Harmony

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Kate » Capítulo 5

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Ciudad de México.

México.

Domingo Oct./26/2036

Wicca +30

 

Marcos Rivero era un hombre adusto que, en contraste con sus predecesores, no disfrutaba con las fanfarrias de la presidencia.

—Ni desfiles, ni discursos, aquí se viene a trabajar. —Solía decir.

A pesar de ser un perfil político de segunda fila, Rivero se hizo con la nominación del partido para las elecciones de 2.032 en calidad de “hombre de consenso” entre las facciones protagonistas de una guerra interna que amenazaba con hacer saltar por los aires a la Unión Mexica fundada en 2.020 por Emiliano Cárdenes.

—¿Quién carajo es Marcos Rivero? —Fue la pregunta que no pocos mexicanos se hicieron en las elecciones.

Fabio Macías, hombre fuerte del Partido Revolucionario Institucional y rival de Rivero en la pugna presidencial, se mostró durante toda la contienda confiado y seguro de sí mismo.

—El licenciado Rivero de la Unión Mexica, no es rival. —Declaró ufano en Televisa. 

Grave error.

 

Rivero terminó ganando la contienda con tanta rotundidad que Macías, humillado, tuvo que abandonar México para dedicarse a sus negocios en Miami.

En su despacho, el presidente Rivero recordó aquellos días.

—Lástima que Don Emiliano no hubiese vivido lo suficiente. —Murmuró.

—¿Dijo algo señor Presidente? —Preguntó el coronel Gamboa al otro lado de la mesa.

—Nada, Gamboa… No se preocupe. —Replicó Rivero.

La insignia de Unión Mexica, el partido fundado por el veterano empresario Emiliano Cárdenes a raíz de la quiebra de PEMEX en 2.019, lucía en la solapa del joven oficial de los servicios de inteligencia.

—¿Cuánto tiempo llevas en el partido, Gamboa?

—Cuatro años.

—Cuatro años… Hay que ver lo rápido que pasa el tiempo… —Reflexionó el presidente.

—Señor, debe escucharme. Permanecer en la capital no tiene sentido. —Insistió por enésima vez Gamboa.

—No pienso ir a ninguna parte. —Respondió tercamente Rivero.

Gamboa hizo un gesto de impotencia.

—Los americanos están a punto de llegar.

—Y aquí me encontrarán. —Respondió Rivero acariciando la P8 de Heckler and Koch que descansaba sobre el escritorio.

—Será un gesto inútil.

—¡Es lo último que nos queda!

Gamboa negó con la cabeza.

—¡Nuestra dignidad! —Exclamó Rivero visiblemente alterado.

El presidente se secó el sudor de la frente con un pañuelo blanco que sacó del cajón.

El coronel tragó saliva. Sabía que aquella entrevista iba a ser la última oportunidad para hacer entrar en razón a un Rivero desquiciado por los acontecimientos. La sombra de la delgada y quijotesca figura del presidente temblaba a la luz de las velas. La capital llevaba días con graves problemas en el suministro eléctrico y ni siquiera el Palacio Nacional estaba a salvo de privaciones.

Se escucharon disparos en la calle.

—¿Qué día es hoy, Gamboa? ¿Y por qué no han venido mis hijas a verme?

El coronel Gamboa negó con la cabeza.

El progresivo declive del estado mental del presidente se estaba haciendo cada vez más patente.

—No se preocupe por sus hijas, están bien.

Clara y Marta Rivero habían muerto al poco de comenzar el mandato. El camión que arrolló al coche oficial que las llevaba al colegio había perdido los frenos.

Una desgracia.

Las sospechas recayeron de inmediato sobre los capos del narcotráfico, a nadie se le escapaba que el nuevo presidente no era plato de su gusto, pero nunca encontraron pruebas.

La nación entera contuvo el aliento ante la tragedia y se llegó a especular con una posible dimisión.

A pesar de todo, el presidente se mantuvo al frente del país.

—¿Qué noticias hay del ejército? —Preguntó Rivero con mirada perdida.

—No hay ningún ejército, señor. Las divisiones acorazadas enemigas apenas han encontrado oposición. La agresión norteamericana es imparable.

—¿Han llegado ya los refuerzos colombianos?

El Coronel miró con tristeza al presidente.

—Me temo que Colombia tiene sus propios problemas.

—Vendrán Gamboa. El presidente Cortés se comprometió a ayudarnos.

—Debemos irnos, señor Presidente.

Rivero se levantó y se dirigió despacio hacia el balcón.

La plaza estaba oscura y vacía.

Gamboa hizo un gesto para cogerle del brazo.

