Hope

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Segundo acto » Capítulo 32. El color de las lágrimas

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Si la vida de Hope pudiera resumirse en un color, sería en azul.

El azul cobalto que se llevó a su hermano.

El azul cian de su habitación en aquella casa de la que nos fuimos sin mirar atrás.

El azul variante —de turquesa a medianoche— del mar que susurraba a Hope y que siempre creí que fue su primer miedo y su primer amor.

El azul malva de los ojos de Joseph.

El azul pastel de los míos.

El azul índigo de la mayoría de los globos que nos arrojaron.

El azul marino de las uñas de Marianne.

El azul oscuro, casi negro, que impregnaba a aquel chico.

Lo único que nunca tuvo color fueron las lágrimas de Hope. Eran invisibles; susurros, retales. Solía preguntarme qué habría pasado si sus lágrimas hubieran tenido color, si ese hecho habría cambiado algo. De qué color serían o si todas serían de la misma tonalidad.

Azul.

En el azul pensaba mientras escuchábamos al chico sentados en un banco y mis ojos taladraban aquel letrero azul de letras blancas en el que rezaba «Avenida Collodi». Me preguntaba si ese azul también sería una parte importante de los recuerdos de Hope, si acabaría significando algo.

Y fue en ese mismo instante, tumbado en el regazo de Hope y todavía mirando el azul del letrero, cuando alguien lo cambió todo.

A unos centímetros de nosotros, una niña con dos trenzas desechas me miraba intensamente.

—¿Hace algo? —escuché que le preguntaba a Hope.

Ella ni siquiera desvió la mirada, inmersa como estaba dentro de «Eleanor Rigby», de The Beatles. Para ser justo, ni aun prestando atención habría podido escucharla. La sonrisa de la niña poco a poco se desinfló, como un globo que a cada palabra perdiera el aire.

—Es bonito —dijo la niña, que apoyó una mano en la pierna de Hope e hizo que esta diera un brinco—. ¿Cómo se llama tu muñeco? —continuó.

Había olvidado lo tercos y bobalicones que podían llegar a ser los niños.

—No soy un muñeco, soy una marioneta. Hay una gran diferencia.

Hope negó con la cabeza, señalándose la oreja derecha. La niña me miró para inmediatamente volver a mirar a Hope, sin entender qué era lo que sucedía.

En ese momento su madre, que había estado ocupada hablando con otra señora, se acercó corriendo. Se agachó delante de la niña para regañarla por haberse alejado de ella, tras lo cual le dio un sonoro beso en la frente.

—¿Mamá, hace algo? —volvió a preguntar, señalándome, mientras su madre insistía en que la siguiera.

—¿Te crees que soy un payaso?

—No molestes —le dijo su madre, cogiéndola de la mano para tirar de ella.

—Haz caso a tu madre, niña.

Hope se levantó con decisión. Dos segundos después empecé a notar cómo mis hilos se movían y mi cuerpo cobraba vida. Por más veces que lo repitiéramos jamás estaría preparado para la sensación de vértigo y libertad que me provocaba.

—Existe un lugar en el que todo es al revés —dijo, dándome vida y voz—. Las personas nacen siendo adultas y a medida que crecen se van convirtiendo en niños. —Tanto la niña como la madre se habían vuelto hacia nosotros y nos miraban con curiosidad. Hope movió uno de mis hilos para que mi mano derecha señalara a la niña—. Tú debes ser muy vieja, ¿cuántos años tienes? ¿Qué? ¿Noventa? —La niña rio. La madre también lo hizo—. En ese extraño lugar se dicen mentiras cuando se quiere decir la verdad y se dicen verdades para ocultar las mentiras. Qué locura, ¿no? Los payasos dan miedo y las marionetas están vivas. El chocolate sabe a brócoli y las espinacas a azúcar.

A medida que Hope iba descubriendo más cosas sobre aquel lugar más personas se fueron uniendo a la niña y a su madre. Pronto nos vimos rodeados por un pequeño grupo de curiosos. Me sentí una estrella a la que todos admiraban. Me miraban, sonreían ante las ocurrencias de Hope y permanecían allí parados como si estuvieran presos de un hechizo del que no querían escapar.

Cuando terminamos nuestra historia, la gente aplaudió e hice una torpe reverencia ante la cual el público estalló en carcajadas.

—Vas a tener que practicar más para no dejarme en ridículo —le dije a Hope, avergonzado.

Se acercaron para dejarnos monedas pero, al comprobar que Hope no quería aceptarlas, el lugar se fue despejando hasta que volvimos a quedarnos solos, sentados en aquel banco con una sonrisa en la cara y otra en el alma. En mi caso, solo en el alma.

—Ha estado bien —murmuró Hope.

—Mejor que bien.

—Ha sido una pasada. —Buscó con la mirada al Chico Azul, pero no había ni rastro de él.

La sonrisa de Hope no se borró. Ya no se trataba de él o de poder escuchar. Lo que hizo que su corazón se acelerase fue saber que había gente que quería escucharla. A ella. A sus historias. A mí. A nosotros. Fue, quizá, comprender que había vida más allá de Folktale.

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