Hope

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Primer acto » Capítulo 7. Tener fe

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Vivíamos en un pueblo llamado Folktale. ¿Qué piensas al leer ese nombre? Quizá en un joven que viajó por el ancho mundo buscando que alguien le enseñara lo que era el miedo y lo encontró donde menos lo esperaba. Tal vez en un niño que nació tan blanco como la nieve y tan rojo como la sangre y que, como ocurre en muchos otros cuentos, por culpa de una malvada madrastra acabó transformándose en un bello pájaro que cantaba muy bien, todo gracias a la magia de un enebro. O hasta puede que pienses en una sirena que entregó su voz para seguir al amor de su vida con sus dos piernas.

Sin lugar a dudas, un pueblo con semejante nombre debía de esconder viejas historias, de esas que pese a estar llenas de polvo siempre puedes rescatar porque el tiempo, que es muy sabio, las mantiene intactas.

Folktale era un lugar mágico. No importaba que la era moderna le hubiese arrastrado a sus fauces; seguía conservando su antigüedad, su herencia. Un aroma a libro antiguo te inundaba las fosas nasales cuando paseabas por las callejuelas y te fijabas en las casas de colores con sus tejas rojas, en los escaparates recargados, en los sillones de cuero que había en algunas de las tiendas o en la madera que crujía cuando atravesabas los umbrales y sonaba la conocida campanita.

Hope vivía en una casa gris de dos plantas. Si la mirabas con detenimiento, te daba la impresión de que se hallaba ligeramente inclinada a la derecha. Llegué a preguntarme si se trataba de una mera ilusión óptica o si era solo cosa mía, de esa caída que sufrí años atrás y que hizo que mi cabeza se quedara para siempre un poco desviada hacia ese lado. Supongo que nunca lo sabré. La cercanía del mar había castigado la fachada; el gris inmaculado y uniforme de antaño se había ido apagando y transformándose hasta parecer un cielo encapotado de nubes grises. Sin embargo, la puerta principal había resistido intacta al paso del tiempo y la humedad. Cualquiera diría que había sido puesta ahí por error. El caso es que cuando posabas tus ojos en aquella puerta de madera robusta, con su pomo y su aldaba en forma de sirena, ambos dorados y relucientes, te veías incapaz de apartarlos de ella. Parecía como si la puerta y la vieja construcción descascarillada no tuvieran nada que ver.

Hope me había contado que había soportado los envites del tiempo porque era una puerta mágica que conectaba con otro mundo. Un mundo al que seguía sin ser invitada. «Algún día, Wave, algún día me darán permiso para entrar», me decía siempre. Mientras tanto ella esperaba.

Pero si había una historia de Folktale que me gustaba de verdad, esa era la historia de la estatua de la plaza. La estatua de un joven con los ojos cerrados, vestido con bonitos ropajes de otros tiempos. Según la leyenda, había sido un joven de buena familia que dilapidó su herencia para ayudar a los más necesitados. El joven no siempre había sido igual de bondadoso. En su niñez había aterrorizado a sus profesores con travesuras malintencionadas y esa arrogancia que llevaba como una segunda piel. Su carácter no hizo más que empeorar a medida que se hacía mayor. Durante los años en los que fue enviado a un internado, se convirtió en un déspota al que todos despreciaban pero fingían querer solo por la grandeza de su apellido. No fue hasta que sufrió un terrible accidente que lo dejó ciego cuando pudo abrir los ojos a la realidad que tenía delante, conocerse de verdad y conocer a todos los que lo rodeaban.

Estaba solo.

Vacío.

No sabía amar y, desde luego, nadie lo había amado nunca.

Creía que todo estaba perdido para él, hasta que conoció a una chica unos años más joven que vendía muñecas de trapo en la plaza. Ella fue sus ojos, su verdad, la que le habló con la voz del pueblo. Cada día quedaban justo en el lugar donde ahora se alzaba la estatua y que en ese entonces había sido ocupado por un banco de piedra, y le contaba historias de ese pueblo que él había ignorado. La trágica historia de una madre que veía morir a su pequeño sin poder hacer nada; la de un niño que caminaba cojeando entre lágrimas porque el único par de zapatos que tenía era varias tallas más pequeño; la de una familia que había perdido su casa y ahora dormía en la playa, ateridos por el frío.

