Hope

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Segundo acto » Capítulo 31. La magia de la música

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—Puedo escuchar a alguien más —le confesó Hope una vez estuvieron en su habitación, sentadas en la cama con las piernas cruzadas.

El comentario captó la atención de Marianne.

—¿Me dejaste plantada por unas palabras? —Hope puso cara de sentirse culpable y ya estaba a punto de disculparse cuando Marianne agregó—: Eso es fantástico. Y ahora, cuéntamelo todo.

Y Hope lo hizo. Empezó con su historia de

Lavender’s Blue, cuando aún tenía una familia, para seguir con el silbido que oía cada día. Le habló de la Avenida Collodi, del Chico Azul y su guitarra, de todas y cada una de sus canciones.

—Fue una sensación… increíble —dijo con los ojos llenos de esa esperanza que a veces afloraba de ella, saliendo de su escondite—. Cuando lo escuchaba sentía como si estuviera dentro de mil historias. Iba de una a otra y nunca me cansaba. Creo que nunca me cansaría de escucharlo.

—Esa es la magia de la música —afirmó Marianne—. ¿Y él?

—¿Te refieres al Chico Azul?

Marianne asintió.

—¿Cómo es? Aparte de azul —musitó a la vez que sus labios se curvaban.

—No me fijé.

—Pero, bueno, ¡no puedes no haberte fijado!

—¡Buena chica! —exclamé yo. Me preocupaba bastante que Hope empezara con todo eso de los chicos. Prefería su versión de mocosa gritona, la verdad.

—Prueba a estar casi toda tu vida sin escuchar nada y entonces podremos tener esta conversación —dijo Hope—. Solo podía escuchar. No merecíamos la pena ninguno de los dos porque lo único que importaba eran las canciones y los lugares a los que me llevaban.

—Pero ¿es que no has vuelto a ir?

Hope clavó la vista en un hilo suelto de su camiseta, del que empezó a tirar para no enfrentarse a las preguntas de Marianne, a sus propios miedos.

—Piensa que estoy loca.

—¿Y eso qué importa?

—No estoy loca.

—Claro que lo estás. —Marianne cogió su barbilla para hacer que la mirara—. Todos lo estamos, es la única manera de sobrevivir en este mundo de locos.

—Tú no lo entiendes.

—Por supuesto que sí.

—No, no puedes entenderlo. No has visto cómo me miran ni cómo se ríen ni lo feas que se ponen sus caras cuando hablan de mí.

Marianne sonrió, aunque no supe interpretar qué tipo de sonrisa era. A veces era difícil saber qué pensaba Marianne.

—Lo he visto, Hope, muchas veces. Porque yo también lo he vivido. ¿Y sabes cuál es la diferencia? —Hope negó con la cabeza—. Que tú tienes la suerte de no escucharlos. Si yo pudiera dejar de escucharlos a todos, lo haría. —Cogió una de sus manos—. Son escoria, Hope. Somos mejores que ellos, nunca lo olvides.

Hope se echó a reír ante su último comentario.

—Escuchándote parece fácil.

—Porque lo es. Y ahora dime, ¿a qué hora pasa tu Chico Azul?

Ella comprobó la hora en el reloj de la estantería.

—Pasó hace un rato, cuando todavía estábamos abajo.

—Pues entonces vamos —apremió Marianne, levantándose de un salto.

—¿Adónde?

—Pues a la Avenida Collodi. Vamos a verlo.

Hope meneó la cabeza.

—No pienso hacerlo.

—¿Quieres canciones o no?

—Sí.

—¿Te mueres o no te mueres por volver a escucharlas?

—Sí, pero…

—Pero nada. Levántate —exigió Marianne, encaminándose hacia la puerta—. ¿Sabes qué diferencia hay entre arriesgarse y no hacerlo? La vida —contestó sin esperar a que Hope dijera nada.

—A veces la vida duele.

—Eso ya lo sé. Supéralo y sigue adelante. —Al ver que Hope no hacía nada, añadió—: Vamos, Hope, no puedes quedarte ahí pensando en lo que habría sucedido si no le dieras tantas vueltas a todo. Si quieres algo pues hazlo, y si no olvídalo y ya está. Pero olvídalo de verdad.

—La cuestión es que no quiero olvidarlo.

—Eso no es una cuestión, es un hecho. Y ahora levántate —ordenó Marianne con voz tajante antes de salir de la habitación.

Hope sonrió, con los labios y con todo el rostro.

—Puedes dejarme aquí si quieres, ¿eh? —le propuse a Hope cuando vi que se levantaba—. No voy a enfadarme. —Tenía miedo de lo que pudiera pasar, a que saliera herida otra vez.

En lugar de dejarme sobre la cama, me cogió entre sus manos y me plantó un beso en la mejilla antes de ajustarme bien a su cintura.

—Deséame suerte, Wave —me dijo antes de salir corriendo para reunirse con Marianne.

Esta vez el camino hacia la Avenida Collodi se me hizo mucho más corto dado que Marianne no dejaba de hablar sobre ese Garfio al que había conocido, sobre sus próximas actuaciones y los días en los que Hope podría ir a verla y sobre cualquier otra cosa que se le ocurriera, que eran muchas. El parloteo nos mantuvo a Hope y a mí bastante entretenidos hasta que la voz del Chico Azul nos detuvo en seco.

—Tiene algo —comentó Marianne mientras lo observaba.

—Canta muy bien.

—No me refiero a eso. —Hope la miró de soslayo—. Tu problema es el miedo, pero el miedo solo es una excusa. Siempre está ahí, le tememos a todo. Pero lo peor es cuando tienes miedo de algo que está dentro de tu cabeza. Si hay que temer, que sea a algo sólido y si tiene que doler, pues que duela. ¿Qué más da?

—¿Qué quieres decir?

—Está loca, Hope —resolví.

—El mundo está lleno de señales. Las hay por todas partes; en personas, en lugares, en objetos. —Marianne suspiró—. Las señales mueven el mundo, Hope. Si tienes que temer a algo, es a verlas y pasar de largo, porque una vez que las dejas atrás desaparecen. Y ahora ve allí y no dejes que tu señal se escape.

—Pero… ¿y tú? ¿Te vas?

Marianne la empujó con suavidad.

—Yo también tengo una señal que atrapar.

Así fue como Marianne se fue en busca de su señal, y como Hope regresó al mismo banco que había ocupado dos días antes, dispuesta a no dejar escapar una señal en la que ni siquiera se había fijado. Pero así son las señales, ¿verdad? A veces, de tanto que quieren esconderse, se vuelven invisibles y acabas por pasarlas de largo; otras te ciegan, impidiendo que puedas verlas bien hasta que estás cerca y ya no te queda más remedio que mirar, y mirar, y mirar.

Hope miraba y yo tenía miedo de que se quedara ciega de tanto hacerlo.

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