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Cuarto acto » Capítulo 76. Una carta y una historia que contar

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A los que una vez fueron mis padres,

durante todos estos años he aprendido muchas cosas. Una de ellas es que el pasado no es más que eso, pasado, y aunque estemos hechos de recuerdos, no hay que dejar que borren todo lo demás. Los recuerdos me completan, pero es la ilusión por capturar nuevos recuerdos lo que me mantiene viva.

Para mí las palabras siempre han sido importantes. Creo que hay mucha gente que no les da la importancia que se merecen pero, en nuestra vida, lo son todo. Tarde o temprano nos convertimos en palabras en los labios de alguien.

Joseph me dijo hace poco unas palabras que todavía resuenan en mi cabeza. Os he culpado durante años, sin darme cuenta de que en nuestra historia no hay culpables sino víctimas. Todos somos víctimas. De las circunstancias, de la vida. Vivimos una pérdida que nos partió en dos a cada uno de una manera diferente. A ti, mamá, que fingías que todo iba bien. A ti, papá, que no eras capaz de fingir y te refugiabas en el fondo de una botella. Y a mí, que decidí egoístamente apartar a un lado todo lo que me hacía infeliz, que intenté vivir de las cenizas del pasado y me atraganté con ellas. Os abandoné y vosotros me abandonasteis a mí. No pasa nada. Elegimos vivir, a nuestra manera.

Mi carta no es para reclamaros nada, no quiero abrir viejas heridas. Lo único que quiero es que nos perdonemos. Que tú, mamá, te perdones; que tú, papá, te perdones; y perdonarme yo también. Todavía estamos a tiempo de hacerlo. Por James y por esa fotografía en la que aparecemos todos en la playa.

Llevo años creyéndome un monstruo sin derecho a vivir como los demás. Me encerraba en mí misma, en mi soledad, y me obligaba a creer que no pasaba nada, que mientras tuviera a Wave lo demás no importaba. Me esforzaba por comprender qué era lo que había de malo en mí. Busqué una manera de recuperarme, incluso llegué a creer que la magia podría ayudarme. Tiene gracia, ¿eh? Me convertí en una especie de Dorothy que buscaba encontrarse consigo misma.

Y en el camino, más que una solución a mi problema, descubrí otras cosas mejores. Amistad, ilusión, esperanza. Encontré una familia: una marioneta, un señor que hizo el milagro de ser el hogar que me faltaba, un Chico Azul, una mimo, un mago y una actriz que se marchó de mi vida pero a la que nunca olvidaré. Gracias a ellos pude encontrarme de nuevo, aprendí a escuchar lo que tenían que decirme.

Puede que nunca llegue a recuperarme del todo, pero eso ya no me preocupa. Sé que habrá gente en el mundo a la que no podré escuchar, pero también sé que no solo las palabras transmiten. A lo largo de mi vida habrá palabras que me dolerán y otras que me harán inmensamente feliz. Estoy esperándolas todas, las que duelen y las que no. Supongo que ese es el precio de vivir.

Lo que quiero pediros es algo tan simple que quizá os resulte imposible. Este sábado actuaremos a las siete y media en el teatro Serendipity. No hace falta que os diga dónde está. Me gustaría que conozcáis a mi nueva familia, por la que fuimos una vez en el pasado. Quiero poder despedirme de la única manera que sé: contándoos una historia, mi historia, mirándoos a los ojos sin tener miedo de lo que pueda encontrar en ellos. Me gustaría dejar de buscar el modo de hacer esas cosas que nunca pudieron ser.

Y, por favor, traedle a él.

Os espera,

Hope.

Esa fue la carta que Hope le escribió a sus padres. No había podido resistirse a leerla dos veces antes de decidirse a cerrar el sobre y entregárselo a Joseph. Él sabría cómo hacer que llegara hasta ellos, o eso quiso creer, pues se lo dio y se marchó corriendo, como si temiera la respuesta que pudiera darle.

No volvió a mencionar el tema hasta esa noche con el Chico Azul, pero durante los días de ensayo y ajetreo que pasaron, en los que apenas había tenido tiempo para pensar en nada que no fuera la actuación esperada, sé que tenía presente la carta de sus padres y la duda de si vendrían o no a verla.

Y ese día había llegado.

—¿Estáis listos? —preguntó un actor y buen amigo de Joseph que se había ofrecido, junto a otros dos más, a ayudar en lo que hiciera falta. Era el mismo que tiempo atrás había pintado las paredes del cuarto de Hope.

—Lo estamos —respondí, ya que los nervios parecían haber borrado las palabras de los demás.

Otro de los actores, en su nuevo papel de ayudante, entró a la carrera.

—Chicos, ¿estáis listos? Salís en cinco minutos.

Todos asintieron con un gesto y se miraron con nerviosismo.

—Lo estamos —asintió Hope—. ¿Raven?

—Sí. ¿Diggs?

—Desde hace rato —farfulló este.

Entonces Hope miró al Chico Azul, que había cerrado los ojos.

—No —contestó él—, pero lo estaré en un momento.

—Vaya, vaya. Nuestro Chico Azul está nervioso. Toda una novedad —se burló Diggs.

—Cállate —lo regañó Raven antes de tirar de él para llevarlo al escenario.

—¡Dos minutos, chicos! —apremiaron los actores.

Sin más dilación, ocupamos nuestros lugares detrás del telón, mirando con ansiedad la gruesa tela azul de las cortinas.

Se dieron la mano como si esto fuera una parte más, necesaria, de la actuación que estaban a punto de representar. Un apretón que más que un apretón fue una promesa.

—Vamos a hacer magia, chicos —anunció Diggs, aunque era a Raven a quien estaba mirando, o besando, sin acercar los labios ni rozarla.

El Chico Azul también besó a Hope, pero no como tú te crees.

—Vamos, Dilly. Cuéntame una historia.

Y Hope sintió el calor de sus palabras abrasándole la piel.

A través de la superficie lisa de mi madera sentí la electricidad recorrer el cuerpo de Hope, tirar de ella hacia lo que estaba por venir. Esa palabra aterradora a la que llamas futuro.

En cuanto a lo que sucedió en aquel escenario:

«ESO YA LO HAS LEÍDO».

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