Hope

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Primer acto » Capítulo 11. Comprar palabras

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—Hoy será distinto, ya lo verás, Wave —me decía cada mañana.

Y yo quería creerla, aunque nunca ocurriese, porque no creer implicaba rendirse y jamás me daría por vencido con Hope. Solo teníamos que esperar, algún día sería verdad.

Lo cierto es que hasta el momento estaba atrapada en una vida que a pesar de ser suya, no lo era. Dentro de aquella casa los minutos se convertían en siglos; las horas, en algo desesperante. Ella quería escapar, yo quería escapar y sé que, de alguna manera, los padres de Hope también querían escapar. Ninguno lo hacíamos. Resultaba extraño que la única persona que todos querían que estuviera en aquella casa era la única que había escapado, aunque hubiese sido en brazos de la muerte.

Después de su promesa, Hope me daba uno de sus babosos besos. Abría las ventanas y tarareaba aquella maldita canción, con el

dilly dilly del que tardaba horas en desprenderme. Luego me contaba cuáles eran las aventuras para ese día. Una excursión al mundo de los mil mundos —la biblioteca—, una visita inesperada a la guarida de los piratas —la playa—, volar —bajar la cuesta de la colina con la bicicleta— o ir a comprar palabras —visitar a Joseph en Serendipity—. A comprar palabras íbamos casi todos los días y a pesar de que Joseph no disponía de muchas, tenía las importantes, las que marcaban la diferencia.

Solo regresábamos a casa cuando a Hope se le empezaban a cerrar los ojos y su cuerpecito se movía como un autómata. Entonces me permitía contarle un cuento y me daba un beso de buenas noches, menos cuando se olvidaba porque el sueño la vencía.

Me sorprendía descubrirme a mí mismo esperando esos momentos. El cuento, el beso, conocer el mundo a través de esa niña que me había convertido en su mejor amigo. Me había transformado en una marioneta muy mansa. Tiempo atrás, me hubiera avergonzado de ello, pero ya no era el mismo de ayer y sabía que seguiría cambiando cada día que pasara a su lado.

Una mañana en la que llovía muy fuerte y esperábamos a que amainara para salir, mientras ella dibujaba en uno de sus cuadernos, llegó a decir que si suprimíamos la «s» de

amistad nos quedaba «a mitad».

—A mitad, a mitad —repetía, mirando el cuaderno con el ceño fruncido, buscando un porqué—. A mitad de los dos, el camino entre tú y yo —rumiaba por lo bajo, mordiendo el lápiz. Borró algo del cuaderno—. No, mejor quitar también la primera «a», porque así quedará la palabra «mitad». —Me miró con una sonrisa—. Eso es la amistad, somos dos mitades. Te doy mi mitad, Wave, y te prometo que siempre, siempre, siempre estaremos juntos.

En ese momento a mí también me habría gustado poder darle un beso baboso y tararear la dichosa canción. Maldita niña, ¿cómo podían no quererla?

El señor y la señora Black nunca se dirigieron a mí. Nunca escuché sus voces más que para oírlos discutir. Ellos hacían como que no me veían, de modo que me convertí en un secreto a voces. Sabían de mi existencia pero me ignoraban. A mí me parecía bien. Yo era el secreto de Hope y Hope el secreto de sus padres.

Solo una persona venía a la casa por el secreto de los Black. Se llamaba Anne y era una señora estirada que te miraba como si fueras de un planeta inferior al suyo. Me cayó mal nada más verla.

Le hablaba en voz alta, aun sabiendo que la niña no podía escucharla, y escribía lo más importante en una pizarra que siempre traía consigo. Y no fueron pocas las veces en las que intentó coger desprevenida a Hope para demostrar que mentía y que, de hecho, sí que podía escuchar las palabras. Claro que nunca le dio resultado porque la niña no mentía. Al menos, no en eso.

Aun así, pese a que la tuviera por una mentirosa, Hope copiaba todo lo que Anne escribía en la pizarra en su cuaderno, aunque yo sabía que no le interesaba. No había que ser adivino para saberlo, ya que cuando Anne le escribía una pregunta, Hope le contaba un cuento.

—¿Sabe usted cuál es el cuento más pequeño del mundo? —le preguntó ese día Hope cuando la profesora escribió la primera pregunta en la pizarra. La mujer ni siquiera se inmutó. Hope tampoco—. «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí» —le contó.

—Te he hecho una pregunta —insistió la mujer a gritos antes de escribírselo en la pizarra.

Quise tirarle un libro a esa cabezota que tenía.

—También me sé uno sobre un caracol que deja su rastro para que sus hermanos pequeños no se pierdan —siguió Hope—. Es un poco raro este cuento porque el rastro de babas seguro que se seca pronto, pero siempre hay que creer aunque los caracoles te parezcan asquerosos.

Anne no siguió viniendo mucho más. Un día se esfumó y no dejó un rastro baboso tras ella. Me alegré. Hope también lo hizo.

Siempre me pareció que si Hope fuera una historia, sería una sin palabras. Y eso que, de palabras, ella iba sobrada. Pero lo importante es lo que siempre se esconde tras las palabras, lo que no se dice, lo que se oculta como un preciado secreto.

La vida no es fácil, suelen decir. Creo que vivir no es difícil, lo difícil es estar vivo.

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