Hope

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Tercer acto » Capítulo 65. Primera historia. La niña que no pudo serlo

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El silbido rompió el sueño de Hope que, al incorporarse en la cama, pensó que se lo había imaginado.

—Es él —le advertí y me fijé en que apenas eran las cinco y media de la madrugada—, debe de haberse vuelto loco.

Con un suspiro, Hope se envolvió en las mantas e intentó quedarse de nuevo dormida, ignorando los sonidos aislados provenientes del viejo teatro que ya conocía bastante bien.

Pero el silbido regresó, esta vez con mayor insistencia.

—No estoy soñando. —Hope se desperezó y fue hasta la ventana, tiritando de frío. Al abrirla pude ver desde mi posición que todo estaba cubierto por un manto blanco—. ¿Qué haces aquí? —preguntó tratando de no alzar demasiado la voz.

—Vístete y baja —escuché que le pedía el Chico Azul.

—¿Qué? —Hope observó el cielo oscuro y se volvió para comprobar la hora—: Son las cinco y media de la mañana. No voy a ir a ninguna parte.

—Venga, no me estropees el regalo de Navidad.

—No creo en la Navidad.

—No te he pedido que creas.

—Hace frío.

—¿Quieres que me quede aquí silbando y despierte a todo el mundo? No tengo ningún problema. —El Chico Azul silbó otra vez y por la cara que puso Hope supe que se había salido con la suya.

—Vale, vale, pero no vuelvas a hacer eso.

Con un gesto de irritación, cerró la ventana y en menos de cinco minutos ya se había lavado la cara y cambiado de ropa. Se puso unas botas, el abrigo y cogió el bolso antes de salir apresuradamente de la habitación.

Me alarmé.

—¡Hope! ¡Te olvidas de mí! —No me podía creer que me dejara atrás.

Esperé durante varios minutos que se me hicieron eternos. Ya había perdido la esperanza cuando Hope irrumpió como un huracán en la habitación.

—Perdón, Wave. Es que sigo dormida —se disculpó mientras me ataba a su cintura. Apenas podía respirar por la carrera.

No le dije nada, el shock todavía me duraba. Desde el día en que Hope me olvidó entre las rocas, solo había vuelto a olvidarse una vez de mí y en esa ocasión casi perdí un botón, así que comprenderás que no supiera cómo sentirme al respecto.

—No quiero ningún regalo —le mintió al Chico Azul nada más salir de Serendipity. Yo sabía que siempre había querido uno, solo uno.

—Confía en mí —contestó él, cogiéndola de la mano.

Observé que Hope se quedaba mirando las manos entrelazadas mientras que yo me fijaba en cómo los pies de ambos se hundían en la nieve. Hacía años que no nevaba y me pareció un fastidio.

Un cuarto de hora nos llevó atravesar las calles silenciosas hasta llegar a la estación de autobuses, donde el Chico Azul se aseguró de que no viéramos los carteles del lugar adonde nos dirigíamos, y otros treinta y cinco minutos más en coger el autobús e ir hasta nuestro destino.

—¿Me vas a decir adónde vamos? —quiso saber Hope mientras él la guiaba por las calles con su guitarra a la espalda.

No tenía la menor idea de dónde estábamos, pero dado el estado deteriorado de la hilera de casas adosadas por las que avanzábamos, supuse que se trataba de una zona humilde.

—Ahora lo sabrás —contestó él.

—Odio la Navidad.

—No seas tan gruñona. ¿Cómo puedes creer en todas tus historias y no en esta?

—Creí.

El Chico Azul no dijo nada. Me habría gustado poder explicarle lo que significó esa primera Navidad sin su hermano para Hope. Y todas las siguientes. El vacío, un recordatorio de algo que había existido y que ya nunca más existiría. La pérdida. La huida de la magia. Sus padres no volvieron a celebrar nada, en aquella casa solo había espacio para el dolor. Y aunque al principio Hope siguió creyendo a escondidas, pronto se dio cuenta de que lo único que quería nadie se lo podría dar jamás.

Al llegar a la esquina, el Chico Azul nos hizo cruzar la carretera y nos detuvimos nada más alcanzar la otra acera.

—¿Ves esa casa de ahí? —Señaló una casita marrón, de dos plantas, con el sitio justo en la entrada para un coche.

Las luces estaban encendidas y alguien había abierto la puerta.

—¿Es tu casa?

—No —contestó él, llevándose un dedo a los labios para que bajara la voz.

Observamos cómo un señor salía de la casa para quitar la nieve de los cristales y calentar el coche. Un rato después salió una mujer seguida de cuatro niños, dos de los cuales no llegaban a los cinco años. El más pequeño lloraba como si alguien le hubiese dado un buen pellizco y se abrazaba a los pies de la mujer, rogándole que lo cogiera en brazos.

—No entiendo nada —dijo Hope, pero en ese momento alguien más salió de la casa. Era Raven—. Oh.

Con infinita paciencia, Raven cogió al niño pequeño en sus brazos e intentó calmarlo mientras sus padres se despedían y entraban en el coche. Un minuto después solo quedaron ellos cinco, contemplando la carretera vacía.

—Vamos, todos dentro —los apremió Raven al tiempo que acunaba al niño.

—Había una vez una niña que no pudo serlo —empezó el Chico Azul, apoyándose en la valla mientras veíamos cómo Raven cerraba la puerta—. Según iban llegando sus hermanos, tuvo que ir dejando de ser una niña para convertirse en madre mientras sus padres trabajaban. Y trabajaban mucho para mantenerlos a todos. —Hope, que había estado observando la escena, se volvió hacia él y le dio la mano. Él sonrió—. La niña creció y dejó atrás muchas cosas. Sus juguetes, sus amigos y casi todo su tiempo. Pero lo peor fue que también tuvo que olvidarse de sus sueños, porque no eran seguros. Ella quería estudiar Arte Dramático, pero se conformó con entrar en Administración y Finanzas. Sus padres se esforzaban mucho para que ella tuviera una educación y tenía que hacer sacrificios, por amor a su familia. Al fin y al cabo, los sueños no dan de comer. Nunca se enfadó por eso, todo lo contrario. Se sentía agradecida y ayudaba en todo lo que podía. Todas las mañanas se levantaba muy temprano para cuidar de sus hermanos y llevarlos al colegio. Luego se iba corriendo a la universidad y tenía que perderse las últimas horas para recoger a los niños e ir a casa. Menos los días en los que trabajaba, que una amiga de su madre se encargaba de los niños. Un favor que tenía que devolver arreglándole el jardín —matizó—. Y si esto te parece poco, todavía le quedaba tiempo para estudiar hasta muy tarde cada noche, y para ir todos los sábados a Collodi y volver a ser aquella niña cuya única preocupación era ser una niña.

Al comprobar que a Hope le temblaban las manos, él se las llevó a los labios e intentó calentárselas con su aliento, aunque yo sabía que Hope no temblaba de frío.

—Es una historia muy triste.

—¿Tú crees? Yo creo que es una historia muy bonita sobre una chica muy valiente. No todos tenemos el valor de renunciar a nuestros sueños por las personas a las que queremos, y hacerlo de corazón.

En ese momento, quise un poquito más a Raven. La chica que había arropado a su hermano en nada se parecía a la mimo que acudía cada sábado a Collodi. Eran dos personas completamente distintas. La persona que era y la que quiso ser.

—¿Por qué me cuentas esta historia? —preguntó Hope.

—Todavía me quedan otras dos, lo sabrás entonces.

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