Harmony

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Kate » Capítulo 5

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McKellen sonrió para sus adentros.

—Vamos Wilkinson, tu madre nunca lo permitiría. ¿Una chica latina? 

—Precisamente por eso. —Respondió Ted sonriendo.

Ted se salió con la suya. Conquistó a Anne con su habitual descaro y el matrimonio terminó celebrándose en los jardines de la casa colonial de los Ortega a las afueras de Alburquerque.

Mamá Wilkinson nunca aceptó a su nuera.

—Ana. —Decía en español con desdén. —Ana Ortega. Así es como se llama. —Insistía.

 

***

La limusina presidencial por fin a la escuela.

Anne miró su reloj. Las cuatro y veinte de la tarde.

A las cinco, la Primera Dama, flanqueada por su marido y Bruce McKellen, recibió de manos de una niña llamada María Fuentes un hermoso ramo de flores con las banderas entrelazadas de México y los Estados Unidos.

—Gracias. —Dijo Anne. Qué bonito.

En aquel instante, una violenta explosión hizo pedazos el edificio.

No hubo supervivientes.

—Ana Ortega, ojalá te pudras en el infierno. —Murmuró el Coronel Gamboa esa noche camino a Veracruz. 

 

Gavi. Kerala.

India.

Miércoles Oct./29/2036

Wicca +33

Majeed Lalwani escribió el nombre en la pizarra.

—Charles Darwin. ¿Quién puede decirme algo?

Los niños de la pequeña escuela situada a las afueras de Gavi se miraron entre ellos.

Devmani le tiró del pelo a Aruna.

—¡Darwin! ¡Darwin! ¡Quién es Darwin! ¡Tú eres la que siempre responde!

La clase entera explotó de risa.

—Niños… Por favor… Prestad atención. —Dijo Majeed.

—¿Darwin no es un actor de Hollywood? —Aventuró Yamir.

—No es ningún actor. Aquí va una pista. Darwin fue muy famoso durante el siglo XIX.

Fuera, la lluvia golpeaba con fuerza el frágil tejado de uralita. Majeed observó las primeras goteras haciendo su aparición.

—…

—Vamos niños, no es tan difícil.

—¡El Virrey de la India!

Majeed desistió.

—Charles Darwin fue un naturalista inglés, autor de El origen de las Especies.

 

- ¡El amigo de los monos! —Exclamó Devmani.

El aula volvió a resonar con las risas de los niños.

—No exactamente… —Trató de explicar Majeed.

En un abrir y cerrar de ojos, Devmani ya había saltado y corría entre los pupitres imitando a un mono.

—¡Devmani! ¡Vuelve a tu sitio!

Majeed supo que no iba a ser fácil. La mitad de la clase ya correteaba entre las mesas mientras el resto aplaudía la payasada.

—¡Soy el mono Darwin! ¡Soy el mono Darwin!

En medio del relajo, el rostro preocupado de Chitra asomó por la puerta.

Majeed consideró que los niños ya habían aprendido suficiente.

—¡Todo el mundo a casa! Hemos concluido por hoy.

—¡Bieeeeen!

—¡Mañana hablaremos de Leonardo Da Vinci!

Los niños dejaron la escuela en un torbellino de zancadillas y empujones, aún con la lluvia, competían por ver quién sería el primero en bañarse en la laguna.

Chitra se apartó a un lado para dejar paso a la chiquillería.

Majeed la miró con cariño.

—¡Chitra! ¡Qué sorpresa!

La hija del alcalde le devolvió un semblante de inquietud.

—¿Ocurre algo? —Preguntó Majeed.

La joven clavó sus profundos ojos negros en el joven maestro.

Majeed había llegado a la aldea proveniente del extranjero, cargado de libros, una sonrisa optimista y los bolsillos completamente vacíos. Nada más verlo, con cara de pasmarote frente a la oficina de correos, Chitra se apartó del resto de las mujeres que llevaban la ropa a lavar.

