Hope

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Primer acto » Capítulo 5. Cementerio de palabras muertas

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Hope vino al día siguiente. Al otro. Y al otro. Siempre entraba con su sonrisa, sus coletas y con todas sus palabras. Tenía muchas, muchísimas. Hablaba sin parar y cuando Joseph dejaba de gruñir para decir algo, ella siempre se acercaba todo lo que podía y lo miraba como si el mundo empezara y acabara en él. Algunas veces me descubrí pensando que ojalá pudieran escucharme para que alguien me mirase así.

—Lo que más me gusta en el mundo es el mar —confesó la niña una tarde—. De mayor quiero ser una ola, ya casi me sale el sonido que hacen. ¿Quieres que te lo enseñe? Es muy fácil. Mira, se hace así. —Compuso un gesto de concentración a la vez que hacía un ruido que parecía indicar que se había atragantado con sus palabras—. ¿Ves? Seré una ola genial. ¿Crees que podré?

Joseph emitió algo parecido a una tos —aunque yo sabía que era su manera de reír sin reír—, un momento antes de seguir haciendo lo que hacía siempre: ignorarla. Hope se estaba ganando mi respeto pese a ser una niña. Nunca se rendía. Cada día regresaba. Aparecía por esa puerta aunque detrás de ella solo encontrara a un viejo gruñón y a una marioneta que soñaba sin soñar.

—Le gustas —le dije, aunque no pudo escucharme.

Siguió parloteando. Yo siempre le prestaba atención, por eso sabía que estábamos en otoño y que le encantaba el mar pero que como empezaba a hacer frío apenas podía ir a la playa. Que en una de sus visitas encontró el colgante perdido entre las rocas, que había pensado en quedárselo porque era muy bonito con esos bordes azules y a ella le encantaba el azul porque le recordaba al mar, pero que cuando vio el grabado con el nombre del teatro imaginó que quien lo había perdido debía estar muy triste. También supe que tenía siete años, que uno de sus dientes estaba a punto de caerse, que vivía en la casa de ladrillos grises que había frente a la playa y que desde su habitación se podía ver el mar.

—¿No te echan de menos tus padres? —preguntó Joseph al cabo de un rato.

—No —contestó la niña justo antes de que todas sus palabras desaparecieran.

Permaneció unos minutos callada y después se fue.

Al día siguiente no volvió. Ni al otro.

La echamos de menos. Joseph no decía nada, pero lo veía alzar la vista y quedarse pensativo cada vez que se abría la puerta del teatro y también escuchaba sus gruñidos al comprobar que era alguno de los actores de la compañía o un cliente más. Durante esos días, Joseph estuvo más gruñón de lo normal. Yo sabía que era por ella. Lo supe el tercer día, cuando por fin apareció.

A diferencia de las otras veces, entró en un susurro. Apenas nos dimos cuenta pese a estar más atentos a la puerta de lo que ninguno de los dos admitiría jamás.

—No escucho —dijo, poniéndose de puntillas con los brazos apoyados en el mostrador.

—No estaba hablando.

—No escucho nunca.

—¿Estás sorda? —preguntó Joseph sin levantar la vista, mientras cosía el botón de una chaqueta.

—No, me han hecho muchas pruebas y estoy bien. Lo que pasa es que no escucho.

—A mí me parece que oyes perfectamente.

—Claro que oigo. Lo que pasa es que no escucho las palabras.

El comentario de la niña le hizo alzar el rostro.

—¿Las palabras?

Hope asintió.

—Oigo el sonido del mar, los coches, las sirenas, pero no escucho las palabras. Cuando la gente habla solo oigo un murmullo que no entiendo.

—Ya comprendo. —Joseph elevó sus pobladas cejas—. Yo no veo los colores.

—¿Ah, no?

—No. Todo es en blanco y negro, como una película antigua.

—Me gustan las películas mudas, son las únicas que entiendo.

—Tienes mucha imaginación. —Él negó con la cabeza, volviendo a concentrarse en su labor.

—Es verdad.

—Me estás contestando, niña. Eso es porque me escuchas.

—A ti sí, pero al resto no. Por eso vengo.

—¿Por qué?

—Por tus palabras. Me gusta escuchar a alguien que no sea yo.

—Ya.

—¡No miento! Pregúntale a quien quieras.

—Eso haré.

—Vale.

Joseph se percató de que la niña permanecía a la espera, taladrándolo con la mirada.

—¿Qué?

—Has dicho que lo ibas a hacer, estoy esperando.

—Pero no ahora.

—¿Por qué no?

—¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Salir a la calle y preguntarle a alguien si conoce a una niña que no escucha las palabras?

—Sí. Todo el mundo me conoce. —Lo miraba con la cara roja por el esfuerzo de mantener el peso de su cuerpo en sus piececitos—. No me iré hasta que no lo hagas, no soy una mentirosa.

Joseph resopló, pero aun así se puso su chaqueta y se dirigió a la entrada murmurando algo ininteligible. Me quedé a solas con Hope, que me miró con curiosidad. Quise decirle que la creía, pero no pude hacer más que quedarme ahí, observándola. Joseph no solía escuchar a la gente, se limitaba a murmurar y a esperar a que se fueran, pero yo sí lo hacía.

Había oído hablar de la niña que no escuchaba las palabras, la hermana del chico que se había suicidado, la hija del hombre que prefería la compañía de una botella de whisky a la de su propia familia o la hija de una mujer tan empeñada en guardar las apariencias que lo único que conseguía era hacer el ridículo. El pueblo en el que vivíamos no era muy grande y durante un tiempo fueron el único tema de conversación de todos los que entraban y salían del teatro; después simplemente dejaron de hablar sobre ellos. Nunca sospeché que Hope fuese esa misma niña. Era tan sonriente y tenía tantas palabras que costaba creer que estuviera tan sola. Porque así es como debía sentirse, sola en la inmensidad del mundo que había al otro lado de la puerta.

Me sentí extrañamente conectado con ella. Yo oía las palabras de la gente pero ellos no podían escucharme; a Hope, en cambio, todos podían escucharla pero ella no podía entenderlos. Los dos éramos, a nuestra manera, un cementerio de palabras muertas. Las mías por no poder salir y las suyas por no poder entrar.

Joseph volvió al cabo de unos minutos, maldiciendo.

—¿A que no mentía? —le preguntó Hope, que comenzó a revolotear a su alrededor.

—No —musitó él.

Ella sonrió, aunque a mí me pareció más una lágrima.

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