Hope

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Primer acto » Capítulo 17. Misery y Joy

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Hope no volvió a perderme.

Joseph le regaló un cinturón de tela con cuatro tiras de cuero. Dos se amarraban a la cintura de Hope y las otras dos eran para mí; sobresalían justo a la derecha del cinto y me ataban a ella, convirtiéndonos en uno. El cinturón estaba hecho de retazos; un pedazo enorme rojo de una vieja cortina, otro rosa del mantel de una obra que no volvería a representarse, y uno violeta con bordados amarillos de un vestido que nadie había usado nunca.

Hope estaba muy contenta con el regalo. Yo también, aunque no pudiera expresarlo como me habría gustado.

Era una época de cambios.

Hay quien dice que hay que atesorar los recuerdos porque de estos se compone nuestra vida. Supongo que si tuviera que elegir mis recuerdos más especiales, uno de ellos sería aquel en el que cobré vida por primera vez junto a Hope.

Fue una noche despejada de verano en la que subimos a la azotea de su casa. Hope me dejó en el suelo con sumo cuidado antes de hacerse con la cruceta de madera para tirar de cada uno de mis hilos, como si quisiera aprenderse la función que ejercían sobre las articulaciones que me permitían el movimiento. Cabeza, cuello, hombros, espalda, brazos, muñecas, piernas, tobillos…

Mis primeros pasos fueron torpes. Ridículos, seguramente. Pero solo el cielo fue testigo y yo estaba tan absorto mientras me movía e intentaba a la vez mirar a Hope que no tuve tiempo de avergonzarme.

En un momento Hope estaba muy quieta y al siguiente movía una mano y extendía la otra por encima de mi cabeza, haciendo que saliera de mi estado de catalepsia y abriera los brazos mientras bailábamos al ritmo de una melodía que solo nosotros éramos capaces de oír.

De haber sido un ser humano, aquel habría sido nuestro primer vals. Habría cogido a Hope entre mis brazos y habría sido yo el que manejara sus hilos. Pero no era humano y debía poner toda mi confianza en ella; la tenía sin pedirlo siquiera. Aquella mocosa me lo había robado todo y yo no podía sentirme más feliz.

La luna se deslizaba por el cielo y parecía brillar más al ser testigo de aquel baile entre dos seres tan distintos pero a la vez tan iguales. Dos seres solitarios, rotos, unidos por los hilos de un destino común.

No supe cuánto había echado de menos moverme hasta esa noche. Quizá mis primeros pasos fueron los de un bebé a manos de una niña inexperta, pero no tardé en crecer. Crecimos juntos, ella y yo. Solos al principio, en compañía de Joseph después. Primero en silencio y más tarde siguiendo los pasos de esas historias que ella se inventaba sobre la marcha.

Una mañana en la que Hope intentaba un nuevo movimiento delante del mostrador de Serendipity, enredando un hilo entre los dedos de la mano izquierda, Joseph le puso unas llaves delante de la cara. Nos quedamos mirándolo sin saber qué era lo que quería exactamente.

—La sala está libre —murmuró él entre dientes.

Hope abrió los ojos de par en par.

—¿La sala? —Él asintió con un movimiento de la cabeza—. ¿Quieres decir que podemos usarla?

—Pero no puedes tocar nada.

—¿El suelo tampoco? —quiso saber Hope.

—¿Las quieres o no? —gruñó él con un gesto de cansancio mientras agitaba las llaves.

La respuesta de Hope fue quitárselas de las manos y echar a correr hacia las entrañas del teatro.

A partir de ese día se nos permitió entrar en aquella sala llena de historias. A las guardadas durante años y a las que todavía se contaban cada fin de semana, ahora se le sumaban las que dábamos vida nosotros, historias que un viejo escuchaba desde un rincón oscuro del fondo fingiendo que no estaba allí.

—Había una vez una niña llamada Misery que no sabía sonreír —contó Hope una vez mientras yo bajaba la cabeza, entristecido—. No parece gran cosa eso de sonreír, pero intentad no hacerlo nunca. Intentad no sonreír cuando veis a un gatito corriendo para atrapar un ovillo de lana. Intentad no sonreír cuando os cuentan el chiste más gracioso del mundo o cuando alguien os hace cosquillas. Es difícil no hacerlo.

