Hades

Hades


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Aguardamos. En algún lugar alguien había organizado una barbacoa. El olor me despertó súbitamente un apetito voraz. Transcurrió una hora y media sin que sucediera nada. Eden estaba agachada, rígida como una piedra, mirando fijamente la vivienda de los Turner, donde se veían luces detrás de las cortinas corridas. Yo me rebullí en el silencio y, moviendo los pies en la grava, me puse de rodillas para tratar de aliviar la tensión de mis tobillos. Me parecía que Eden casi no respiraba. Su silueta estaba tan inmóvil como una estatua y se me pasó por la mente la idea de estirar el brazo para tocarla, solo para comprobar que de verdad seguía allí.

—Puesto de control A. Avistado un sospechoso.

—Unidad de campo Tres comprobando matrícula.

—Roger —confirmó Pájaro.

Torcí las caderas para volverme y poder ver ese puesto de control. Un Toyota Tarago de color bronce había entrado en la calle. La unidad de campo, situada en la calle siguiente con una unidad de patrulla, comenzó a buscar los datos de la matrícula del monovolumen.

—Negativo. Comprobación de matrícula finalizada, Pájaro.

Seguí con la mirada el vehículo, que se metía en el camino de acceso de una casa, tres puertas más abajo. De él salieron dando brincos dos críos y echaron a correr hasta la entrada, mientras un hombre y una mujer comenzaban a descargar del maletero bolsas de supermercado.

Pasó otra hora. Una enorme cucaracha negra se paseó durante un ratito con curiosidad a nuestro alrededor y desapareció. Dentro de la vivienda de los Turner vimos moverse unas sombras. Noté el sudor resbalándome por los gemelos, enganchándose en mis pelos, metiéndose por mis calcetines. Quería hablar con Eden, pero no estaba seguro de si ella me respondería siquiera. Lo que me había dicho seguía resonando en mi cabeza, zumbando en medio del silencio de la calle.

«Tú sabes distinguir lo que es importante, ¿verdad?».

La voz que salió por el auricular me provocó una descarga eléctrica que me atravesó el pecho.

—Puesto de control B. Avistado sospechoso.

Un coche verde pequeño, posiblemente un Kia, había entrado por la otra punta de la calle. Tenía las ventanillas casi completamente tintadas de negro. Al incorporarme sobre los talones sentí un hormigueo en los pies. Eden cambió de posición apenas un poco, observando el coche que venía hacia nosotros.

—Unidad de campo Tres a Pájaro. El vehículo no es de esta calle. Matrícula a nombre de Michael Dalley, Chatswood.

—Pájaro a todas las unidades: podríamos tener al Descuartizador. Preparaos, chicos.

Eden sacó silenciosamente su pistola de la funda del cinturón. Yo hice lo mismo con la mía y le quité el seguro. El Kia verde pasó por delante de nosotros tranquilamente y se detuvo a un lado de la calzada, delante de la casa de los Turner. Las luces del coche se apagaron, pero no salió nadie. Temblando, apoyé una mano en el suelo de baldosas de terrazo del acceso a la vivienda delante de la cual nos encontrábamos nosotros, en cuclillas, para mantener el equilibrio mientras me disponía a salir corriendo como una exhalación.

—Listas todas las unidades —murmuró Pájaro.

Otro minuto. Conté los segundos durante los cuales el coche permaneció inmóvil. El sonido que hizo la portezuela al abrirse resonó por toda la calle como si hubiese sido un disparo. Salió un varón, alto, moreno, con una gorra naranja descolorida que le tapaba los ojos y con un bolso grande cruzado por delante, apoyado en la cadera. Eden se levantó rápidamente y echó a correr mientras el hombre se dirigía a la puerta de la casa. De pronto, a mi alrededor pasaron corriendo un montón de personas. Un agente de la Unidad de campo Dos fue el primero en dar alcance al sujeto, al que estampó contra la puerta de los Turner cuando se disponía a llamar al timbre.

—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo!

—¡Policía! ¡Baje al puto suelo!

Una voz que aullaba, ruidos de traspiés. El radiotransmisor era un batiburrillo de voces en mi oreja.

—Descuartizador está siendo reducido, llamamiento a unidad de patrulla.