—¡Aparta! —Exclamó el presidente levantando su bastón.

—¡Es muy peligroso! ¡Tenemos que irnos!

—¡Cobarde!

El coronel sujetó por los hombros a Rivero. Tenía un aspecto frágil.

—¿Qué hay de Ana? —Preguntó Rivero.

A pesar de la opinión de muchos de sus asesores, Marcos Rivero siempre defendió la capacidad de Anne Wilkinson para influir decisivamente en los acontecimientos.

Un error que iba a costar caro.

Gamboa respondió con desprecio.

—Nuestras fuentes afirman que la Primera Dama está a favor de la invasión.

Rivero miró a la pared con extrañeza.

—Eso es imposible… Ana nunca se volvería contra su propia gente.

—Su gente son ahora los gringos, señor, pero ya nos ocuparemos de eso más adelante. —Afirmó críptico Gamboa.

Rivero recordó su última visita a la Casa Blanca.

Anne Wilkinson estaba radiante.

 

***

—Tiene usted en casa lo mejor de Latinoamérica. —Le dijo Rivero al Presidente.

Ted Wilkinson miró a su bella esposa y asintió.

—Es cierto.

Anne sonrió un tanto avergonzada.

—Vamos caballeros, ya basta de cumplidos. Me van a sacar ustedes los colores.

 

***

Rivero miró a Gamboa como si no estuviese en el despacho.

—Constituían un equipo formidable. —Murmuró.

Gamboa hizo un gesto de hastío. 

—Anne Wilkinson es una traidora.

Durante la crisis y tras el fracaso de la vía diplomática, todas las esperanzas de Rivero se centraron en Ana.

—No habrá invasión. Ella convencerá a Wilkinson. —Manifestó Rivero con convicción.

Fuera, en la plaza, se escucharon de nuevo disparos.

Gamboa tomó su decisión.

—Presidente Rivero. Ha sido un honor.

—Vete, Gamboa. Déjame solo.

El coronel abandonó el Palacio Nacional conteniendo la rabia en su interior

—Esto aún no ha terminado. —Pensó mientras corría para fundirse en las sombras de la capital.

En la entrada, el teniente Thomas Leed contempló las escalinatas del Palacio Nacional.

Sus hombres se fueron internando en el edificio oscuro.

Parecía tan abandonado como la Plaza de La Constitución.

Mientras iban registrando las diferentes estancias, algunos de los muchachos conversaban.

—Menudo sitio… —Dijo el soldado Jerry Stanford de Virginia encendiendo un pitillo.

—Id con cuidado. —Previno Leed.

—Vamos teniente… No hemos disparado ni un solo tiro desde que dejamos Laredo. ¿Por qué aquí iba a ser diferente?

—Busquemos algo de tequila. —Bromeó el cabo Lynn señalando una puerta alta, entreabierta y vagamente iluminada al final del pasillo. —¿Vamos? —Preguntó dando una palmada sobre el hombro de Stanford.

El teniente decidió que ya era hora de informar por radio sobre su posición. La mayoría de los satélites ya no servían para nada y muchas cosas tenían que hacerse a la vieja usanza.

—¡Clark! —Exclamó. ¡Sargento Clark!

La respuesta del sargento se vio interrumpida por un disparo seco que retumbó por todo el Palacio Nacional.

Instintivamente, los hombres se pusieron a cubierto.

A continuación se escucharon ráfagas de fusil y los improperios del cabo Lynn.

—¡Hijo de puta! ¡Ha matado a Jerry!

El teniente Leed entró apresuradamente en la habitación.

Lynn no dejaba de gritar.

—¡Hijo de puta!

El cuerpo del soldado Stanford yacía en el suelo con la cara destrozada.

—Mierda. —Dijo Leed.

Desde el sillón, el cadáver acribillado de un tipo delgado y de aspecto extraño les miraba con una aviesa sonrisa.

—¡Ha matado a Jerry! ¡Ese cabrón ha matado a Jerry!

—¡Cállate soldado! —Exclamó el teniente.

Lynn intentó calmarse. El fusil le temblaba entre las manos.

—¿Qué ha pasado? —Preguntó el Sargento Clark que llegó con la radio.

—Nada. —Respondió Leed.

—¿Nada?

—Lynn, ha matado al mayordomo.

Nuakchot.

Mauritania.

Lunes 27 Oct./27/2036

Wicca +31

 

Para no ser ingleses, los jardines del Palacio Presidencial de Nuakchot presentaban un aspecto bastante decente. Aún así, el Primer Ministro se revolvió incómodo en el banco de piedra blanca. Llevaba un buen rato esperando.