»Misery no podía sonreír, por eso siempre estaba sola. Cuando los otros niños se enteraban de que no podía hacerlo, se apartaban de ella por miedo a contagiarse. Entonces se quedaba sola. —Hope se movió. Yo bajé los brazos y me quedé mirando al frente—. No entendía qué le pasaba, por qué no podía sonreír. Le faltaba algo, pero no sabía qué. Todos los días se ponía delante del espejo y se estiraba los labios hasta enseñar los dientes —dijo mientras me movía para que mis manos me taparan la boca—, pero su sonrisa de mentira no se parecía en nada a las sonrisas de los otros niños. La suya daba miedo y lo peor era que cuando se soltaba los labios estos volvían a su sitio. Misery sentía un dolor en el pecho y estaba desesperada. Así que un día decidió salir a buscar.

Caminamos por el escenario, lentamente, mientras mi rostro se alzaba ahora hacia el cielo de mentira que era el techo del escenario.

—¿Qué era lo que estaba buscando Misery? Un lugar, una persona… No lo sabía. Miraba las nubes amontonadas en el cielo y le parecía ver nubes de algodón de azúcar. Eso habría hecho sonreír a cualquier niño, pero ella no podía mover los labios. —Cuando llegamos a la esquina, volvimos a dar la vuelta para seguir andando. Sabía que Joseph nos observaba y me preguntaba qué estaría pensando de la historia, si le recordaba a alguien—. Misery miraba la luna y caminaba hacia ella a pesar de que sabía que por mucho que caminara, nunca la alcanzaría. Y estaba tan concentrada en mirar la luna que de repente tropezó con alguien.

—¡Au! —grité yo cuando Hope hizo que me diera de bruces contra la pared al llegar a la otra esquina—. No tienes por qué ser tan literal, ¿eh?

—Misery no podía creérselo cuando vio que había tropezado con una niña que era igual que ella. Aunque no tardó mucho en darse cuenta de que tenían algo distinto. La sonrisa que a ella le faltaba llenaba la cara de la otra niña. «¿Quién eres?», le preguntó Misery. La otra niña le respondió: «Me llamo Joy». —Hizo que diera varios pasos hacia atrás para situarme de nuevo en el centro del escenario—. Misery le contó que no sabía sonreír y que buscaba algo que no sabía qué era y se sorprendió mucho cuando Joy le explicó que ella no podía dejar de sonreír, ni siquiera cuando se murió su mascota ni cuando alguien le contaba algo triste. Ella también buscaba algo.

Hope se tomó varios segundos mientras dábamos vueltas y movía las manos como si realmente hubiese alguien delante de nosotros.

—Me estoy mareando —me quejé.

Como era de esperar, Hope continuó sin hacerme el menor caso.

—«No tengo amigos», dijo Misery y la forma de sus labios dejaba claro que le causaba una gran tristeza. «¿Quieres ser mi amiga?», contestó Joy y su sonrisa no podía albergar mayor felicidad.

Hope hizo que diera unos pasos hacia delante y levantara una mano.

—Las dos niñas se acercaron para darse la mano y cuando se tocaron ya no pudieron soltarse más. Misery sonrió mucho y entonces toda la cara le dolió, mientras que Joy lloraba como jamás lo había hecho. Ya no tenían que seguir buscando, pues habían encontrado aquello que les faltaba. Cuando se abrazaron, Misery y Joy se fundieron hasta convertirse en esperanza. Podían reír y llorar, estar felices y apenadas cuando quisieran. Así es la esperanza, ¿verdad? Triste y alegre.

Hope quiso que hiciera una reverencia y yo la hice, obediente. Me alegré de que solo yo pudiera oír el crujido de mis articulaciones. Esperanza, ¿eh? Me pregunté si era eso lo que Hope esperaba, un rayo de esperanza para recuperar aquello que había perdido. Pero ¿acaso tenía idea de cuántas cosas había perdido y cuántas más perdería a lo largo de su vida? A veces me alegraba de ser una marioneta, de no poder reír ni llorar. Desde mi posición, todo parecía mucho más fácil.

Aunque, desde luego, no lo era.

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