Eden apartó de un empujón al agente más cercano y agarró al individuo por el cuello de la camiseta.

Yo bajé la vista a mis pies al reconocer un olor. El bolso que había llevado el tipo al hombro estaba en el suelo, aplastado debajo de uno de mis pies. La puntera de mi bota derecha estaba hundida en algo que yo conocía perfectamente bien: pollo con mantequilla sobre un lecho de arroz aromatizado con jazmín, acompañado por lo que me pareció que era pan tipo Peshwari naan.

Uno de mis platos favoritos de la cocina de soltero.

—¡Coño! —gritó alguien.

Eden le quitó la gorra al chaval. El logotipo delantero decía «CURRY 4 U».

—No me hagan daño, por favor, por favor —suplicó el muchacho, llorando, con las manos temblando visiblemente, levantadas en alto. Una oleada de pánico recorrió a todas las personas que estaban a mi alrededor. La puerta de la casa de los Turner se abrió y tres agentes salieron en tromba al porche de la entrada con las pistolas desenfundadas.

—No es él.

—Pájaro a todas las unidades. Retirada. Retirada.

—La hemos jodido —dije, furioso, entre dientes—. Totalmente.

Me di la vuelta. En el puesto de control sur un coche sin distintivos policiales se había plantado en mitad de la calzada para impedir cualquier intento de huida. Los ocupantes del vehículo habían salido disparados en dirección a quien casi con toda seguridad era el Descuartizador, tendido en el porche de la casa apresado por quince hombres.

Justo al lado del puesto de control había un individuo en la penumbra, sentado a horcajadas en una moto, observando el circo. En cuanto le vi, el tipo se volvió y arrancó la moto dándole al pedal con fuerza.

—Vamos. —Agarré a Eden por la chaqueta—. Es él, ¡vamos!

Eden me ganó en el sprint  hacia el coche patrulla aparcado al lado del puesto de control. Yo me metí en el asiento del acompañante con el coche ya en marcha, los neumáticos chirriando al no hallar agarre momentáneamente en el pavimento húmedo. Me quité el micrófono del cuello de la camisa y, con la otra mano, me así del techo del coche para no caerme cuando Eden hizo virar el vehículo para doblar una esquina.

—Unidad de campo Tres a Pájaro. Persiguiendo al Descuartizador por Malabar Road dirección sur.

No recibí nada. Durante los tensos instantes en que aguardé una respuesta, Eden se inclinó hacia delante, aferrada al volante con tanta fuerza que se le veían blancos los nudillos. Estaba tan tenso que cuando noté que una mano me tocaba el cuello pegué un bote en mi asiento y me golpeé la cabeza contra el techo del coche.

—Qué guay, ¿eh, colegas?

Eric se rio y abrió los brazos en cruz para abarcar todo el respaldo del asiento trasero, como si estuviese disfrutando de un paseo en carroza por el parque. No le había oído montarse en el coche en el puesto de control. Me pregunté si habría estado sentado allí ya cuando Eden y yo nos subimos.

Pero no pude dedicar mucho rato a cavilar sobre la presencia de Eric. Eden atravesó en línea recta una rotonda y dio un grito al pasarse el semáforo, detrás del motorista, el cual enfiló entre los vehículos de la avenida principal. El coche patrulla iba como un bólido por la suave pendiente de la calzada en dirección a Maroubra Junction. A través de las ventanas de una docena de apartamentitos envueltos en la niebla salina se veía a los vecinos viendo la tele o sentándose a cenar. Eden atravesó otro cruce de calles más, con la luz roja del semáforo reflejada en el pavimento mojado de lluvia.

—Unidad Tres, les mandamos refuerzos. Mantengan la calma y sigan informando.

Dos coches de la Policía con las luces encendidas aparecieron detrás de nosotros. Eden acortó la distancia con el motero, pero a continuación este volvió a alejarse. El tipo se metió entre dos camiones que cruzaron la calzada, lo que la obligó a frenar bruscamente. Le siguió desde cierta distancia, sin perder de vista el titilante ojo rojo de su piloto trasero entre los coches que se nos cruzaron por delante al incorporarnos a la autopista y al abandonarla poco después. En Botany Road el motorista pareció tener claro adónde se dirigía, pues le vimos echar el cuerpo hacia delante acelerando para lanzar la motocicleta entre los vehículos detenidos en el semáforo.

