Hope

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Primer acto » Capítulo 16. Recordar olvidando

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A lo largo de los años he visto cómo se perdían infinidad de cosas. Lo que nunca pensé es que yo podría perder algo.

Un día perdí a Hope.

Técnicamente fue ella la que me perdió a mí, por eso de que yo soy una… Ya sabes, una marioneta. Pero yo no lo sentí así. Las personas suelen creer que pierde el que posee, pero yo siempre he creído que pierde el que ama. Y yo amaba a Hope, de modo que aunque fuera incapaz de dejarla olvidada en algún lugar, y que la culpa en realidad fue de ella, sentí que el que la había perdido había sido yo.

Todo empezó un domingo en el que el sol se había ocultado entre las nubes, un reflejo más del ánimo de la señora Black que, como era habitual, se había arreglado para la visita al cementerio. Iba vestida impecablemente de negro y el gesto de su cara expresaba toda la melancolía que llevaba a su espalda.

Una vez lista, miró en dirección a Hope —que no a Hope— para que la siguiera. Ella me cogió de un brazo y salimos detrás de su madre.

Nada más atravesar el umbral de la casa, una ráfaga de viento nos dejó paralizados durante unos segundos. Era de día pero parecía de noche; así es como lo recuerdo. Las olas golpeaban las rocas con violencia, sombras y más sombras cubrían las calles, las hojas caídas crujían tras los pasos apresurados de Hope.

Tuve un mal presentimiento.

—Deberíamos volver a casa —le dije.

—Mamá dice que vamos a ver a mi hermano —comentó ella casi en un susurro, como si me hubiese escuchado—. ¿Tú lo entiendes? No sé cómo no se da cuenta de que no puede estar debajo de toda esa tierra.

Probé de otra manera.

—Hope, te ordeno que me lleves a casa.

—Pero me gusta el cementerio porque allí duermen los ángeles.

Era inútil. Por mucho que fuéramos amigos nunca estaríamos lo suficientemente conectados como para que me escuchara. Tenía que empezar a formular mis propios deseos.

Quise decirle que no solo los ángeles dormían en los cementerios, que también lo hacían los muertos. Negar la verdad era lo que había llevado a su familia al punto en el que se encontraban, no era buena idea que ella imitase los pasos de sus padres. De haber podido hablar le habría explicado cómo funcionaban las cosas, pero inmediatamente detuve estos pensamientos cuando me di cuenta de que no tenía ni idea de adónde iban a parar los muertos. Quizá Hope tuviera razón, quizá un cementerio solo era la excusa de los humanos para retener a sus seres queridos en la tierra. Seguro que Joseph tenía una buena explicación para ello; él lo sabía todo.

La señora Black se pasó horas contemplando el retrato de su hijo, como cada domingo, mientras Hope saludaba a cada ángel de piedra del cementerio, haciendo de las tumbas un laberinto, de las ramas los brazos de un ser que le daba la bienvenida a sus dominios. Cuando se cansaba de correr, lo que más le gustaba era mirar los nombres de las lápidas hasta que una llamaba su atención. Entonces se inclinaba a su lado para leer el nombre incrustado en la piedra y comenzaba a narrarme su historia.

Cuando fuimos a buscar a la señora Black para volver a casa, ya se había marchado.

Sentí que el miedo de Hope reptaba hasta llegar a mí; me empapaba la ropa, la madera, cada hilo y recoveco de mi cuerpo.

—¡Mamá! —gritó mientras corría de un lado para otro—. ¡Mamá, estoy aquí! —siguió gritando mientras varios ojos se posaban en ella. Miradas curiosas, alarmadas, tristes. Miradas que no eran la de su madre—. ¡Mamá! —gritó otra vez, dándose cuenta de que estábamos dando vueltas en círculo.

No sé exactamente cuántos minutos estuvo corriendo, sujetándome muy fuerte. Fueron muchos, muchísimos. Una eternidad.