Un pavo real pasó por delante de la pequeña fuente finamente decorada con motivos musulmanes, hizo una parada para beber y desplegó, indiferente, su plumaje.

—Un excelente ejemplar. —Comentó Chester Lewis.

El capitán Mamadou Laghdaf asintió.

—¿Desea un poco más de té, Primer Ministro?

Chester negó con la cabeza.

—No gracias. Prefería poder hablar con el General Razqa.

Laghdaf se encogió de hombros.

—Nuestro líder es un hombre muy ocupado.

Chester apretó los dientes.

—Comprendo. ¿Quizás sería usted tan amable entonces de revelarme el motivo por el cual mi avión ha sido obligado a aterrizar en Nuakchot?

—No estoy capacitado para darle esa información. Pero no se preocupe, estoy seguro de que pronto quedará todo aclarado.

El Primer Ministro se puso en pie. Se estaba cansando de aquella ridícula situación.

—Se informó debidamente a la torre de control sobre el carácter urgente de nuestro vuelo. Le exijo que me lleve ante el General Razqa. —Dijo Chester con firmeza.

El capitán enarcó una ceja y esgrimió una sonrisa burlona.

—Usted no está en disposición de exigir nada.

Chester se puso rojo como un tomate.

—¡Soy el Primer Ministro del Gobierno de Su Majestad!

—Después de lo que hizo, no creo que vuelva a ganar unas elecciones. —Apuntó Mamadou.

Lewis volvió a sentarse.

El recuerdo de su gestión pesaba en su ánimo como una losa.

—¿Qué otra cosa podía haber hecho?… —Murmuró.

 

***

Fueron dos elementos más radicales del partido los que le animaron a cerrar la frontera.

—Bob Clayton… Arthur Cunningham… Esa clase de gente. —Pensó. —Me utilizaron.

—¿Qué va a hacer Primer Ministro? ¡No puede permitir que se propague la enfermedad! —Exclamó Francis Tipple en el parlamento.

Todas las miradas estaban puestas sobre él y Chester, aturdido, se dejó llevar.

Las consecuencias del Acta de Fronteras fueron devastadoras.

El país se polarizó de una forma nunca antes vista, la opinión pública rugía en las calles y los medios, azuzados por la oposición, no dejaron de hostigar al Primer Ministro durante toda la crisis.

Luego, sobrevino el caos.

 

***

—Que calor hace aquí. —Dijo Chester aflojándose la corbata.

—No estamos en Londres, Primer Ministro. —Respondió el capitán Mamadou.

—No… No estamos en Londres…

El capitán se inclinó levemente.

—Voy a tener que dejarle. Hay asuntos que requieren mi atención. Si necesita algo, avise a cualquiera de los guardias. —Dijo Laghdaf.

—¡Por supuesto! Estoy seguro de que es usted un hombre muy ocupado. No se preocupe, estaré bien.

El primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña se entretuvo contemplando las evoluciones de los pavos en el jardín.

¡Nada hubiese funcionado! La enfermedad se extendió como la pólvora, asolando por completo la nación.

En cuanto se tomó la decisión de evacuar la isla, el ejército francés voló el Eurotúnel. Murieron miles de personas.

—No les tembló el pulso. —Recordó apesadumbrado.

Millones de ciudadanos emprendieron una loca carrera hacia los puertos. Las líneas aéreas no daban abasto. Motines en los aviones, disturbios a pie de pista…

La Royal Navy jugó un papel heroico sacando a mucha gente de las playas y, si los últimos informes recibidos eran correctos, al menos dos destructores, El Fidelity y el Relentless, debían de estar por aquellas aguas al este de las Canarias, rumbo a Sudáfrica.

—Primer Ministro.

Chester vio interrumpidas sus divagaciones por la presencia de un hombre alto y delgado. Tenía la piel pálida y los ojos azules.

—¡Gracias a Dios! —Exclamó.

—Me llamo Alfred Duncan.

—¡No sabe lo mucho que me alegra conocerle! —Exclamó Chester muy contento.

—Soy el embajador de Gran Bretaña en Nuakchot. —Dijo Alfred con acento escocés.

—¡Excelente! ¿Podrá usted creer que llevo horas en este jardín esperando una cita con el maldito General Razqa?

El embajador Duncan asintió.

—Le alegrará saber que mantengo muy buenas relaciones con él.

—¡Magnífico Duncan! Tengo que salir de aquí. ¡Ya debería estar en Sudáfrica!

—Las cosas aquí van despacio, Primer Ministro. Cuesta acostumbrarse. —Aseveró Alfred con seguridad.