Así comenzó a repartir su fortuna, sin saber que aquella que tenía a su lado y a la que había entregado su corazón era la que más necesitaba de su generosidad. La chica estaba muy enferma, pero él no podía saberlo. No podía imaginarse que estaba a punto de perder su corazón tan repentinamente como había perdido la vista. Murió sobre su hombro haciéndole prometer que seguiría ayudando al pueblo. Él lo hizo hasta su último aliento. Se convirtió en el más querido. Le llamaron

el joven ciego aun cuando dejó de serlo —joven, no ciego—. Cuando abandonó este mundo, muchos años después, lo hizo con una sonrisa y los ojos bien abiertos, esperando. Era feliz porque estaba a punto de reunirse con su amada. Por fin.

Hope me contó esa historia muchas veces.

Como te decía, se puede ver la magia de Folktale si observas detenidamente cada rincón. La sal del mar impregnando la avenida; los amuletos de colores moviéndose en las ventanas; el viejo con el bastón que pasaba todos los días por la floristería a comprar una rosa a la que luego le arrancaba los pétalos para tirarlos al mar; la bibliotecaria del peinado a medio hacer, siempre con un libro bajo el brazo. Los rumores que se cruzaban de boca en boca, demasiado rápidos para verlos venir pero demasiado pesados para marcharse con la misma celeridad.

Era un pueblo como otro cualquiera, mitad real, mitad cuento.

Y a pesar de todas esas historias nadie creía en Hope. Fingían no verla porque era más fácil. De esta manera no tenían que hacer como que la escuchaban, ni esforzarse para que ella los comprendiera, ni respirar hondo evitando gritar cuando su vocecilla se solapaba con la de ellos. Puede que Folktale fuese peculiar, pero Hope sobrepasaba los límites.

Quizás en un pueblo llamado Reading nos hubiera ido mejor, pero había que conformarse.

Siempre pensé que si Hope hubiese dejado de hablar, las cosas habrían sido distintas. A las personas suelen gustarle los que son callados porque creen que las escuchan. Si Hope no se hubiese dedicado a parlotear todo el día, no hubiese habido escépticos ni egocéntricos. Lo más seguro es que si se hubiese quedado muy quieta, mirándolos a los ojos, sus vecinos le hubieran hablado. Puede que esto a ella no le hubiese servido de nada, pero seguro que se hubiera sentido menos fuera de lugar. La cuestión es que Hope odiaba el silencio y como era incapaz de escuchar se forzaba a hablar por ella misma y por los demás.

Al principio pensaba que si hubiera podido escucharme una sola vez, le hubiese dado el consejo de mantener la boca cerrada. Con el paso del tiempo lo cambié por un «estoy aquí». Más que intentar dejar de ser ella misma, necesitaba que el resto dejara de intentar descifrarla.

No obstante, como en todos los rincones del mundo, había varios tipos de habitantes en el pueblo.

Por un lado, estaban los que la ignoraban. Estos eran más numerosos, pues a la gente le gusta ignorar aquello que no comprende.

Estaban, también, los que se mostraban cordiales, alimentados por un sentimiento parecido a la lástima. Estos eran los peores; sus sonrisas estaban llenas de hipocresía, y sus palabras, colmadas de buenos deseos que sonaban como los conjuros de los más crueles hechiceros.

Después estaban los que la señalaban. Unos por creerla una mentirosa, otros por pensar en ella como un ser maligno y otros por ser diferente. Distintas formas de intentar poner nombre a algo que no lo tiene.

Y, por último, estaban los que la aceptaban tal y como era. Joseph solía decir que la fe solo era cuestión de dejar de hacer preguntas y limitarse a creer. Así que supongo que estos eran los que tenían fe en Hope. Lamentablemente, solo Joseph y yo estábamos en ese grupo.

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