Su madre se había olvidado de ella.

La había olvidado.

Era horrible. ¿Cómo podía haberlo hecho? Lo sabía, claro. Olvidas cuando recuerdas demasiado. La señora Black había recordado demasiado a su difunto hijo, por eso había olvidado a su hija viva.

Nunca entenderé a los humanos.

Cuando Hope se detuvo, exhausta, delante de la tumba de su hermano, ya no quedaba miedo ni esperanza en ella. Había otra cosa que, de haber podido, me habría puesto la piel de gallina. Rabia. Sí, era fuego eso que habitaba en sus ojos.

No supe qué pensaba hacer hasta que alargó la mano para coger el retrato de su hermano. Se lo llevó al pecho y me aplastó la cara contra el marco antes de echar a correr.

—¡Eh! —grité—. ¡No veo nada!

No me hizo caso. Oía sus pasos, su respiración, el ruido de los coches al salir del cementerio, voces que iban y venían. Calles, calles, más calles.

—¡Me estoy mareando! —me quejé, aunque sabía que solo hablaba por hablar.

Me habría gustado tener un reloj, como el que llevaba Joseph en el bolsillo derecho, para aferrarme a la idea de que el tiempo seguía pasando aunque a mí me parecía que nos habíamos quedado perdidos en la inmensidad de un segundo. Pero no tenía nada, de modo que me quedé quieto, con la cara aplastada, hasta que oí el mar y supe que habíamos llegado a nuestro destino y que, en efecto, el tiempo había pasado.

Hope me dejó recostado sobre una roca.

—¡No hagas eso! —protesté mientras me caía a un lado y mi pie se hundía en un charco—. ¡Mi zapato! —grité, horrorizado.

Apenas podía ver a Hope en la postura en la que me encontraba; las rocas me tapaban gran parte de la vista, pero de refilón pude atisbar que tiraba el marco al agua con fuerza. Se oyó un golpe seco de cristales rompiéndose contra las rocas, y supe que Hope se estaba despidiendo de su hermano. Lo estaba enterrando y, en lugar de regalarle flores, le regalaba la inmensidad del mar. Ahora sí que era un pirata. Me pregunté si encontraría a su sirena.

Esperé a que Hope me recogiera, pero no lo hizo. De la misma manera en que su madre la había olvidado a ella, Hope se olvidó de mí.

Grité y grité hasta que mi esperanza se desvaneció del todo. El cielo se fue nublando y finas gotas de lluvia terminaron por calarme la ropa. Entonces dejé de gritar. ¿Para qué? Estaba perdido, solo, y la oscuridad volvía a cernirse sobre mí.

Por una vez no pertenecía a nadie. Yo y el mundo, solos. Era extraño, desolador. Sentí un crujido en el pecho conforme las gotas de lluvia iban cayendo con más fuerza y me pregunté si me estaría rompiendo. ¿Era la muerte avisándome de que me había llegado la hora? ¿Iba a morir? De ser así, no me imaginaba ningún lugar mejor que ese. Quizá el hermano de Hope me rescatara, quizá me hundiera con él y reináramos juntos en las profundidades del mar, quizá esa sensación de abandono acabaría pronto.

Me odié a mí mismo por creer. En Hope, en nuestra amistad, en una niña. Todos eran iguales. Me había prometido que siempre seríamos amigos y yo la había creído. Me sentí estúpido, avergonzado, porque a pesar de la evidencia todavía existía una parte de mí que se rebelaba contra el olvido. Sabía que lo decía en serio, igual que sabía que mi cuerpo se hundía cada vez más a medida que la marea iba subiendo. Pero entonces, ¿por qué me había olvidado? No es que fuera ligero, tendría que haber notado mi ausencia.

—¿Dónde estás, Hope? —dije con la fuerza de todos mis pensamientos, tan fuerte que no entendía cómo el mundo no se detenía para buscar a Hope y traérmela de vuelta—. Cada vez está más oscuro.