—Por supuesto. Pero insisto en hablar con el General cuanto antes.

—Yo diría que eso va a ser imposible.

Chester se vio sorprendido por la respuesta.

—Esta situación es completamente inapropiada. —Protestó Chester molesto.

Los ojos azules de Duncan le miraron con frialdad.

Algo no iba bien.

—¿Cuantos murieron, Primer Ministro?

Chester no entendió la pregunta.

—¿Cómo dice?

—¿Cuánta gente murió en Carter Bar?

Chester tragó saliva al recordar la masacre.

La situación se fue de las manos y el ejército terminó disparando contra la muchedumbre desesperada.

—Yo no fui responsable. —Balbuceó Chester contrariado.

—¡Usted cerró las fronteras! ¡Traicionó a su propia gente! —Exclamó Duncan.

Chester no pudo ocultar su sentimiento de vergüenza.

—No pude hacer otra cosa.

—¡Por supuesto que pudo!

—Oiga… Duncan… Han pasado muchas cosas desde Carter Bar.

—¿Cuantos murieron? —Volvió a preguntar el embajador.

Chester frunció el ceño.

—Ni siquiera lo sabe. —Sentenció Duncan.

Chester intentó razonar con el embajador.

—Teniendo en cuenta las circunstancias… ¿No será mejor ser prácticos? Es de vital importancia que yo llegue a Sudáfrica. Alguien debe organizar el gobierno en el exilio. Le prometo que cuando todo esto termine, me acordaré de usted.

El embajador Duncan esbozó una sonrisa.

—Ya lo creo que lo hará.

A Chester no le gustó nada el tono del embajador.

—Muy bien Duncan. Seamos francos. ¿Qué quiere? ¿Dinero? ¿Un puesto en el gabinete?

—Deje de ponerse en ridículo.

Chester decidió que era inútil.

—Muy bien. Ha sido un placer conocerle. Ahora, debo volver al aeropuerto para continuar con mi viaje.

El embajador no había terminado.

—Fui yo quien solicitó que le interceptaran.

Chester no podía creerlo.

—¿Cómo ha dicho?

—En cuanto me informaron de que su avión se encontraba sobrevolando espacio aéreo Mauritano.

Chester sintió una ola de indignación.

—¡Cómo se atreve!

—¡Como se atreve usted! —Respondió inmediatamente el embajador.

—Duncan. O me dejan salir inmediatamente de aquí o se va a arrepentir.

—Es usted el que va a tener tiempo de arrepentirse.

El capitán Mamadou apareció de entre las sombras a un gesto del embajador.

Iba acompañado de un pelotón de soldados.

El embajador dictó sentencia.

—Es usted un traidor, por ello, cumplirá pena de prisión perpetua aquí en Nuakchot.

Chester sintió que la tierra se abría bajo sus pies.

—¡Usted no puede hacer eso!

—Llévenselo. —Dijo Duncan.

—¡Soy el Primer Ministro!

Desde una balconada interior, dando al jardín, el general Razqa encendió uno de sus puros.

Había disfrutado enormemente del espectáculo.

Ciudad de México.

México.

Martes Oct./28/2036

Wicca +32

 

El presidente Wilkinson y la Primera Dama saludaron a la multitud que se congregaba bajo la bandera de los Estados Unidos en la Plaza de la Constitución.

Como habría cabido esperar, la ciudad no estaba preparada para asimilar la avalancha llegada del norte. Cientos de miles se hacinaban en los campamentos improvisados por toda la capital. Los saqueos y el abuso por parte de los recién llegados hacia la población local, que aturdida, no sabía muy bien cómo responder, constituyeron la primera señal de que las cosas no iban a salir de acuerdo al discurso del presidente.

Wilkinson se esforzó por pronunciar claramente todas las palabras.

 

Vivimos una época desconocida. Un tiempo en el que las fronteras de las naciones se ven alteradas por una terrible y desconocida enfermedad cuya salvaje virulencia ha acabado con la vida de millones de seres humanos.

 

A lo largo de la historia, el mundo ha sido testigo del nacimiento, auge y caída de numerosas naciones pero ¡No ocurrirá lo mismo con los Estados Unidos!

 

Ahora mismo, con el país completamente devastado, os estaréis preguntando por el sentido de mis palabras. Lejos de vuestros hogares, cansados, tristes y hambrientos, os preguntareis si es posible mantener la esperanza…

 

¡Y yo os digo! ¡No desapareceremos! ¡No desapareceremos porque Estados Unidos, sois vosotros!

 

La Plaza rugió y un mar de barras y estrellas se agitó en la explanada.