 

***

—¿Quién eres?

—¿Quién eres tú?

Así se habían conocido.

Al principio, los habitantes de Gavi pensaron que Majeed era un tipo bastante extraño.

—¿Qué va a hacer aquí? —Preguntó el padre de Chitra receloso.

—Quiere ayudar. Es un joven culto. —Respondió Chitra.

—¿Y tú como lo sabes? —Preguntó de nuevo el alcalde.

Chitra insistió.

—Ha estudiado en Inglaterra.

Bhavnish resopló.

—¡Nada bueno ha venido nunca de Inglaterra!

—¿Qué hay de malo en que se quede?

—¿Por qué hablas con desconocidos?

—Baba… No te enfades… 

El anciano acarició el largo cabello de su hija.

—Sabes que no me gustan los forasteros.

—Este es diferente. —Afirmó la joven. 

 

***

Majeed recogió rápidamente sus cosas y cerró la escuela. Había dejado de llover y se podía escuchar el fragor de los niños en la laguna.

Chitra le acompañó de camino al pueblo.

—Tienes que venir conmigo.

—Claro. —Asintió Majeed. —¿A dónde?

—A ver a mi padre.

—¿Se encuentra bien? —Preguntó Majeed preocupado.

—Está muy alterado.

 

***

Majeed era el mayor de los tres herederos de un próspero negocio textil que su familia llevaba dos generaciones regentando en Manchester. Su padre, el Señor Lalwani, era uno de los miembros más respetados de la comunidad en la ciudad.

Se llevó un enorme disgusto al ver que el joven no parecía tener la cabeza demasiado bien amueblada.

—¡De ninguna manera vas a ir a India! —Exclamó horrorizado el día en que Majeed le confesó sus inquietudes.

—¡Quiero ayudar a la gente!

—¡Tu gente está aquí! ¡En Manchester! ¡Tu familia! ¡El negocio! ¿En qué estás pensando?

Majeed hizo las maletas y se marchó.

—He dejado atrás muchas cosas. —Le confesó a Chitra en su primera conversación en el porche de la oficina de correos.

—¿Cosas? ¿Qué cosas?

Ella escuchó su historia embobada y ante la mirada atónita de los vecinos, charlaron durante horas.

—¿Cómo es Manchester? —Preguntó Chitra.

—Allí va todo siempre demasiado deprisa. —Respondió Majeed.

—¿A qué te refieres? ¿Es que la gente va corriendo a todas partes?

Majeed sonrió.

—Piensa en una ciudad enorme donde todos se mueven deprisa, comen deprisa, trabajan deprisa, viajan deprisa… ¡Incluso duermen deprisa!

Chitra trató de componer semejante escena en su mente. 

—El tío Amul estuvo una vez en Thiruvananthapuran. Decía que es tan grande y ruidosa que puede nublar, en poco tiempo, el juicio de los hombres sensatos. Todo el que permanece allí demasiado tiempo termina volviéndose loco. ¿Ocurre así también en Manchester? Yo nunca he salido de la aldea.

Majeed la miró con ternura.

—Tu tío tiene razón. —Afirmó. – En Manchester están todos locos.

—¿Donde aprendiste a hablar? Me gusta tu acento.

—Mi madre era de Kerala.

—¿De verdad?

—Se marchó muy joven a Inglaterra. —Dijo Majeed sin mencionar el matrimonio concertado que tanta desgracia había traído a su vida.

—Ojalá yo también pudiera. —Dijo Chitra con aire soñador.

Majeed negó con la cabeza.

—Estás mejor aquí. Créeme.

—Yo soy Chitra, hija del alcalde, y hablaré a mi padre bien de ti.

—Eres muy amable, Chitra, hija del alcalde.

—Pero a cambio tendrás que contarme más cosas sobre Manchester… ¿Lo harás?

