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Dejo a Lily en casa con el arsenal de medicamentos que le han recetado. Parece ser que ha cogido una buena gripe. Y encima se le junta con que es una quejica sin remedio. Me aseguro de que no necesita más, y me despido de ella y sus virus. Espero que no me contagie, porque si ella es mala enferma, yo soy peor.

Mientras conduzco dirección al Meaning, me pregunto qué habrá pensado Emily cuando haya visto el CD. Espero por lo menos que le haya gustado, después de lo que me ha costado conseguirlo. Se me están agotando los recursos, ya no sé qué más hacer.

Después de darle los buenos días a Miranda en recepción, me asomo a su puerta a darle los buenos días a ella.

—Señor Shelton, espere.

Se levanta de su silla y me hace un gesto para que entre. Después cierra la puerta y se cruza de brazos.

—¿Vas a dejar de mandarme regalos?

—¿No te ha gustado?

—He preguntado yo primero. Pero sí, me ha gustado. Contéstame tú ahora.

—¿Vas a perdonarme?

—El perdón no se compra, Henry. Se gana.

—Pues dime cómo me lo tengo que ganar, Emily.

—No lo sé.

Suspiro.

—¡Es que no sé qué más hacer! ¡No me lo pones nada fácil!

—¿Y quién te ha dicho que fuera a ser fácil? ¡Me traicionaste, Henry! Eso no es un perdón cualquiera.

—Está bien, Em. Solo quiero saber una cosa.

Me acerco a ella y la miro a los ojos.

—¿El qué?

—¿Estás dispuesta a perdonarme? Porque sino, todo esto no tiene sentido.

Cierra los ojos. Coge aire y lo suelta despacio. Después los abre y su mirada refleja todo lo que no me quiere decir. Que me quiere.

—Sí, estoy dispuesta.

—Bien, esta noche cenamos fuera. Y te prometo que me ganaré tu perdón.

Cuando paso a recoger a Emily para cenar estoy tan nervioso como si fuera nuestra primera cita. Le tengo preparado algo que espero que no olvide, y me perdone por todo el daño que la he hecho.

La llevo a cenar al Clos Maggiore, según internet, el restaurante más romántico de Londres. Conduzco hasta Covent Garden con el estómago hecho un revoltijo aún. Ella también está nerviosa, lo noto por cómo se retuerce las manos. Intento romper este momento de tensión.

—¿Te frotas las manos porque tienes frío?

—No, es para ver si sale el genio de la lámpara.

Nos echamos a reír los dos. La miro de reojo y ella hace lo mismo. Sonríe y se sonroja. Le pellizco la nariz y después le pongo la mano en la pierna. No dice nada. Deslizo mis dedos sobre su piel suave, noto como se estremece y responde a mis caricias.

Cuando bajamos del coche la cojo de la mano, a los dos nos tiembla el pulso. Me mira sorprendida.

—¿Estás nervioso?

—¿Te das cuenta ahora?

Resopla en una risa.

—No lo estés.

Me da un apretón.

—Tú tampoco.

Tiro de ella y cruzamos la carretera corriendo hasta la puerta del restaurante. Por el gesto de su cara veo que le ha encantado mi elección. Nos sentamos en la mesa y me quedo en blanco, no sé de qué hablar. Me están traicionando demasiado los nervios.

—Emily, por favor, di algo.

Sonríe.

—¿Qué quieres que diga?

—No sé, algo para romper este silencio.

—¿Quieres que te cuente el verano en el que me caí de un árbol y me partí los dientes?

—¡¿Qué?!

Se echa a reír cuando ve mi cara de asombro.

—Fueron los de leche, por suerte.

Y al final la conversación fluye entre los dos y olvido los nervios por un rato. Me cuenta sus travesuras de niña, sus aventuras de exploradora con sus hermanos, y cuánto lloró el día que se encontró a su gato Giggles atropellado por un coche en la carretera. Yo le cuento la vez que encerré a Lily en la caseta de la leña porque no dejaba de darme la lata para jugar al escondite, y la vez que se empeñó en hacer un pastel sorpresa y terminamos los dos castigados por el desastre que dejamos en la cocina, y cuánto lloró Lily cuando su conejo Buster decidió volver a su madriguera y olvidarse de su cómoda casita de muñecas...

Después de cenar conduzco dirección Waterloo Bridge y tuerzo por Belvedere Road, hasta llegar al London Eye. He alquilado una cápsula para nosotros solos, con champán y trufas de chocolate.

Emily me mira con los ojos muy abiertos.

—¿Vamos a subir al London Eye?

—¿Tienes pánico a las alturas o algo?

—¡No, no! Llevo queriendo subir mucho tiempo, pero el gilipollas de...

Se calla.

—Olvídate del gilipollas. El recuerdo de haber subido aquí lo vas a tener estando conmigo. No sabes cuánto me alegro de eso.

En el centro de la cápsula hay una mesilla de madera con una cesta encima. Saco la botella, sirvo el champán y le acerco la copa a Emily, que mira embelesada las vistas panorámicas.

—Es precioso, Henry.

—Tú lo superas.

—¡Oh, vamos! ¿Quieres ganarme con piropos?

—No, yo solo quiero ganarte, como sea. Y no son piropos, es lo que siento, Em.

—Yo solo quiero saber por qué, Henry. Por qué lo hiciste.

Me quedo pensando un rato, y le respondo la verdad.

—No tengo respuesta para eso. Supongo que pensé con la polla, como hacemos la mayoría de los tíos, sin pararme a pensar en las consecuencias.

—¿Y por qué ella? ¡¿Por qué Abril?!

Sus ojos azules reflejan tristeza y dolor. Yo maldigo el momento en que contesté aquella llamada de teléfono.

—¿Te hubiera dolido menos si hubiera sido con otra?

—No lo sé, Henry. No lo sé. Lo único que sé es que me has hecho mucho daño. No puedo entender cómo fuiste tan imbécil como para meterte en su cama.

—Me llevó a su casa y yo ya iba un poco bebido. Ella iba con unas intenciones que no me esperaba. No voy a negar mi parte de culpa, debí haberme ido. Debí haber cogido un jodido taxi de vuelta a casa, pero no lo hice. Lo siento. Lo siento, Em.

—¡Dios! ¡Te dije que era una zorra! ¡Te lo dije!

Me agarra por las solapas de la camisa y tira de ellas con rabia.

—Lo sé, cariño. Solo sentí asco de mí mismo, solo eso. Ojalá pudiera volver el tiempo atrás, pero ya ves que no puedo. No sé qué más hacer, Em. Por favor, perdóname.

Dejo la copa en la mesa. Le cojo la cara entre las manos, ella baja la mirada.

—Yo...

—Mírame a los ojos. Mírame y verás lo mucho que significas para mí.

Alza la cara. Sus bonitos ojos azules se clavan en los míos buscando la respuesta. Y la ve, porque sus labios se extienden en una bonita sonrisa.

—¿Y sabes tú lo que significas para mí, Hank?

—Dímelo.

Su mirada se empaña.

—Antes de conocerte era, sin saberlo, un barco a la deriva. Aguantando tormentas y golpes contra las rocas. Ahora tú eres mi puerto seguro.

La abrazo con fuerza.

—No dejaré que te haga daño, Em. Te lo prometo.

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