El Presidente dejó que la muchedumbre vitorease durante unos minutos para luego proseguir.

 

La administración que presido ha tenido que tomar decisiones difíciles. La actitud del presidente Rivero es lo que nos ha llevado hasta aquí. Conscientes de la gravedad de esta crisis, Estados Unidos acogió a los refugiados provenientes de Canadá y lo hizo sin restricciones. Lamentablemente, el presidente Rivero no supo estar a la altura.

 

La historia le juzgará.

 

La multitud abucheó.

 

Nadie sabe cuándo ni dónde parará la tragedia pero tomen nota todos los gobernantes. Continuaremos moviéndonos hasta donde sea necesario. Bienvenido el que nos acompañe y a todos aquellos que intenten retenernos yo les digo aquí y ahora… ¡Sufriréis las consecuencias!

 

Mientras haya un solo americano dispuesto a sostener los valores sobre los que esta gran nación fue fundada, la democracia, la paz y la libertad, perdurarán.

 

Que Dios les bendiga y que Dios bendiga a América.

 

La masa respondió con tal grado de paroxismo que los cimientos bajo el balcón del Palacio Nacional parecían temblar.

El general Caldwell observó la escena complacido.

—¡Un gran discurso! —Exclamó satisfecho.

—Muy emotivo, Señor. —Afirmó el mayor Slinger.

—Me llevó horas redactarlo.

—Estoy seguro de ello, señor.

—Muy bien. ¿Qué es lo próximo Slinger?

—Visita del Presidente y la Primera Dama a una escuela de primaria. A continuación, almuerzo con el alcalde y empresarios afines. Por la tarde, pase de revista en el aeropuerto y esta noche, recepción en el Palacio Nacional.

—Muy bien Slinger. Los gestos son importantes. —Afirmó el general.

—Si señor. —Dijo Slinger.

—Una buena imagen contribuirá a calmar los ánimos.

—Descuide general, yo me encargo.

—De acuerdo, mayor. Le veré esta noche.

—A sus órdenes, mi General.

El Mayor Slinger cruzó la plaza llena de gente y mostró sus credenciales en el control de la Policía Militar frente a las puertas de palacio. Acto seguido, subió las escaleras, se ajustó el uniforme y entró en la habitación que ocupaban el Presidente, Bruce Mckellen y su esposa.

Ambos le miraron con expectación.

—Excelente discurso. Enhorabuena señor. —Dijo Slinger.

Wilkinson le obsequió con una sonrisa forzada.

—El general Caldwell escribe muy bien.

Bruce hizo un gesto indicando calma al Presidente.

El mayor Slinger obvió el comentario y preguntó.

—¿Están todos preparados?

—Vamos. —Respondió con sequedad la primera Dama.

La limusina presidencial abandonó el Palacio Nacional precedida del Jeep del Mayor Slinger como única escolta. Las calles del trayecto a la escuela estaban desiertas y habían sido convenientemente despejadas por lo que el trayecto se pudo hacer rápidamente.

—Como en casa, muchos abandonaron las ciudades hace tiempo. —Dijo Bruce McKellen contemplando un paisaje de edificios y comercios vacíos.

—¿Hasta cuándo voy a tener que tolerar esto? —Preguntó el Presidente furioso.

Bruce intentó calmar a su amigo.

—Ted… ¿Hace cuanto que nos conocemos?

—Por favor. No me vengas ahora con esas.

Anne fue más pragmática.

—Debemos ser pacientes. No tenemos otra opción.

—Debería poner a Caldwell bajo arresto.

—¿Eso crees? —Preguntó Bruce.

—¡Soy el Comandante en Jefe del ejército!

—Yo no estaría tan segura. —Respondió Anne cogiendo con afecto la mano de su esposo.

Ted Wilkinson asintió a regañadientes. Anne tenía la virtud de sosegarle en los momentos más difíciles.

Bruce contempló el rostro cansado de la Primera Dama. Anne había envejecido. Las últimas semanas se habían cobrado un precio en forma de pequeñas arrugas en torno a la comisura de los labios, otrora perfectos. Su expresión, normalmente animada y alegre, estaba presidida por un velo de tristeza difícil de ocultar.

—La tristeza de lo que se ven forzados a elegir. —Pensó Bruce.

McKellen recordó el día en que ella y Ted se conocieron.

 

***

La facultad había organizado un encuentro de estudiantes con el gobernador de Nuevo México. Raúl Ortega entró en el hemiciclo sonriendo y saludando a todo el mundo. Iba acompañado de su preciosa hija.

Al poco de verla en la tribuna Ted le dijo a Bruce algo al oído.

—Me casaré con ella.

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