Majeed levantó la mano derecha y adoptó un aire solemne.

—Lo juro, señoría.

—¿Señoría?…

 

***

La casa del alcalde de la aldea era un poco más grande que las demás y el viudo Bhavnish llevaba mucho tiempo ocupándola. Tenía fama de hombre sabio y su autoridad, a pesar de algún que otro arrebato de mal genio, era respetada por la comunidad.

—Pasa. —Indicó Chitra abriendo las cortinas.

Bhavnish estaba en la cocina, hablando con un granjero.

—¡Tienes que hacer algo, Bhavnish!

—No te preocupes. —Respondió el alcalde con tono tranquilizador.

La presencia inesperada de los jóvenes trajo un final abrupto a la conversación.

El hombre, incómodo, hizo una reverencia antes de marcharse.

—¿Qué hacéis aquí? —Preguntó el padre de Chitra.

—He ido a buscarle. Quizás pueda ayudar.

El alcalde hizo un gesto de extrañeza.

—¿Cómo iba a hacerlo?

—Quizás él sepa cómo se debe actuar.

—¡No necesito consejos de nadie, niña! —Exclamó Bhavnish golpeando el suelo de madera con su bastón.

Las imágenes de los dioses Agni y Visnu temblaron en la repisa.

La cocina, con la olla al fuego, olía a cordero y a especias.

Majeed cruzó los brazos.

—¿Podría alguien decirme qué es lo que está pasando?

Chitra y su padre se miraron sin saber qué hacer.

—Muy bien. Será mejor que me vaya. —Dijo Majeed.

La joven le retuvo, cogiéndole por el brazo.

—No… Espera.

Chitra bajó la voz para pronunciar la palabra.

—Musulmanes.

—¿Qué?

—Han llegado al pueblo los musulmanes.

 

 

 

 

 

 

Gavi. Kerala.

India.

Jueves Oct./30/2036

Wicca +34

 

Bhavnish dio un golpe sobre la mesa de la cocina.

—¡Tienen que marcharse!

Majeed protestó.

—¡Estamos hablando de una mujer con dos niñas! ¡Están asustadas!

—¿Por qué le has traído de nuevo a casa? —Preguntó el alcalde enfadado a Chitra.

—Quiere ayudar. —Contestó la joven temerosa.

—¡No necesitamos su opinión! Esta cuestión es muy sencilla. No pueden quedarse.

A Bhavnish no le gustaba Majeed y a Majeed no le gustaba Bhavnish. El alcalde toleraba al joven por el afecto que su hija le profesaba pero si el profesor optaba por la confrontación, Chitra no estaba segura de lo que podría ocurrir.

—¿Puedo hablar con ellas?

—¡No!

Chitra miró a su padre con cara de reproche.

—Baba, por favor….

—Muy bien. —Admitió finalmente Bhavnish. – Serás tú quien les diga que se marchen. Al alba. No quiero escuchar una palabra más sobre este asunto. —Dijo levantando el dedo.

—¿Dónde están? —Preguntó Majeed.

—Fueron capturadas robando fruta. No son más que ladronas.

Majeed hizo oídos sordos al comentario.

—Las encontrarás en la oficina de correos. —Apuntó Chitra.

—Muy bien. —Contestó Majeed. —Hablaré con ellas.

—¡Las quiero fuera del pueblo al alba! —Exclamó Bhavnish amenazador.

Chitra hizo el ademán de seguir a Majeed pero su padre intervino.

—¿A dónde crees que vas? ¡Termina de cocinar, niña! —Exclamó.

Majeed contempló la vieja y destartalada oficina de correos. Había un hombre con cara de aburrimiento apostado en la puerta.

—Amul, déjame pasar. —Dijo Majeed.

El guardián miró al profesor con desconfianza.

—Nadie puede entrar.

—Sólo quiero hablar con ellas.

—Son ladronas. —Afirmó Amul.

