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Tercer acto » Capítulo 68. Villanos

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¿Alguna vez te has preguntado cómo sería un villano en la vida real? ¿Has pensado siquiera en el hecho de que existan?

A lo largo de mi vida con Hope había aprendido a distinguirlos gracias a todas las historias que me había contado. Para mí los villanos solo podían encontrarse dentro de las tapas de un libro. Los había de todas las formas y colores y llegaban a la vida del protagonista para destruir lo que más le importaba. Eran cínicos, despiadados, bestias sin compasión. Cuando pensaba en un villano, me venían a la mente nombres como Voldemort —no pongas esa cara, ya a nadie le da miedo—, Moriarty, Garfio, Cthulhu —Lovecraft no pensó en mí. Al no ser humano sí que sabía pronunciarlo—, las arañas de

El señor de los anillos o aquel payaso horrible de nombre insulso. Unos más horribles que otros, pero villanos todos. Y ficción.

Nunca imaginé que en la vida real también pudieran existir.

Pero existen, lo supe cuando aquellas niñas nos arrojaron los globos. Los humanos tienen la opción de poder ser héroes o villanos. Una elección, una sola, puede cambiar la vida de todos los que les rodean; hacerla fácil o difícil. De ellos depende.

Da vértigo que una sola persona tenga tanto poder, ¿verdad? Sal a la calle y mira a tu alrededor; cualquier persona podría ser un villano paseándose en libertad sin despertar sospecha. Así son los villanos, astutos enmascarados a los que no ves hasta que es demasiado tarde. Incluso puede que el peor de los villanos en tu historia sea el héroe de otra.

No es fácil enfrentarse a un villano y salir sin rasguños, pero siempre se consigue, y de ahí lo bueno de la ficción. Los villanos solo son una piedra en el camino, una excusa para poner las cosas interesantes y retar al héroe. Pero nunca ganan. En la vida real, sí que lo hacen.

Como todos los sábados, nos habíamos reunido en Collodi para pasar el día juntos y afrontar el reto de crear una historia que cambiara algo, lo que fuera.

Todavía no habíamos empezado y algunas personas ya se habían reunido a nuestro alrededor. A estas alturas no había casi nadie en Collodi que no nos conociera. Los dependientes de las tiendas más cercanas dejaban lo que estaban haciendo para asomarse a ver la representación. «Ahí están los cinco», murmuraban emocionados. Nos habíamos convertido en la voz de la esperanza.

Hope me estaba desatando del cinto, mientras los demás se preparaban, cuando vimos a un villano disfrazado de hombre de negocios. Un hombre imponente en altura y personalidad, de rasgos duros y ropas caras. Sonreía a nadie en particular cuando se acercó a Diggs y lo cogió por un brazo.

A Diggs se le borró la sonrisa que un momento antes le dedicaba a Raven. Dejó de ser Diggs, el mago, para convertirse en un completo desconocido; pálido, asustado, diminuto. No hizo falta que dijera nada para saber que era su padre, solo él podría robarle toda la magia de la que siempre presumía.

—¿A esto te dedicas todos los días? —El hombre le apretaba el brazo tan fuerte que Diggs compuso una mueca de dolor—. ¿A qué estás jugando?

—A nada, yo…

—¿A nada? —La sonrisa de su padre permanecía inalterable y supe que era de ese tipo de personas que aparentan ser una cosa y son otra muy distinta—. ¿Te haces una idea del dinero que he invertido en tu educación? ¿Y cómo me lo pagas? Jugando a mendigar por las calles —respondió por él—. ¿Es que quieres avergonzarme? ¿Es eso lo que quieres? —insistió, tirándole más fuerte del brazo.

—No. —Diggs bajó la mirada, pero todos vimos cómo su cara había enrojecido, no tenía claro si por el dolor o por la vergüenza.

—Señor, no mendigamos. Solo nos divertimos —explicó el Chico Azul, adelantándose a ellos—. ¿Nunca ha visto una actuación callejera? Yo toco la guitarra, ella hace la coreografía —explicó, haciendo un gesto hacia Raven—, ellos dos cuentan la historia —nos señaló a Hope y a mí— y su hijo es el mago.

El padre de Diggs ignoró al Chico Azul como si este solo fuese un insecto que había osado interponerse en su camino.

—Un mago, ¿eh? —le dijo con desprecio a su hijo, que se había encogido más sobre sí mismo—. La magia no te va a ayudar a aprobar los exámenes, no te va a dar de comer ni te va a hacer un hombre. ¿Cuándo vas a dejar de comportarte como un maldito crío? ¿Cuándo? —repitió, zarandeándole para que reaccionara.

Diggs se enfrentó a sus ojos y supe que no había nada que hacer. Lo había anulado. Me pregunté dónde estaba el chico que sacaba una paloma del sombrero y la hacía volar, el que lanzaba aviones de papel para descifrar un misterio en el que no quería creer, el que manejaba las cartas como quien maneja los hilos del destino. Por más que buscara, no lo veía por ninguna parte.

—¡Vamos, Diggs, plántale cara! —grité al ver que el Chico Azul se había quedado sin saber qué decir y que Raven tenía la mirada perdida en algún punto del suelo.

A nuestro alrededor, el pequeño grupo de espectadores contemplaba la escena con una mezcla de curiosidad y recelo. No tenían claro si debían quedarse o marcharse; algunos incluso se preguntaban si ese hombre formaba también parte del espectáculo.

—Muévete. Seguiremos esta conversación en casa. —El hombre soltó a Diggs y le dio un empujón en la espalda para que caminara.

