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Segundo acto » Capítulo 36. El hombre que dijo toda la verdad sin decir palabra alguna

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Llegamos justo a tiempo para ayudar a Joseph con la cena.

La cocina, situada justo encima del teatro entre un cuarto lleno de trastos que no servía para nada y la habitación de Joseph, era vieja y diminuta. Había manchas en los azulejos y en los muebles que no se quitaban por más que frotaras. La nevera estaba repleta de zonas oxidadas que Hope ocultaba con fotografías o notas donde iba escribiendo citas de sus libros favoritos.

Dada la estrechez de la estancia, los movimientos debían ser calculados con precisión para que no hubiera tropiezos. Por eso Hope siempre me dejaba sentado sobre la mesa esquinera, con la espalda apoyada en la pared mientras ella comenzaba un baile de abrir y cerrar cajones, pelar verduras y encender fogones.

Cuando Joseph estaba con ella todo se complicaba más, de modo que se habían dividido las tareas. Joseph apenas hablaba; y era Hope la que cubría los silencios. Pero en esa ocasión Hope no había abierto la boca más que para saludar, lo que hacía que Joseph no dejara de mirarla de reojo, con esa expresión evaluadora que te hacía preguntarte si estaba preocupado o si lo que intentaba era descifrarla a base de leerla.

—¿Has vuelto a ir a aquel sitio?

Hope ya le había hablado de sus excursiones a la Avenida Collodi, donde pasaba últimamente su tiempo libre. Se lo había mencionado entre comida y comida, sin dar demasiados detalles. Imaginé que quería guardárselo para ella por miedo a lo que Joseph pudiera decirle, a que quisiera que dejara de soñar con imposibles.

Ella asintió en respuesta, lo que hizo que Joseph arrugara la frente todavía más.

—¿Y qué? ¿Has contado muchas historias?

—Unas cuantas.

—Eso está bien —musitó con voz grave—. ¿Y qué tal se ha portado Wave?

—Maravillosamente bien. Qué pregunta —farfullé.

Hope no dijo nada y Joseph parecía cada vez más incómodo.

—Hoy hemos visto a una mimo —confesó Hope al cabo de un rato, una vez sentados a la mesa. No me sorprendió el comentario. A Joseph sí, aunque supo disimularlo bastante bien—. Es el segundo mimo que veo. No recuerdo cuántos años tenía cuando vi al primero, pero no se parecía en nada a este. Estaba con mis padres y con mi hermano, sentados en el césped de un parque fuera de Folktale, y el mimo apareció y se puso a simular que había una pared con la que no dejaba de chocarse. —Revolvió la comida con el tenedor como si removiera sus recuerdos—. Me pareció tan gracioso que pensé que me haría pis encima. Después de un rato le pregunté a James que por qué no hablaba. «Porque no lo necesita», me dijo. «¿A que has entendido todo lo que ha estado haciendo?», me preguntó. Le dije que sí y entonces él me dijo que eso era porque los mimos no necesitaban las palabras, que las palabras no eran tan importantes como creíamos. No lo entendí entonces. —Hope seguía sin probar bocado—. La mimo de hoy era distinta. Decía tantas cosas, Joseph. Tantas… —dijo con un hilo de voz—. Me sentí un poco tonta a su lado porque ella era capaz de decir todo lo que yo a veces no puedo decir con todas mis palabras.

—No digas bobadas. Tus palabras son perfectas, Hope —le dije para animarla.

Joseph, que había terminado de comer, apartó el plato a un lado y sacó del bolsillo del pantalón un pedazo de madera y su navaja. A continuación, comenzó a despedazar la madera. De alguna extraña manera, sabía que Hope no había terminado de hablar.

—¿Crees que les damos a las palabras más importancia de la que tienen?

Joseph sopló la madera para apartar los restos y pasó la yema del pulgar con suavidad antes de contestar.

—Yo creo que las palabras son armas de doble filo. Puedes usarlas de muchas maneras. Tú decides que lleguen correctamente a su destino, aunque a veces no depende de ti. —Levantó la vista para mirarla—. Jean Gaspard Deburau fue un mimo muy famoso y en su tumba hay un epitafio que dice: «Aquí yace el hombre que dijo toda la verdad sin decir palabra alguna».

—Es bonito —dijo Hope.

—Me gusta —afirmé.

—Pero la verdad tiene muchas formas, al igual que las palabras —siguió Joseph para estropearnos la frase—. Por muy bonito que te parezca, no se puede ser un mimo toda la vida. Algún día habrá algo que necesites decir por medio de las palabras. Y no importa que no puedas escucharlas, basta con que las comprendas.

—Entonces, ¿no crees que si un mimo habla pierde la magia? —le preguntó ella observando su comida, ya demasiado fría.

—¿Y quién dice que las palabras no tengan magia?

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