—Seguro que lo son.

—Hay que darles su merecido. No toleramos esos comportamientos en el pueblo.

—Bhavnish me ha pedido que hable con ellas.

La sola mención del alcalde hizo efecto y el hombre se hizo a un lado de mala gana.

La Oficina de Correos olía a humedad y estaba a oscuras.

En la penumbra, Majeed pudo distinguir tres frágiles figuras acurrucadas contra una pared.

—¿Cómo te llamas? ¿Hablas mi idioma? —Preguntó Majeed en inglés.

La mujer tenía un hematoma en la cara. Había sido golpeada.

—Fátima —Contestó. 

—¿Y las niñas?

—Son mis hijas. —Dijo señalando dos cuerpos sucios y flacuchos.

Majeed calculó que tendrían entre diez y doce años.

—No os va a pasar nada. Os voy a ayudar, me llamo Majeed y soy el profesor de la aldea.

Fátima le miró con desconfianza.

—Muchos se han ofrecido a ayudarnos desde que salimos de Pakistán. Nunca terminó bien. ¿Por qué esta vez iba a ser distinto?

El rostro de Majeed reflejaba extrañeza.

—¿Pakistán? ¿Qué haces tan lejos de tu país, mujer?

Fátima le miró con sorpresa.

—¿Acaso no sabes lo que está ocurriendo?

Majeed se sentó en el suelo, junto a las niñas.

—¿A qué te refieres?

—Tan pronto dejé de tener noticias de mi marido, cogí a las niñas y huimos del país. —Dijo Fátima rememorando acontecimientos lejanos.

—¿Qué le pasó a tu marido? —Quiso saber Majeed.

—La enfermedad llegó a Kandahar y él estaba allí por negocios. Nunca volvimos a verle.

—¿Enfermedad? ¿Qué enfermedad?

—La que ha enviado Alá por nuestros pecados. —Dijo Fátima en un débil susurro.

La mujer estaba tan asustada que Majeed sintió un escalofrío.

—Fátima, háblame de esa enfermedad.

—Está en todas partes. Los muertos son incontables.

La mujer miró por un momento a sus hijas.

—Tenemos hambre. ¿Tienes algo de comer?

Majeed negó con la cabeza.

—Iremos a la escuela. Allí os llevaré agua y comida. —Afirmó. Pero antes necesito más detalles.

Una de las niñas gimió. Parecían bastante débiles. Fátima habló.

—Entramos en India formando parte del convoy que hacía la travesía del Lago Shakoor. El trayecto hasta el puerto de Vandh fue una pesadilla. Preferiría no hablar sobre ello —Dijo Fátima.

Majeed asintió.

—Un carguero nos llevó por la costa hasta Kerala donde desembarcamos de noche y con el mar agitado. Pensé que moriríamos pero Alá quiso que no fuese así. En tierra firme nos dividimos. Algunos continuaron hacia el sur. Otros preferimos las selvas del interior.

—¿Otros? ¿Cuántos?

—Éramos un grupo de unas cincuenta personas. Todos pakistaníes.

—¿Dónde está el resto de esa gente? ¿Qué haces sola con tus hijas?

—Por favor, necesitamos comida. Puedo pagarte. —Dijo Fátima sacando un puñado de dólares americanos de un dobladillo en su ropa.

Majeed miró asombrado los billetes.

—Mi marido tenía un buen negocio. —Se apresuró a decir la mujer.

—Guarda ese dinero. ¿Qué pasó con el grupo?

—Nuestro campamento fue atacado. De noche, a las afueras de Pamba. Vinieron hombres armados con machetes. Yo cogí a las niñas y corrí.

Majeed pudo imaginar el resto.

—Tranquila. Vayamos a la escuela. Allí estaréis bien.

Majeed salió con Fátima y las niñas.

La calle principal estaba vacía y no había rastro de Amul.

