Hope

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Primer acto » Capítulo 8. Un pirata, una maldición y un rescate

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No era difícil saber por qué Hope pasaba tanto tiempo en Serendipity.

Su casa era una casa. Tenía paredes, puertas, ventanas, camas…, todo eso de lo que se compone cualquier casa. Pero no era un hogar. La temperatura bajaba diez grados cuando atravesabas el umbral de la puerta.

Tal vez yo no tuviera voz, pero le hablé muchas más veces a Hope que sus propios padres. Parecían el murmullo de una televisión que alguien se había olvidado de apagar o que mantenía encendida por no sentir la soledad calándole los huesos.

No tardé en descubrir el motivo. Habían dejado de creer en ella. No había esperanza, estaba condenada. Condenada al olvido cuando ni siquiera llegaba a los armarios altos de la cocina.

Hope solía colocarme un cuento delante y acurrucarse a mi lado fingiendo que era yo el que se lo contaba. Era verdad que lo hacía, le leí tantos cuentos que acabé por creer que estábamos dentro de uno y que no tardaría en ocurrir algo que lo cambiaría todo. Un hada madrina, un príncipe azul o incluso siete enanitos nos habrían servido. Habría sido más fácil si todo hubiese formado parte de un cuento porque, tarde o temprano, habríamos descubierto que solo se trataba de una maldición y todo el mundo sabe que detrás de cada maldición hay un pero, una escapatoria.

Por desgracia, no estábamos en un cuento. La realidad nos aplastaba a cada paso, pero yo me negué a rendirme. Nunca fui de los que aceptan la realidad como algo ante lo que doblegarse, sino como un reto. Nacieron en mí las primeras preguntas, tales como: ¿Por qué Hope no escuchaba a los demás pero sí podía escuchar a Joseph? ¿Habría más gente como él para Hope? ¿Solo se trataba de buscar?

Hope también se hacía preguntas como esas, aunque todavía era pequeña para ir más allá.

—Mi hermano era pirata —me contó una vez que no podía conciliar el sueño—. Un pirata terrible que dejó de serlo cuando se enamoró de una sirena pelirroja que solo conocía por las historias que le contaban los otros piratas. Sabía que estaba mal. No puedes fiarte de una sirena, todo el mundo lo sabe. Pero él era como yo. No escuchaba —confesó muy bajito, como si se desprendiera de su secreto más preciado—. Pero a ella sí la escuchó. Por eso saltó al mar y se hundió. —Guardó silencio durante varios segundos en los que pude oír su respiración acelerada—. Dicen que está muerto, pero yo sé la verdad. La sirena lo salvó y lo convirtió en el rey de los mares. Por eso ahora soy yo la que no escucha, él me pasó su maldición. Algún día, yo también le pasaré la maldición a alguien.

De esa manera descubrí la razón por la que Hope se volvía invisible a ojos de sus padres, y entendí el frío, los silencios, las fotos de su hermano invadiendo las paredes. En esa casa el tiempo también se había detenido. Ese otro olvido, el del dolor, cuando recordar duele demasiado.

Era como si el hermano de Hope no se hubiese hundido solo en las profundas aguas; toda la familia lo había hecho con él. Su padre en el fondo de una botella, su madre en sus propias lágrimas y Hope en el silencio.

Pero ahora tenía a Joseph y me tenía a mí y ninguno de los dos permitiríamos que ella también se ahogara. Aunque nos ahogáramos en el intento.

En todas las historias de Hope, Joseph siempre nos rescataba a ella y a mí; pero en las mías, en las que nadie podía escuchar, era ella la que nos rescataba a nosotros.

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