—Cabrón —gruñó Eden. Soltó el aire en un suspiro corto, intenso—. Va al aeropuerto. El helicóptero no podrá seguirle la pista y a nosotros nos dará esquinazo entre la multitud de gente.

—Unidad de campo Tres a Pájaro. El Descuartizador va hacia el aeropuerto de Sídney vía Botany Road.

Casi se oyó por el auricular el improperio que soltó el capitán James. Si el asesino conseguía llegar al aeropuerto, nos costaría dios y ayuda encontrarlo.

—Vamos a intentar cerrar los accesos antes de que llegue. No le pierdan de vista.

—Imposible. —Detrás de mí, Eric soltó una carcajada—. El tío va a dejar hueco hasta para un tren.

Tenía razón. La luz roja trasera de la moto cruzó a toda pastilla una intersección de nueve carriles de tráfico y se deslizó por el de la terminal de vuelos nacionales como un chaval en una bicicleta. Eden fue abriéndose paso como pudo, pero tuvo que frenar en seco al llegar a la intersección, al tiempo que tocaba el claxon apoyándose en él con todo el peso del cuerpo. Cuando llegamos a la cola de taxis que aguardaban para recoger a los pasajeros recién aterrizados, el casco negro y la parte superior de la cazadora de cuero del motero se veían cabecear entre el tráfico a un centenar de metros de distancia por delante de nosotros. Eden metió el coche en el aparcamiento a toda velocidad y salió a la carrera, conmigo detrás. Apreté el paso todo lo que pude para volver a la calzada y seguí corriendo entre los vehículos.

—¡Policía! ¡Apártense!

A unos metros de nosotros, el motorista soltó la moto y el casco y entró corriendo por las puertas automáticas del edificio de la terminal. La aglomeración de gente de la parada de taxis se dispersó al verme con un arma enfundada en mi costado.

Lancé un vistazo hacia atrás para intentar localizar a Eric, pero había desaparecido. En la zona de facturación habría medio millar de personas. No se veía correr a nadie. Hombres gordos, mayores, con camisas hawaianas. Mujeres jóvenes trajeadas. Militares con el petate al hombro. Las escaleras que comunicaban con el área de restaurantes iban abarrotadas de gente riéndose y charlando, con bandejas de plástico en las manos.

Un vigilante de seguridad del aeropuerto, un tipo gordinflón que venía ya sudando, vino hasta mí con sus andares bamboleantes, pistola en mano. Le mostré mi placa prácticamente sin mirarle. Con una sola ojeada vi su rostro de tez blanca, carrillos inflados y comisuras de los ojos arrugadas por la acumulación de grasas. Bajé la vista para leer su nombre en la plaquita, pero mi maraña de pensamientos me impedía ser muy consciente de su presencia.

«Me llamo Chester y me tomo muy a pecho los chistes sobre la seguridad de los aeropuertos».

—¿Tiene comunicación con todas las unidades del edificio? —pregunté.

—Claro, claro —respondió, moviendo enérgicamente la cabeza.

—Estamos buscando a un varón blanco, metro ochenta y pico, con cazadora negra de motorista y vaqueros.

El vigilante cogió su radiotransmisor y comunicó los datos. Sin esperarle, eché a correr en dirección a la zona de los restaurantes y me detuve en lo alto de las escaleras para echar un vistazo a los cientos de clientes.

Si no hubiese estado mirándome directamente a la cara, es posible que no me hubiese fijado en él. El asesino estaba al fondo de la enorme sala, cerca de una puerta azul muy grande, una salida de emergencia. En cuanto me volví hacia él, bajó bruscamente con la mano la barra plateada de la puerta. Una alarma ensordecedora se puso a pitar por toda la zona de restaurantes y todo el mundo se quedó como petrificado.

El asesino desapareció por la salida de emergencia. Mientras yo bajaba corriendo por las escaleras, noté que Eden me daba alcance y se ponía a mi lado. Y cuando cruzábamos la zona de restauración, derribé a un hombre que se había quedado como un pasmarote, mirándonos alelado mientras corríamos en su dirección. La alarma resonaba en todo el recinto, destrozándome los oídos.