Fue entonces cuando oí el llanto.

—Se está haciendo de noche —dijo una voz grave que conocía muy bien—. ¿Recuerdas dónde lo dejaste?

La respuesta fue otro llanto, más desgarrador que el primero.

El llanto de Hope.

—¡Estoy aquí! —grité, preso de una sensación extraña.

Habían vuelto a por mí.

—Me olvidé —balbució Hope—. Quería devolver a mi hermano al mar y me olvidé de Wave —dijo, sollozando.

—Y ahora vamos a encontrarlo. —Oí que Joseph avanzaba en mi dirección—. Ten cuidado, esto resbala.

—Wave es mi mejor amigo.

Amigo. En realidad era su único amigo, pero saber que me consideraba el mejor, aunque no hubiese nadie más, hizo que recuperara todo el ánimo que había perdido en las horas que había estado solo a la intemperie.

—Deja de llorar —gruñó Joseph—. Él odia a los niños que lloran.

¿Cómo lo sabía? Estaba pensando que ese viejo iba a contagiarme su locura a mí también cuando sentí que sus manos me sacaban del charco y me estrujaban para secarme.

—Aquí estás.

—¿Lo has encontrado? —gritó Hope, que empezó a correr tan rápido que tropezó, cayendo de rodillas.

—¿Estás bien? —le preguntó Joseph con preocupación.

Ella asintió y, para demostrarlo, se levantó y siguió corriendo en nuestra dirección.

Cuando llegó hasta nosotros, se detuvo como si un campo de fuerza le impidiera seguir avanzando. Sus ojos se clavaron en mí mientras se limpiaba los mocos con la manga de la camiseta. En otra ocasión le habría dicho algo al respecto, pero la vi tan triste que me contuve.

—No llores, está bien. —Joseph me inclinó hacia Hope para que me cogiera, pero esta no parecía tener intención de hacerlo.

—Está mojado.

—¿Y de quién es la culpa? —refunfuñé.

—Se secará —contestó Joseph.

—Me odia.

—No te odio —repliqué.

—¿Por qué crees eso?

—Lo dejé solo, me olvidé de él —dijo ella, entre hipido e hipido—. Mamá también se olvidó de mí y la odio. Wave también me odia a mí.

Joseph se puso de cuclillas para poder mirarla a los ojos.

—¿Eso crees? —Ella asintió—. ¿Qué hacemos entonces? ¿Quieres que me lo lleve otra vez al teatro?

Hope siguió llorando. Me estaba mirando fijamente mientras meneaba la cabeza hacia los lados y subía el labio inferior. Me pregunté de cuántas lágrimas disponía un ser humano; por todas las que había derramado Hope, supuse que muchas.

—Eso está mejor. ¿Qué hacemos entonces? Tal vez si le pides perdón… —propuso Joseph.

Hope se secó las lágrimas con las manos y me miró muy seria, aunque su voluntad de hierro volvió a flaquear en cuanto empezó a hablar.

—¿Me perdonas, Wave? Nunca volveré a olvidarte. La verdad es que nunca te olvidé, solo te dejé atrás porque tenía prisa. Pero nunca más te dejaré atrás por culpa de las prisas. —Estiró una mano hacia mí para secarme el rostro con suavidad—. Te quiero, Wave, eres mi mejor amigo y no quiero que nos separemos.

—Te perdono —le respondí. Y no me quejé ni una sola vez cuando me estrujó entre sus brazos, llenándome de mocos y lágrimas.

Sentí otro crujido en mi pecho, uno muy diferente del anterior. Esta vez no pensé en la muerte, porque no iba a morirme. No tenía intención de dejar sola a Hope. Nunca. Las marionetas siempre cumplimos las promesas, lo que es verdaderamente difícil dado que siempre es otro, y no nosotros, el que maneja nuestros hilos.

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