Hope

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Segundo acto » Capítulo 38. Raven

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Los siguientes días transcurrieron como de costumbre. Nada más terminar sus tareas en Serendipity, Hope me ataba a su cintura y nos íbamos al que se había convertido en nuestro segundo hogar.

Conforme se iba acostumbrando a estar rodeada de gente, la voz de Hope fue adquiriendo una firmeza que nunca pensé que llegaría a tener. Atrás quedaron los días en los que su voz sonaba temblorosa. Su tono iba subiendo cuanta más gente se acercaba a vernos, a escucharnos, y la esperanza que anidaba dentro de ella se dejaba entrever cuando miraba a su público con timidez, en su forma de mover mis hilos o sonreír a ese Chico Azul que se había aproximado a ella a pesar de que aún les separaba la misma cantidad de metros.

—Tal vez solo necesito buscar a alguien que pueda arreglarme. ¿Crees que habrá un Gandalf por ahí con tiempo libre que pueda ayudarme? —dijo Hope el sábado tras acabar la última historia del día—. A lo mejor acepta que le pague con historias. O podría empezar a ahorrar. —Sus ojos se posaron en las monedas que él ya había guardado en la funda.

—Lees demasiado. —El Chico Azul meneó la cabeza y consultó el reloj antes de coger la guitarra—. Vamos, la nueva actuación está a punto de empezar.

Hope prácticamente echó a correr tras él.

—Es una pena que Ged no me sirva, pero si sigo el camino de baldosas amarillas seguro que encuentro las respuestas.

—¿Quién es Ged?

—¡Pues el mago de Terramar! —contestó Hope, decepcionada de que no lo supiera.

—No sé de qué te asombras. Es un idiota —le dije.

Él se limitó a poner los ojos en blanco.

Como la vez pasada, en el momento en que la mimo comenzó a moverse el mundo entero desapareció para Hope. La miré detenidamente durante todo el rato, sin perderme ni un solo detalle de sus expresiones. A través de su rostro pude ver reflejadas la alegría, la felicidad, la rabia, el dolor o la tristeza más descorazonadora, todo ello iluminado con ese rayo de esperanza adherido a cada uno de esos sentimientos. Porque no hay tristeza, ni dolor, ni rabia, ni felicidad, ni alegría, que no tenga esperanza. No en Hope.

Me fijé en que el Chico Azul también había dejado de mirar a la mimo para observarla a ella, tal vez porque el espectáculo de su rostro era de esos que no podías perderte una vez te sumergías en él. En ese momento no me importó compartir un pedacito de Hope; por las emociones que me desbordaban, por la mirada limpia que vi en él o por lo infinito que me sentía siendo un pedazo de madera en medio de aquel mar de gente.

En el momento en que la actuación terminó y todos comenzaron a dispersarse, Hope estaba lista para marcharse cuando la mimo le plantó la palma de la mano enguantada, abierta, delante de su cara para pedirle que esperara.

El rostro de Hope enrojeció, pero no se movió. La mimo sonrió e hizo un gesto con los dedos para acentuar la enorme sonrisa que se formaba en sus labios. A continuación, sacó una hoja doblada del bolsillo y la abrió muy despacio, con los ojos bien abiertos y los labios formando una mueca de sorpresa. La colocó delante de Hope y ambos leímos «Raven».

La mimo señaló al papel y luego a sí misma.

—Encantada, Raven —dijo Hope con una sonrisa que no le cabía en el rostro—. Yo soy… —empezó a decir, pero en cuanto se dio cuenta de la cercanía del Chico Azul y su sonrisa triunfante, se lo pensó mejor—: Dilly.

La mimo extendió la mano y Hope le devolvió el saludo. Lo siguiente que hizo fue expresarle a Hope lo agradecida y feliz que estaba de que hubiese visto su función. Lo hizo por medio de varios gestos, señalándose a ella misma, a sus labios y a la propia Hope.

—No me cansaría de verte —le contestó Hope.

En ese momento, la mimo reparó en mí y se agachó para poder verme mejor.

—Hola —la saludé para demostrar lo educado que era.

Ella inclinó la cabeza y le hizo varios gestos a Hope para indicarle lo maravilloso que era y la suerte que tenía de tenerme. Vale, eso me lo he inventado, pero te prometo que le dijo algo parecido.

Después de eso Raven se despidió de Hope.

—Hasta el sábado —dijo Hope y pareció una promesa.

Antes de darnos la espalda, los ojos de la mimo se posaron un segundo, tan solo un segundo, en el Chico Azul, al que había ignorado durante la conversación. Ni siquiera había dado un paso cuando oí que le decía:

—Me debes una.

Él no dijo nada. Solo agachó la cabeza y sonrió. Y justo en ese momento comprendí que nunca me libraría de él.

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