La salida de incendios daba a un muelle de carga. El asesino no estaba por ninguna parte. Eden y yo nos separamos y cada uno bajó por un tramo diferente de escaleras al pie del muelle de carga, en el que aguardaban palés cargados de cajas de patatas fritas para ser subidos al siguiente nivel.

A izquierda y derecha se perdían de vista en la oscuridad docenas de muelles de carga similares. Sin estar muy seguro de hacia dónde ir, me dirigí hacia mi derecha a paso ligero y doblé por el siguiente muelle, pasando primero los brazos con el arma preparada. Lancé una mirada atrás al ver que Eden aparecía por la calle, avanzando hacia el lado izquierdo, hasta que la vi desaparecer entre los círculos brillantes de luz que proyectaban las farolas.

«No la dejes sola —pensé. Era un impulso ilógico—. No dejes que se vaya».

Intenté quitarme ese pensamiento de la mente. Cuando llegó al otro extremo del edificio sin haber dado con el sujeto, Eden emitió por el micro su informe de situación, que llegó hasta mi auricular con el consabido chisporroteo electrónico. Yo despegué los labios para transmitir a mi vez mi informe de situación, pero lo único que salió de mi boca fue un aullido. Ni siquiera me enteré de que me habían golpeado. Primero dejó de funcionarme el aparato fonador y a continuación se me doblaron las piernas y me desplomé con todo el peso de mi cuerpo, enfundado en el chaleco antibalas y la chaqueta reformada.

Pestañeé, queriendo disipar las luces que parpadeaban alrededor de mi vista. Intenté infructuosamente mover los brazos. Las órdenes que formulaba mi cerebro parecían debilitarse y no llegar a destino. Un par de botas apareció junto a mi cara. Entonces, una mano me agarró del cuello por detrás.

—Ya no hay gratitud en ninguna parte, ¿eh, investigador? —dijo una voz burlona.

El hombre de la cazadora de cuero me hizo rodar sobre mi cuerpo para ponerme bocarriba. Era enorme. Me quedé allí tendido, a sus pies, jadeando mientras iba recobrando lentamente la sensibilidad en brazos y piernas. Mi arma estaba entre sus dedos. Noté un reguero de sangre caliente recorriéndome la nuca.

—Intenta uno hacer un servicio a la ciudadanía —dijo el asesino sonriendo, y sus ojos azules destellaron a la luz anaranjada—, y lo único que obtiene a cambio son problemas. La gente no lo entiende. Esto no es vivir. Es sobrevivir. Se nos está olvidando de dónde venimos.

No tenía ni idea de lo que me estaba hablando. El arma estaba apuntada hacia mi cara. El asesino levantó una de sus botas y la plantó encima de mi tórax, apoyando la puntera en mi nuez, lo que me obligó a tomar el aire entrecortadamente.

—No —dije, mientras intentaba pensar en una manera de salir de aquella; pero mi mente estaba en blanco—. No, por favor. Solo te servirá para ponértelo peor aún. Suelta el arma y corre.

El asesino soltó una carcajada. Noté que mi cabeza, apoyada en el suelo de cemento, estaba mojada por detrás. Cuando el asesino volvió a hablar, lo que dijo fue una sarta de frases previamente ensayadas. Yo le oía decir aquellas palabras y, al mismo tiempo, podía imaginarle diciéndoselas a hombres, a mujeres, a niños a quienes había atado a una camilla de acero. Su voz me traspasaba los oídos y llegaba hasta los oídos de camareras, estudiantes universitarias, empleadas de la administración local, agentes comerciales. Una madre. Un padre. Una niña en edad escolar. Sus víctimas, ya fallecidas, pero a la vez presentes junto a mí, reviviendo sus últimos momentos igual que yo estaba viviendo los míos.

—Me llamo Jason Beck. —El hombre que me miraba desde arriba sonrió—. Soy el último ser humano al que vas a ver en tu vida.

Beck apuntó con el arma entre mis ojos. El arma retrocedió bruscamente en sus manos, levantando el morro a la vez que emitía un fogonazo mientras la bala se empotraba en el cemento, a diez centímetros por encima de mi cabeza. Levanté la vista justo a tiempo de ver a Beck doblarse de dolor y llevarse la mano al hombro. Pestañeé y de pronto ya no estaba allí. Las vigas de acero del techo del muelle de carga quedaron eclipsadas por la bruma de color verde oscuro que vi delante de mí al perder el conocimiento.

