Hope

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Segundo acto » Capítulo 35. Hablar sin palabras

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Esa vez ninguno de los dos intentó descubrir el nombre del otro. Que fuera sábado también implicaba una especie de tregua muda.

Ya nos habíamos despedido del Chico Azul y estábamos justo en medio de la Avenida Collodi, de camino a casa, cuando lo descubrimos.

—¿Qué pasa? —quise saber, observando al grupo de personas que nos impedían el paso.

Tardamos toda una eternidad en abrirnos camino entre los curiosos hasta que por fin pudimos verlo.

Un mimo.

No es que no hubiese visto nunca a un mimo, solo que ese era diferente de los otros. Sus ropas eran muy parecidas a las mías, aunque un poco más vulgares y escandalosas desde mi punto de vista, ya que en lugar de azul oscuro eran de un azul turquesa, con botones dorados que brillaban bajo la luz del sol. Y en cuanto a sus zapatos, eran del mismo blanco que los guantes y el sombrero. Tenía la cara pintada de blanco a excepción del rojo de los labios y del negro que creaba líneas alrededor de los ojos.

Nos quedamos mirándolo embelesados. Sus gestos, su manera de moverse, las expresiones de su cara. Contaba historias sin contarlas. Se movía con elegancia, estirando las extremidades que luego reducía con parsimonia.

—¿Estás viendo, Wave? Es como tú, pero de carne y hueso.

—Y sin esos dos bultos de ahí —repuse yo. Por el amor de Dios, que era una chica. Odiaba que me comparasen con una chica.

Sin embargo, no podía negar que era cierto. Un mimo era lo más parecido a una marioneta, aunque en su caso no había nadie que manejara sus hilos.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí, haciendo nuestras aquellas historias. Una niña que había regalado su corazón. Una joven que bailaba bajo la lluvia. Una chica que iba dejando piedras allá donde iba para que su amor pudiera encontrarla. Una niña hambrienta. Una señora que había olvidado algo importante.

Cuando levanté la mirada hacia Hope, comprobé que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No necesita palabras para hablar —me dijo como si hubiese sentido el peso de mi mirada—, y aun así la gente la entiende.

—Te prohíbo que llores, Hope —le ordené—. Tampoco es tan buena.

Pero lo era. Su escenario era un banco del que se había adueñado para su función, así como el suelo de la avenida. No había música ni objetos. Solo ella era su función; sus manos enguantadas, sus labios rojos, sus ojos rasgados alineados y sombreados de negro. El lenguaje corporal era su mayor estrategia, su arma más valiosa.

Los humanos tienen esa habilidad para comunicarse, nacen con ella, pero la olvidan en cuanto las palabras toman forma, haciéndose con el control absoluto. Olvidan todo lo que puede llegar a esconder un gesto, una mirada o la manera en que una sonrisa puede albergar mil significados. A veces, un gesto dice más de una persona que miles de palabras.

Cuando Hope comprobó la hora, resultó que solo eran las seis y media. Qué engañoso puede llegar a ser el tiempo. Un segundo puede durar una vida y una vida cambiar en un solo segundo. Algo en la vida de Hope cambió aquella tarde. Yo me di cuenta, y el Chico Azul, que la observaba a unos metros de distancia sin que ella advirtiera su presencia, también fue consciente de este hecho. Incluso la mimo se percató de todo y se acercó a nosotros para decir algo.

Hope fue la única que no quiso darse cuenta. El miedo volvió a ella y la instó a alejarse lo más rápido que le permitieron sus pies, dejando atrás a la mimo y a todas las palabras que guardaba en su interior.

Entendí que no quisiera romper la magia. Porque ¿qué era un mimo cuando empezaba a hablar? Supongo que lo mismo que una marioneta sin hilos.

Un simple mortal.

Un humano más.

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