Hope

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Segundo acto » Capítulo 48. Matrioska

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—Jaque mate —anunció Joseph horas más tarde.

—Pero bueno, ¡no me ha dejado llegar al otro lado! —se quejó Marianne, que miraba el tablero con impotencia.

—Pensaba que sabías jugar al ajedrez.

—Claro que sé.

—No solo es llegar al otro lado.

—¿Y qué es?

—Estrategia, concentración —explicó Joseph con el mismo tono paciente que usaba con Hope cuando era una niña.

—Estoy concentrada —aseguró Marianne.

Hope disimuló una sonrisa. Había terminado de retirar los platos de la cena, mientras Marianne y Joseph jugaban una partida de ajedrez en medio del escenario del teatro, que había terminado tan rápido como había empezado.

Yo lo observaba todo desde la silla diminuta que Joseph había hecho para Hope cuando todavía era una niña, y que estaba colocada entre los dos.

—Estrategia —repitió él.

—Sé jugar al ajedrez. Mi padre me enseñó —aseguró con orgullo.

En ese momento Joseph ya había perdido la poca paciencia que le quedaba. Colocó las fichas dentro de su caja mientras asentía sin escuchar ni uno solo de los reproches que le hacía Marianne. Miré a Hope y supe que estaba pensando lo mismo que yo. Los humanos tenían la suerte, y la desgracia, de poder elegir cuándo escuchar y cuándo no. Hope era la única que no la tenía.

Frustrada, Marianne clavó los ojos en las últimas butacas del fondo y respiró hondo, como si tuviera que concentrarse para no hacer volar el tablero por toda la sala. La oíamos susurrar palabras que no llegaban a nuestros oídos. Hope dio unos pasos hacia ella y estiró la mano para tocarla, pero algo la detuvo a medio camino; un presentimiento de que todo se desmoronaría si se producía ese contacto.

Cuando Marianne se calmó, sacó de su bolso varias entradas y me las puso en el regazo.

—Son para mañana —le dijo a Hope—. Hay una para tu Chico Azul, así no tendrás que darme plantón. —Le guiñó un ojo.

Hope cogió las entradas.

—También hay una para usted —le explicó Marianne a Joseph. El tono de su voz dejó claro que seguía resentida con él.

—Gracias, pero jamás le sería infiel a Serendipity.

Marianne se encogió de hombros.

—¿Vendrás? —le preguntó a Hope.

—Sí —prometió ella.

Marianne comprobó la hora en el reloj y enseguida se levantó.

—Tengo que irme ya. Estará fuera.

—¿Te refieres a…? —Hope no terminó la frase, vio la respuesta en el gesto esquivo de su amiga—. Te acompaño.

—Cierro la sala —les informó Joseph, entregándome a Hope—, llévate a Wave.

Hope me envolvió con un brazo y acompañamos a Marianne hasta la puerta. La miraba de soslayo, intentando adivinar qué era lo que estaba cambiando en ella.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Claro —contestó Marianne.

Pero todos sabíamos que no era cierto. Marianne no era la misma que habíamos conocido. En realidad, nunca había sido la misma. Era como si estuviera hecha de cientos de

Mariannes y cada día se mostrara con un disfraz diferente. Recordé que el mago con el que había vivido antes tenía una de esas muñecas rusas horribles que escondían muchas otras en su interior y no pude evitar comparar a Marianne con ella.

—Te he echado de menos —le confesó Hope.

Últimamente, la amistad que compartían se había vuelto endeble, inestable, como la propia Marianne. Comprendí entonces que Marianne tenía mucho que ver con el hecho de que Hope pensara que el Chico Azul también iba a desaparecer de su vida tarde o temprano. Como su hermano, como sus padres. Era lo que estaba haciendo Marianne, desapareciendo tan despacio, tan de puntillas, que apenas se advertía.

La expresión ausente de Marianne mutó como si se hubiese desecho de una de esas muñecas que la cubrían. Su rostro se endulzó cuando la rodeó con los brazos y la estrechó contra su cuerpo, que los dos sentimos frágil y quebradizo.

—No me he ido a ninguna parte. —Se apartó para darle un beso en la frente.

Una sombra al otro lado de la puerta nos anunció que alguien nos observaba desde el exterior. Estaba oscuro, salvo por la escasa iluminación de la farola, pero gracias a ella pudimos advertir la figura masculina, imponente por su presencia y su traje impecable, que esperaba de espaldas.

—Da un poco de miedo —bromeó Hope.

Marianne sonrió.

—Es un pirata —le advirtió con una sonrisa. Acarició su mejilla y le dio un beso—. Sigo aquí —le dijo antes de marcharse.

Y Hope no pudo hacer más que mirar hacia la puerta y verlos marchar. Él, un pirata tan solemne y seguro de sí mismo, podría causar pavor. Pero era Marianne, y solo ella, la que llevaba el timón de su barco.

—Por ahora —susurró Hope a la noche, deseando que su amiga estuviera bien.

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