Hope

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Primer acto » Capítulo 4. Hope

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Nunca creí que Joseph estuviese recubierto de polvo. Siempre tuve la extraña sensación de que esperaba. A que pasara algo, a que no pasara nada, a que pasara el tiempo, a que pasara él, a que pasara alguien o a que no pasara nadie. Esperaba, sin más.

A mí me gustaba que fuese así; al fin y al cabo, entre esperar y esperanza tan solo hay tres letras de diferencia. Y hubo un día en el que esas tres letras llegaron a Serendipity.

Fue un día como otro cualquiera, excepto porque no lo fue. No fue principio ni final, solo un momento más.

Joseph estaba apilando periódicos viejos sobre el mostrador, mientras yo hacía lo posible por atisbar en ellos qué había sido del mundo, cuando la puerta se abrió. Miré hacia la entrada principal pero no había nadie, así que volví a concentrarme en intentar leer algo.

Fue entonces cuando sucedió.

Un colgante apareció de la nada en el mostrador. Joseph se quedó muy quieto, como si hubiese visto un fantasma, cuando de repente asomó una pequeña cabecita castaña. A la cabeza le siguió el rostro y los brazos de una niña que trataba de mantenerse erguida mientras colocaba el colgante sobre los periódicos.

Siendo una marioneta pensarás que me gustan los niños pero, francamente, los detesto. Tienen esas manitas capaces de manosearlo todo, dedos diminutos como gusanos, pringosos y poco delicados, por no hablar de las voces estridentes y la incapacidad de apreciar una buena historia. Me alegré de encontrarme a una altura considerable como para no ser alcanzado por ella y, por una vez, también me alegré de ser una marioneta.

La cabeza de Joseph se movía lentamente del colgante a la niña, como si no supiera qué le irritaba más. Finalmente, apartó el colgante de los periódicos y siguió con su tarea de apilarlos, obviando a la niña que seguía mirándolo como si esperara algo.

Cuando ella fue consciente de que Joseph tenía mejores cosas que hacer que atenderla, volvió a poner el colgante sobre los periódicos.

—Es tuyo —le dijo.

Joseph gruñó. Yo ya estaba preparándome para los gritos y las protestas pero, para mi sorpresa, ella no insistió más. Dio media vuelta y a punto estuvo de marcharse para siempre cuando oí que Joseph mascullaba por lo bajo:

—Malditos críos.

Ella se detuvo en seco, todavía con la puerta abierta, dejando a la vista aquel mundo que tanto me fascinaba. Llegué a ver a un hombre arrastrando una carretilla repleta de globos y caramelos; una niña que tiraba de la manga de su madre mientras señalaba a los globos; un hombre trajeado que intentaba esquivarlas y un autobús de esos en los que en la planta superior hay gente con gorros, gafas de sol y cámaras.

La puerta se cerró y la niña se dio la vuelta casi a cámara lenta. Tenía los ojos verdes abiertos de par en par y de su garganta salió un gritito antes de correr de nuevo hacia el mostrador.

He de reconocer que a pesar de los años que he vivido, sentí algo de miedo. Joseph estaba de espaldas, de modo que no podía ver su cara, pero habría apostado toda mi madera a que tenía la misma que hubiese tenido yo de poder mover la mía. Pánico.

—¿Puede repetirlo? —preguntó la niña a la vez que daba pequeños saltitos para lograr ver a Joseph detrás del mostrador.

—Malditos críos —repitió él.

Ella gritó, emocionada, y correteó por toda la estancia. Daba vueltas y más vueltas, giraba sobre sí misma, reía, gritaba y miraba a Joseph con los ojos iluminados. Todo un espectáculo.

Él gruñó otra vez y siguió con su tarea.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó la niña.

—Fuera.

—Yo soy Hope.

Si algo he aprendido es que no existen ni principios ni finales. Cada uno elige el momento en el que empezar a recordar y en el que olvidar. Una misma historia contiene tantos inicios y finales como personas la compongan.

Si tuviera que elegir el principio, si estuviera en mi mano, sería ese. Con Hope dando vueltas alrededor de aquel olvido. Y es que esta historia nunca ha sido mía; es la suya y empieza aquí.

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