. Celestino sostuvo que «una voz angélica» le había dicho que renunciara, no precisamente la excusa más conveniente. Su lugar fue ocupado por el cardenal Benito Gaetani, quien adoptó el nombre de Bonifacio VIII (1294-1303). Podría decirse que Bonifacio resultó ser el más desastroso de todos los papas de la Edad Media. Su idea del cargo no era menos ambiciosa que la de Inocencio III, pero carecía de todas las habilidades de su ilustre predecesor.[1593]

En 1294 Francia e Inglaterra habían entrado en guerra y ambas potencias pronto empezaron a lamentarse de los enormes costos del conflicto y a buscar modos de recaudar fondos. Un recurso empleado por Francia fue el cobro de impuestos al clero, una idea que había tenido mucho éxito durante las cruzadas. Desde Roma, Bonifacio se mostró en desacuerdo y publicó una bula al respecto, Clericis laicos. El tono del documento era particularmente hostil y los franceses respondieron expulsando a los banqueros italianos del reino y prohibiendo la exportación de dinero, lo que privó al papado de una parte considerable de sus ingresos. En esta ocasión, Bonifacio tuvo que ceder y aceptar que el rey francés (y por extensión todos los gobernantes seculares) tenía derecho a cobrar impuestos al clero para financiar la seguridad nacional. (Imponer tributos al clero quizá no nos parezca hoy una forma de financiación especialmente productiva, pero es importante recordar que estamos hablando de una época en la que en Europa la Iglesia era propietaria de hasta un tercio de la tierra). Sin embargo, otro punto muerto se avecinaba. Algunos años después, en 1301, un obispo disidente fue arrestado en el sur de Francia y acusado de traición. Las autoridades francesas exigieron que Roma despojara de su cargo al obispo para poder juzgarlo por su crimen. En un gesto característico, Bonifacio, envalentonado por los miles de peregrinos que habían acudido a Roma por el jubileo de 1300, respondió con prepotencia. Revocó sus anteriores concesiones al rey francés en relación al cobro de impuestos al clero y convocó en Roma un concilio de eclesiásticos franceses con el fin de reformar la iglesia del país. Un año después publicó la bula Unam sanctam, tristemente célebre. En ella el papa sostenía que «las espadas espiritual y temporal están, en última instancia, en poder del vicario de Cristo en la tierra y si un rey no usa de forma adecuada la espada temporal que le ha sido prestada, el papa puede deponerlo». La bula concluía con las siguientes palabras: «Declaramos, proclamamos y definimos que el sometimiento al Romano Pontífice es absolutamente necesario para la salvación de toda criatura humana».[1594]

Los consejeros de Felipe no fueron menos extravagantes en su ojo por ojo. En lo que luego sería descrito como la primera reunión de los Estados Generales franceses, Bonifacio fue objeto de todas las calumnias posibles (se le acusó desde herejía hasta asesinato y magia negra). En un tono aún más beligerante, los Estados Generales insistieron en que era deber del rey cristiano de Francia salvar al mundo del monstruo romano. Los franceses hablaban en serio. Tanto que uno de los consejeros del rey, Guillermo de Nogaret, un abogado del Languedoc, fue enviado en secreto a Italia, donde se reunió con enemigos laicos y eclesiásticos del papa. Su objetivo no era otro que el de capturar a Bonifacio y llevarlo a Francia para someterlo a juicio. Nogaret logró llevar a término la primera parte de su misión: capturó al papa en su residencia familiar en Anagni, al sur de Roma, y partió al norte con su presa. No obstante, los parientes de Bonifacio consiguieron rescatar a Su Santidad y se apresuraron a llevarle de vuelta a Roma, donde, deshecho, murió poco después. Dante consideró que éste era un momento crucial en la historia de la civilización.[1595]

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