—Pronto será de noche. Hay que darse prisa. —Dijo el joven profesor.

Recorrieron el camino a trompicones y al llegar, los goznes de la portezuela de la escuela chirriaron quejumbrosos.

Majeed las invitó a entrar.

—Aquí estaréis bien. Poneros cómodas. Iré a por agua y algo de comer. ¿De acuerdo?

Fátima miró al joven profesor agradecida.

Era la primera vez que sonreía en mucho tiempo.

Majeed cerró la puerta con doble llave y se internó en el camino interior.

Un poco del estofado que Chitra estaba preparando las reconfortaría y haría que hablasen un poco más. Tenía que saber más sobre la enfermedad que Fátima había conseguido dejar atrás.

Para cuando llegó a la cocina, el alcalde y su hija estaban cenando.

—¿Se marcharán? —Le espetó Bhavnish antes de ingerir un sorbo de caldo.

Majeed ensombreció la mirada.

—Las he llevado a la escuela. Tienen hambre.

—¡A la escuela! ¿Sin mi permiso? —Preguntó Bhavnish.

Majeed no quería más discusiones.

—Les vendría bien un poco de estofado. —Dijo señalando la olla sobre el fuego y mirando a Chitra.

La joven respondió.

—Claro.

—¡Basta! —Gritó Bhavnish.

Majeed reaccionó.

—¡Llevan semanas en la selva! ¡Necesitan comer!

—¡No debiste llevarlas a la escuela! —Volvió a repetir el anciano obcecado.

El joven profesor sintió que estaba a punto de perder el control.

—¡Viejo egoísta y sin corazón!

Chitra dejó caer la cuchara.

El rostro de Bhavnish, amoratado de ira, parecía estar a punto de explotar.

Sin embargo, las palabras salieron de su boca con calma.

—Sal de aquí.

Majeed cogió un recipiente de una repisa, lo llenó de estofado y salió.

Mientras regresaba, pensó en lo difícil que siempre había resultado su relación con Bhavnish.

—Si quiero casarme algún día con Chitra, voy a tener que arreglar las cosas. —Pensó justo antes de entrar en la escuela.

La mujer y las niñas comieron con avidez y Majeed decidió que sería mejor seguir hablando con ellas al día siguiente.

—Intentad dormir. —Dijo antes de irse. Yo estaré en la casa de al lado. —Y no os preocupéis. Soy el único que sabe que estáis aquí. —Mintió.

Los gritos despertaron a Majeed poco antes del amanecer.

Una luz danzarina y anaranjada entraba por el ventanuco de la habitación.

A tan solo unos metros de distancia, la escuela estaba ardiendo por los cuatro costados.

Majeed se levantó y corrió a toda velocidad.

—Fátima gritaba histérica. Pidiendo salir.

Un grupo de vecinos se había congregado en los alrededores para contemplar la escena.

—¡No! ¡No! ¡Apagadlo! —Gritó Majeed antes de ser golpeado por un objeto contundente en la cabeza.

Al día siguiente, por la tarde, los niños se reunieron bulliciosos alrededor de la roca grande, próxima a la laguna.

Olía a quemado y, todavía tratando de contener las náuseas, Majeed ajustó la venda sobre la herida que tenía en la base del cráneo antes de llamar a sus alumnos.

—Las mataron. Asesinos. —Se dijo.

Chitra observó la escena, oculta bajo la sombra de un tamarindo.

—¿Crees que habrá aprendido la lección? —Preguntó su padre.

—Descuida.

Majeed sacó el libro de texto y, con voz temblorosa, llamó la atención de los niños.

—Chicos… Un poco de orden, por favor.

Poco a poco, todos se fueron calmando.

Majeed hizo acopio de las fuerzas que le quedaban e intentando no romperse en un llanto desgarrador, preguntó.

—Leonardo da Vinci… ¿Alguien puede decirme algo?  

 

 

 

 

 

 

 

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