 

Me desperté al sentir un dolor horrible en la nariz. Los dedos regordetes de un angustiado Chester me apretaban con fuerza el cartílago nasal, mientras con la otra mano me sujetaba la boca para que no se me cerrase. Al ver que acercaba sus labios a los míos, retrocedí de un brinco.

—¡Por todos los santos! —grité mientras me alejaba de él reptando hacia atrás—. ¡Estoy vivo, maldita sea!

Chester soltó un suspiro de alivio. El sudor le goteaba por el filo de la mandíbula.

—Es que no respiraba usted —dijo, jadeando—. Acabo de sacarme el Nivel IV de Primeros Auxilios. Está en buenas manos.

A mi alrededor aparecieron varias personas. Alguien me ayudó a ponerme de pie y empecé a notar que la cabeza me daba martillazos. Por la calle llegó una ambulancia con las luces y la sirena puestas que se metió entre los muelles de carga. El personal de urgencias apartó sin miramientos a los agentes y a los vigilantes de seguridad para llegar hasta mí. Eden y Eric aguardaban en silencio junto a los palés, observando el tumulto con interés pero con distancia. Algo morboso en sus miradas fijas, así como el golpe que había recibido en la cabeza, me provocaron náuseas. Di arcadas, pero no tenía nada en el cuerpo.

—Ya veo los titulares —dijo alguien, mientras el capitán James se abría paso entre la piña de agentes—. «Mortífero matasanos, fulminado por segurata implacable».

Hubo algunas risillas. Esos agentes habían acudido corriendo de la comisaría del aeropuerto y les afectaba la evidente humillación que suponía haber perdido al asesino justo cuando lo teníamos en las manos. Miré a mi alrededor y reconocí a mi gente. Ninguno de ellos sonreía. Chester, que parecía estar a punto de sufrir un ataque al corazón, se encontraba sentado en la trasera de una ambulancia, respirando agradecido por una mascarilla de oxígeno.

—Nunca había usado un arma de fuego —farfullaba, con la voz amortiguada por la mascarilla—. Nunca… Nunca… Nunca había usado un arma de fuego.

—Eh, eh, eh, tened cuidado —soltó otro, riéndose—. Se toma muy a pecho los chistes sobre seguridad en los aeropuertos.

Jason Beck se había esfumado hacía rato, pero todos coincidían en señalar que se había llevado un balazo. En el suelo de asfalto había sangre, y no toda era mía. Empezaban a llegar periodistas desde la calle, donde otros vigilantes estaban colocando barreras. Dos reporteros se colaron por una y echaron a correr hacia nosotros, atravesando los cercos de luz. Una de las auxiliares médicas se había acercado hasta donde me encontraba, sentado sobre un embalaje de cajas de leche, con las piernas colgando, y en esos momentos me estaba desabrochando el chaleco antibalas. En mi aturdimiento, no me había dado cuenta de que la mujer me había apartado la chaqueta, bajándomela por los hombros.

—Espere —dije, volviendo en mí—. Espere un momento.

—Caballero, le han golpeado con una palanca. Va a tener que acompañarme.

La mujer me aplicó una gasa estéril en la parte posterior de la cabeza. El contacto con la contusión me hizo ver las estrellas. Me levanté demasiado deprisa y traté de apartarla de mí. Eden y Eric se cruzaron una mirada. Se volvieron los dos a la vez y se marcharon por la salida de incendios, todo ello como moviéndose a cámara lenta.

—Que alguien les saque una foto —pidió a gritos uno de los agentes de calle—. Quiero ver a Frank y al segurata cogiditos del brazo y que debajo ponga: «Mi héroe. El beso de la vida salva a investigador de la Policía de Sídney».

Gruñí y dejé que la auxiliar me llevase a la ambulancia.

