Hope

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Tercer acto » Capítulo 69. El adiós que nadie llegó a pronunciar

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La que sí estaba entre el público era Marianne y, aunque quisiera disimularlo, la actuación también había conseguido emocionarla a ella. El vestido blanco que llevaba, además del pelo recogido a un lado, le hacía parecer todavía más joven y hermosa.

Hope tardó en darse cuenta de que estaba allí, pues en cuanto su mirada se cruzó con la de Diggs este se abalanzó sobre ella y comenzó a darle vueltas en sus brazos.

Cierto es que éramos cinco, pero Marianne solo tenía ojos para Hope. Su cara no expresaba ni alegría ni tristeza, se limitaba a mirarla como quien se aprende de memoria un último recuerdo. Y eso era precisamente lo que hacía, aprendiéndose a Hope para no olvidarla cuando ya no estuviera a su lado. Un recuerdo podía ser más frágil que una fotografía, pero también era más valioso. Si se pudiera robar un momento de un ser querido, un solo instante, estaba seguro de que Marianne se llevaría ese: Hope, riendo a carcajadas mientras daba vueltas y más vueltas con las risas de Raven y del Chico Azul coreando su felicidad. Yo ni siquiera me veía, aplastado entre ella y el mago.

Podía imaginar cómo miraría Marianne esa escena. Hope ya no era la niña asustada y solitaria que se escudaba tras una vieja marioneta. Había cambiado como lo había hecho el mago momentos antes, con la diferencia de que ella lo había hecho avanzando, usando a la vida como bastón para no caer.

—Sabía que mi magia lo conseguiría. Preparé un gran hechizo, ¿sabes? Pero vas tú y escuchas a la única persona en el mundo a la que nadie querría escuchar. —El mago había vuelto y esa era su manera de decirle lo agradecido que estaba por lo que había hecho por él.

—Siento decirte que sigo sin poder escucharte —dijo Hope al ver que Diggs movía los labios.

El mago acarició el pelo de Hope para sacar una rosa roja pero no llegó a dársela; al ladear la cabeza Hope había descubierto a Marianne a unos pasos de nosotros.

—¡Marianne! —exclamó—. ¡Has venido!

—Me hiciste prometértelo —le recordó.

—Pero no me dijiste cuándo.

—A veces el cuándo no es lo importante.

Hope sonrió, llena de felicidad.

—Ven, que te los presento a todos.

—No, espera, déjame que adivine. —Marianne avanzó hasta Diggs y lo miró de arriba abajo con bastante descaro, tal y como él hizo con ella nada más verla—. Tú debes ser Diggs, el de las palabras mágicas.

—Y esta rosa, para la dama de blanco.

—Lo siento, las prefiero blancas.

Diggs se hizo el ofendido.

—Eso es discriminación.

—¿No vas a dedicarme una palabra mágica? —quiso saber Marianne.

Él se hizo el interesante mientras levantaba una mano y arrugaba el ceño.

—¡Arresto Momentum!

Marianne enarcó las cejas.

—¿Qué significa?

—Solo quería detener el tiempo —explicó él—, para disfrutar de tu belleza. —Hizo una reverencia, pero Marianne ya tenía los ojos puestos en Raven.

—Y tú eres Raven, la que no necesita palabras para hablar. —Me miró a mí para un momento después mirar a Raven otra vez—. No te pareces en nada a Wave.

—Eso es porque le faltan los hilos —expliqué.

En lugar de hablarle, Raven le dedicó algunos gestos que hicieron sonreír a Marianne.

—Yo también me alegro de conoceros.

Había dejado al Chico Azul en último lugar a propósito, pues era a quien realmente quería conocer más de cerca. Marianne se puso delante de él y lo observó con detenimiento.

—Hola, Chico Azul.

—Hola, Rosaura —respondió él.

—No veo nada de azul en ti, y es la segunda vez que te veo.

—Nadie lo ve. Solo Hope.

Satisfecha, Marianne se dio la vuelta y cogió a Hope del brazo.

—Ahora os la devuelvo —informó—. ¿Me acompañas a la esquina?

—Claro. ¿Adónde vamos?

En lugar de contestar, Marianne le dijo:

—A mi padre le gusta controlar el tiempo. Lleva un reloj de bolsillo y calcula el tiempo al milímetro. No quiere perderse nada y mucho menos dejar que se le escape. Es estresante. —Hizo una mueca—. ¿Tú qué crees? ¿Crees que se puede controlar el tiempo?

—Claro que no —contestó Hope.

—Exacto. Lo que puedes controlar es lo que haces durante ese tiempo. Hay mucha gente que se pasa la vida intentando controlar la de los demás porque no sabe qué hacer con su tiempo y otra que se esfuerza cada día por dirigir su vida, sin llegar a conseguirlo. No me gusta ninguna de esas dos opciones. Para mí el tiempo es algo que hay que gastar. Gástalo todo, Hope, exprime hasta la última gota. El tiempo que no gastas lo pierdes, y el tiempo perdido es irrecuperable.

—Hablas como si cargaras con todo el tiempo del mundo —señaló Hope con un hilo de voz.

—Porque lo hago, cargo con todo el tiempo de mi mundo. Lo único que espero es no dudar nunca sobre lo que quiero hacer con él.

Al llegar a la esquina se detuvo y me cogió en brazos.

—Lo siento, Wave, no te había saludado. —Me besó en la mejilla antes de devolverme a Hope—. He visto la actuación, sois muy buenos —le dijo a Hope—, y sabes que no lo digo por decir.

—No importa si no lo somos. Disfrutamos haciéndolo y eso es lo que importa.

—Pero ¿qué dices? —la regañó Marianne—. ¿Sabes lo importante que es en mi mundo ser o no ser bueno? Lo es todo, Hope. Eres los pasos que das, el nombre que está en boca de todos. Si tropiezas, no esperan a que te levantes. Siempre habrá alguien más esperando su turno.

—¿Cómo lo haces? Yo no podría.

—Podrías. Tal vez no a mi ritmo, pero podrías. Emplearías tu tiempo de manera diferente, con ellos. —Señaló hacia donde estaban los otros—. Si te caes, no estarás sola. —Apartó la mirada para consultar su reloj—. Me tengo que ir. Ya nos veremos, Hope —le dijo antes de alejarse de nosotros.

—Gracias por venir —gritó Hope con una sonrisa que se le borró de los labios al repasar la conversación, al contemplar el modo en que Marianne caminaba mirándolo todo a su alrededor, imprimiendo recuerdos. Un presentimiento que no tardó en apartar de ella.

Yo ya lo sabía, me di cuenta nada más verla tras la actuación. Sabía que Marianne había venido a despedirse, que esa era la única manera en que podía hacerlo. Marianne no era de esas personas que celebran el adiós como si la ocasión lo mereciera, sino de esas otras que prefieren irse sin el recuerdo del sabor amargo de la despedida.

No le había dicho adiós, ni siquiera le había dado un abrazo. Le había hablado como de costumbre, con sus frases llenas de dobles sentidos y sus silencios cargados de palabras. Y cuando se marchó lo hizo sin volver la vista atrás, dejando allí la esperanza de un mañana que no llegaría, el adiós que nadie llegó a pronunciar.

Lo que no sabía es que nunca más volveríamos a verla.

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