Estaba enfadado, enfadadísimo. Me habría gustado que Hope enredara mis hilos en los pies del padre de Diggs y que se hubiese dado un buen tortazo para que una vez en el suelo se le borrasen los malos gestos. Quizá por eso no me fijé en Hope, ni en la rigidez de su cuerpo, ni en sus ojos abiertos de par en par, ni en su cara mucho más enrojecida que la del propio Diggs.

En realidad, no me fijé en nada hasta que Hope corrió hacia ellos y se interpuso entre Diggs y su padre para ponerle a salvo.

—¡No puede llevárselo! —gritó ella.

El Chico Azul se quedó lívido al verla, igual que Raven, que levantó la vista del suelo.

—¿Y tú quién eres?

—Su amiga —contestó Hope, lo que hizo que todas las miradas recayeran sobre ella.

—¿Lo has escuchado? —le pregunté. Había pasado de la furia al desconcierto más absoluto, sentimiento que sabía que compartía con todos los demás. Incluso Diggs, tan diminuto como era a ojos de su padre, observaba a Hope como si fuera un hada madrina venida de algún universo paralelo.

—No puede llevárselo —repitió ella con resolución.

El hombre le dedicó una sonrisa airada.

—Vámonos —le dijo a su hijo. Diggs no se movió—. Se acabó la pantomima esta.

—No lo entiende —siguió Hope—, si se lo lleva nunca estará con usted. Se llevará a un fantasma, no a su hijo.

—Cuántas estupideces.

—No se lo llevará.

—¿Tú me lo vas a impedir?

—Nosotros. —Esta vez fue Raven la que habló y se apresuró a colocarse delante de Diggs, justo a nuestra izquierda.

El Chico Azul hizo lo propio y se situó a la derecha.

—Puede llevárselo, pero nunca será suyo —continuó Hope.

—No tengo tiempo para esto —gruñó el hombre—. Óscar, muévete de una vez.

—¿Cómo puede estar tan ciego? —preguntó Hope. Imaginé entonces que en lugar de enfrentarse a los fantasmas de Diggs, estaba luchando contra los suyos propios—. Se ha reído cuando ha oído la palabra mago, pero puedo prometerle que su hijo es un mago. Y se lo demostraré. Solo tiene que quedarse a vernos. ¿Tan ocupada es su vida que no tiene diez minutos para su hijo?

—Óscar —insistió el hombre. Ya no se esforzaba en bajar la voz; la rabia era más grande que su disposición a guardar las apariencias.

—No puedo escuchar palabras. No se preocupe, estoy acostumbrada a que me miren así —aseguró Hope al verle la cara—. Hay pocas personas a las que puedo escuchar, ¿sabe? Puede creerlo o no. Llevo meses preguntándome por qué a unos sí y a otros no y lo único que me venía a la cabeza es que quizá solo puedo escuchar a aquellos que son especiales. —Me apretó contra su cuerpo para insuflarse fuerzas—. Pero de entre todas las personas de Collodi lo he escuchado a usted y ha conseguido que también pueda escuchar a su hijo a pesar de que no lo deje hablar. ¿Sabe lo que dice su hijo ahora mismo? Que lo necesita, a quien quiera que haya tras ese traje. Puede que ya no haya nadie, pero sé que en algún momento debió haberlo. Crea en él aunque nadie haya creído en usted.

—Pero ¿quién te has creído que eres? —espetó el hombre, horrorizado.

Me fijé en que Diggs observaba a Hope como si de verdad fuera una superheroína. Me alegré de ver que había recuperado su tamaño, de reencontrarme con el mago que había dentro de él.

—Puede llamarme Dilly. Y ahora, señor, crea en él. —Se volvió hacia Diggs—. ¿Vamos?

La respuesta del mago fue hacer una leve inclinación y llevarla de la mano hasta el lugar que debía ocupar. Con una sonrisa que llenaba sus caras, los demás los siguieron ante la atenta mirada del padre de Diggs, anclado al suelo por las palabras de Hope.

Como era de esperar, la historia que Hope narró era un dardo directo a ese hombre, pues hablaba de un buen padre que había repartido tanto amor que se había quedado seco, sin nada que ofrecer. El desgraciado hombre se sentía roto y, como no sabía cómo dar un amor que no tenía, lo que hacía era robar amor a los demás. Robaba amor como solo un villano sería capaz de hacerlo, con brutalidad, sembrando el odio a su paso hasta que se quedó solo, hasta que todas aquellas personas que portaban el amor que él había regalado se lo devolvieron todo, pedazo a pedazo, y desaparecieron de su vida. El hombre se quedó lleno de amor pero sin nadie a quien entregárselo. Y es que el amor, si no se comparte, si no se entrega sin esperar nada a cambio, también termina por marchitarse. Desgraciadamente, el hombre lo había descubierto tarde.

Las emotivas palabras de Hope y mis estudiados movimientos fueron acompañados por las lágrimas de una mimo que se abrazaba el pecho con fuerza, preguntándose qué podía hacer con ese amor que se le escurría de las manos. Por la melodía de «Eleanor Rigby», interpretada a la guitarra por el Chico Azul. Y también por las gotas que el mago hacía caer sobre el rostro de la mimo, que hacían que el blanco y negro de la pintura se escurriera por sus mejillas y adquirieran el efecto de desamparo que la actuación requería.

Los aplausos fueron ensordecedores. También hubo lágrimas; las del público, las de Raven, las que escaparon de los ojos de Hope por creerse egoísta, por haber pensado durante años que no había vida más desgraciada que la suya, y también las mías, de las que nadie sabe nada salvo tú y yo.

En cuanto recuperó la compostura, Hope buscó entre la multitud casi con desesperación, pero no había ni rastro del padre de Diggs.

Si vio o no la actuación, nunca lo supimos.

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