Hope

Hope


Segundo acto » Capítulo 28. Entonces sucedió algo maravilloso

Página 32 de 84

C

A

P

Í

T

U

L

O

2

8

E

n

t

o

n

c

e

s

s

u

c

e

d

i

ó

a

l

g

o

m

a

r

a

v

i

l

l

o

s

o

El silbido regresó cuando Hope cumplió dieciséis años, el mismo día en que íbamos a ver a Marianne actuar por primera vez.

Esta vez la melodía se lo llevó todo. Fue como unos altavoces estallando, ensordeciendo todos los ruidos del universo de Hope. El reloj que había encajado en la estantería entre los lomos gruesos de

David Copperfield y

Anna Karenina dejó de marcar los segundos.

Lavender’s Blue arrasó con todo.

Hope apenas tuvo tiempo de salir disparada hacia la ventana para comprobar quién silbaba. Tuvo que sacar medio cuerpo para lograr ver a un chico que se alejaba con la funda de una guitarra a la espalda.

—¡Hope, vamos a caernos! —grité, alarmado con el modo en que se inclinaba hacia el vacío.

Gracias al cielo, no duró mucho. Le llevó unos pocos segundos correr escaleras abajo para seguirlo. Joseph ni siquiera nos vio cruzar la entrada.

—No puedes perseguirlo —la regañé—. ¡Hope! —insistí mientras empujábamos a una mujer y casi nos atropelló un niño en bicicleta—. Por el amor de Dios, vamos a tener un accidente.

—¿Dónde está? —dijo Hope, sin aliento, deteniéndose en una esquina. Miró hacia los lados y se pasó una mano por el pelo revuelto—. ¿A la derecha o recto? —me preguntó.

—Media vuelta, Hope.

En lugar de hacerme caso, se sacó una moneda del bolsillo.

—Cara, recto. Cruz, derecha —dijo antes de lanzar la moneda al aire. Salió cruz—. Pues no me gusta la derecha, así que seguimos recto.

Suspiré. Echó a correr como si el peor de los demonios la persiguiera, como si la vida dependiera de encontrar o no a aquel chico, como si

Lavender’s Blue le fuese a devolver a su madre.

Lo encontró en el semáforo. Digamos que casi se chocó contra él. Nos paramos para disimular y para que Hope respirara. El chico se la quedó mirando de reojo. Tenía el pelo oscuro, los ojos castaños y me dio la impresión de que no le importaba el hecho de que pareciera que a su ropa le había pasado un camión por encima.

No sé cuánto rato estuvimos siguiendo a aquel chico. Lo suficiente como para dejar atrás Folktale y llegar a la ciudad más cercana. Era la primera vez que Hope salía de Folktale y ni siquiera se dio cuenta. Intenté advertirla, pero no me hizo caso. Algunas veces incluso olvidaba el motivo por el que avanzaba y se quedaba unos segundos quieta, mirando a su alrededor, hasta que volvía a escuchar aquella melodía y continuábamos nuestro camino. El chico parecía el flautista de Hamelín; solo esperaba que no nos condujera hacia ninguna cueva.

Al cabo de un rato llegamos a la Avenida Collodi —un letrero azul gigantesco colgado entre dos edificios así lo indicaba—, que era una calle alargada y peatonal, rodeada de coloridas tiendas, bancos y artistas ambulantes. De las farolas colgaban figuras, desde hadas a personajes de cuentos, que se iluminaban al caer la noche. Era una avenida de ensueño, llena de gente, rebosante de vida.

Ahí se detuvo el chico, junto a un banco.

Hope no sabía bien lo que debía hacer, si sentarse cerca, dar vueltas o acercarse a él.

—¿Qué hago, Wave?

—Yo que tú me sentaría, debes estar cansada de tanto caminar —contesté.

—No sé por qué lo he seguido.

—Yo tampoco —admití, muy bajito por si le daba por escucharme.

—Por

Lavender’s Blue —dijo de repente, como si se le hubiera iluminado una de esas bombillas que colgaban sobre nuestras cabezas.

Hope observó cómo a unos metros de distancia el chico dejaba la funda de su guitarra en el suelo y se sentaba a tocar.

Y entonces sucedió algo maravilloso.

Inesperado.

Asombroso.

Por primera vez, Hope pudo escuchar más allá de la melodía, escuchó la letra de una canción. Qué digo una, de muchas canciones. Fueron tantas que perdí la cuenta.

No es que yo prestara demasiada atención a las canciones, pues era Hope la que me preocupaba. La tarde pasó sin que se diera cuenta, igual que lo hizo la hora a la que debíamos estar en el teatro para ver a Marianne. De nada sirvieron mis advertencias.

No sabía qué hacíamos allí, o quizá porque lo sabía prefería estar en cualquier otro lugar. No quería ver cómo Hope se hacía mayor. El tictac avanzaba cada vez más deprisa y ella aprendía a caminar en su dirección.

Lo que vendría después, eso aún no lo sabía.

Ir a la siguiente página

Report Page