Hope

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Segundo acto » Capítulo 44. De charco en charco

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—Hoy no vamos, Wave —anunció Hope el sábado. Asomada a la ventana de su habitación, contemplaba la lluvia con un brazo extendido, viendo cómo las gotas resbalaban por él.

—Me parece bien —contesté, pues no me hacía ninguna gracia pasarme el día en remojo.

Dos horas después, tras limpiar la sala y revisar butaca a butaca, como si de ello dependiera que el sol saliese al día siguiente o, mejor aún, que la lluvia cesara, Hope buscaba alguna excusa para salir a la calle y comprobar que no podía luchar contra la naturaleza.

—Sí que vamos —me avisó una de las veces.

No dije nada. ¿Para qué? Por más vueltas que le diera, estaba seguro de que ya había tomado una decisión. Así funciona el cerebro humano. Duda y duda y cree tener en sus manos el poder de cambiar de opinión cuando ya se ha aferrado a una idea. Hope iría, porque así lo había decidido. Y ni la lluvia ni las dudas podrían cambiar ese hecho.

—¿Crees que estará allí?

—¿Quién? ¿El Chico Azul? ¿El mago? ¿La mimo? —pregunté. Acostumbrado como estaba a que fuéramos ella y yo, todavía no me hacía a la idea de estar rodeado de tanta gente.

Ante la atenta mirada de Joseph, que fingía que rellenaba unos documentos desde el mostrador, Hope atravesó la puerta principal y se detuvo en medio de la acera, ajena a los pocos transeúntes con inmensos paraguas que la esquivaban con un gesto de irritación.

—Claro que estará, siempre está. —Hope cerró los ojos y dejó que la lluvia acariciara su rostro y el mío.

No tuve dudas de a quién se refería. Me resultaba extraña esa capacidad que tenían los humanos de crear lazos invisibles cuando el tiempo en ellos era tan efímero, cómo una persona podía pasar de ser un completo extraño, un enigma entre enigmas, a un indispensable.

—Iremos —decidió tras unos segundos y esta vez su voz sonó más decidida.

Suspiré. Odiaba el tacto del agua sobre mi madera, porque por mucho que después me secaran, la humedad se quedaba ahí, impresa en mi cuerpo durante días. A veces ni siquiera se iba, solo me acostumbraba a ella. Aun así, no me quejé. No podía negar la transformación que había sufrido Hope desde que hacíamos aquellas excursiones, de modo que aceptaba su felicidad como parte de la mía.

—Necesitaremos un paraguas —le informé.

Como si me hubiera leído el pensamiento, sonrió. Pero no era a mí a quien iba dirigida su sonrisa. Era una sonrisa buscadora de magia, no la magia de un mago de mentira sino la magia pura, la que te cambia cuando lo único que haces es sentir el mundo a través de ti.

Con una alegría renovada, Hope entró de nuevo en el teatro y casi se lanzó sobre el mostrador.

—¿De verdad no me necesitas para nada? —le preguntó a Joseph.

—Dudo que la tranquilidad vuelva a este sitio hasta que no te marches —gruñó él.

El rostro de Hope se llenó de felicidad. Subimos para que se cambiara y cogiera un abrigo y, tras volver a despedirse de Joseph, que la vio marchar con algo parecido a la nostalgia, corrimos hacia el autobús que se había detenido en la parada.

—Así no llegaremos tarde —me explicó Hope.

Sin prestar demasiada atención al autobús abarrotado, Hope encontró un hueco libre en el que apoyarse, pegada a la ventana. En el pasado solíamos evitar los autobuses. Eran lugares hostiles en los que la gente se acercaba a Hope con la intención de hablar por hablar, gente que sabiéndose ignorada se alejaba de ella como si hubiese cometido el peor de los crímenes o como si su extraña enfermedad pudiera contagiarse por el aire.

De repente, alguien nos aplastó contra el cristal de la ventana al ocupar un lugar a nuestro lado. Levanté la vista para ver al intruso y ahí estaba el Chico Azul, inclinándose hacia ella.

—¿En qué piensas?

Los ojos de Hope se abrieron a la vez que sus labios se curvaban. Hizo un gran esfuerzo por no apartar la mirada del cristal para que él no viera eso que yo podía ver, la mezcla de sorpresa y alegría que se había expandido dentro de ella.

—Cuando era una niña le tenía miedo a los charcos —confesó—. Pensaba que si los pisaba me caería dentro de un mundo terrible y ya no podría volver a salir. Hasta que mi hermano me dijo que no debía tener miedo, que solo había un mundo dentro de los charcos, el mismo que veíamos en los espejos. El mundo del revés.

—¿Como la historia que contaste? —preguntó el Chico Azul.

—Algo así. Aunque entonces yo pensaba más en

Alicia a través del espejo. —Sonrió—. Dejé de tenerle miedo a los charcos y, cuando mi hermano se marchó, cada vez que llovía salía a la calle y me pasaba horas saltando de charco en charco. Estaba segura de que en algún momento había caído en el mundo del revés y que debía buscar la manera de volver al otro lado, a mi verdadera vida. Allí estarían mi hermano, y mis padres, y yo podría volver a escuchar.

—Tiene sentido —musitó el Chico Azul, cuya mirada se hallaba también perdida al otro lado de la ventana.

Hope ladeó la cabeza para mirarlo.

—No lo tiene —repuso—. ¿Ahora te dedicas a darme la razón como a los locos?

—¿Y desde cuándo te molesta que piense que estás loca?

—No me molesta —aseguró, aunque ni ella misma se lo creyó—. Y deja de reírte —le advirtió al descubrir la sonrisa que se asomaba a sus labios.

—Solo sonrío.

—Ya.

—A mi tía le encantarías —confesó él.

—¿Y eso por qué? ¿Ella también está loca?

—Un poco —asintió el Chico Azul—. Dice ser psicóloga e incluso cobra por ello, pero no me lo trago. —Su sonrisa se ensanchó y esta vez Hope se la devolvió.

—A lo mejor ella puede arreglarme —sugirió, volviendo la vista de nuevo a la ventana.

Él fue a decir algo, pero la réplica murió en sus labios. Me imaginé qué era lo que quería decir, quizá algo como «No puedes arreglar lo que no está roto» o «No hay nada que arreglar, Hope», con esa voz rasgada que ya me resultaba familiar.

En su lugar, lo que dijo fue:

—¿De verdad era eso lo que estabas pensando?

Hope curvó los labios y supe que estaba esforzándose para no mirarlo.

—Y tú, ¿qué piensas ahora? —contestó ella con otra pregunta, aunque yo sabía que la respuesta correcta sería «En ti».

—En ti —admitió él con un hilo de voz.

Todo se detuvo —los coches, el autobús en nuestra parada y las manecillas del reloj— cuando Hope alzó la vista para mirarlo. Lo sé, porque a pesar de no tener corazón, lo sentí como si también se hubiera detenido.

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