 

22

 

El palancazo en la crisma me obligó a cogerme el resto de la noche libre, en contra de mi voluntad. Teníamos un nombre y un apellido, y eso bastaba para prender dentro de mí un fuego que eclipsó por igual las burlas soeces sobre el boca a boca que había tratado de hacerme Chester, y lo morados que se me estaban poniendo los ojos . Me llevaron a casa y me pasé un rato recorriendo de acá para allá mi apartamento, a punto de estallar de ira. Me di una ducha y traté de aparcar todos los pensamientos relacionados con Beck o con cómo debíamos enfrentarnos a la situación, ahora que podíamos ponerle nombre a ese rostro. Me tomé una cerveza mientras iba saliendo el sol, y la concatenación de nombres y apellidos que me daba vueltas en la cabeza me llevó hasta Jake DeLaney.

Todavía guardaba el periódico que me había llevado del restaurante en el que había estado con Martina. Tenía la mosca detrás de la oreja con ese tal Jake DeLaney, una sensación de que ese nombre significaba algo para mí. A las cinco de la mañana había revisado todos mis casos anteriores (guardaba las portadas de los expedientes debajo del escritorio), pero no había encontrado nada que me diese pistas sobre él. El periódico informaba de que el tal Jake, padre de dos hijos, divorciado, temporero ocasional, había sido dado por desaparecido después de abandonar un bar del distrito de Coogee. Llevaba tres días desaparecido, y solo llevaba encima la cartera, las llaves y el móvil, la ropa que llevaba puesta y una cajita de caramelos Tic Tacs. Tres días no era mucho tiempo, se mirase como se mirase, pero que no diera señales de vida desde que había sido visto por última vez estaba preocupando a algunas personas. Había hecho dos apuestas sobre un partido de fútbol y había ganado en total 63,23 dólares, pero nunca había reclamado el premio. En todo el tiempo que había estado desaparecido, ni su teléfono ni su cuenta bancaria habían registrado actividad. Nadie le había visto en ninguna estación de tren, en ninguna parada de autobús, en ningún aeropuerto ni en empresas de alquiler de vehículos. Ningún taxi dijo haberle recogido del bar. Se hicieron cálculos para estimar las mareas y se registró el mar, sin resultados. Los testigos dijeron que Jake DeLaney se despidió de los habituales de las tardes de los domingos en el bar de la planta baja del Hotel Palace, donde se reunían a ver las retransmisiones deportivas, salió por la puerta lateral a la calle que lindaba con la playa de Coogee y nunca más volvió a saberse de él.

Estuve cavilando hasta las siete de la mañana, tumbado bocarriba, con la mirada en el techo, preguntándome cuántos minutos me quedaban hasta que Eden me telefonease, cuando caí en la cuenta de dónde había visto yo aquel nombre.

En la cartera de Eden.

Cogí una hoja de papel del cuaderno que tenía al lado de la cama y un boli del vaso de agua de detrás y anoté el nombre de Jake DeLaney. Me vino a la memoria otro nombre, el único que no estaba tachado de la lista, y lo recordé porque el apellido de aquel sujeto era el mismo que el de una chica con la que había salido yo durante dos semanas en el instituto.

Benjamin Annous.

En casa no tengo ordenador. Nunca lo he tenido. Aparte de para redactar informes y consultar bases de datos sobre reclusos o reos en libertad condicional, cosa que solo hago en el trabajo, no sé muy bien qué hacer con uno. Así pues, me acerqué dando un paseíto al Biz-zip Internet Café desde mi apartamento, donde por dos dólares la hora podía tener acceso a internet, vasos gratis de agua helada y vistas a la transitada autopista. Me crucé con colegiales cargados con sus mochilas, de camino a la parada de su autobús, y vi a unos obreros que se ponían a marcar unas secciones de la calzada donde iban a abrir una zanja. Escogí un ordenador al lado del escaparate y pedí un café doble a la señora del mostrador. Por su cara vi que sabía tanto de preparar cafés como yo de informática.

Justo cuando me sentaba, el teléfono empezó a pitarme. El nombre de Eden parpadeó en la pantalla azul. Ignoré la llamada. El sonido del móvil me había sobresaltado, como si me hubiesen pillado haciendo algo malo. Me sentí mal por cuestionar a mi compañera de trabajo, como inevitablemente mi mente empezó a hacer, repasando los recuerdos que tenía de ella esa noche en busca de algún detalle en sus palabras o en su comportamiento que explicase por qué estaba en su cartera el nombre de un varón desaparecido unos días antes. Recordé el tacto velludo del borde de aquel trozo de papel, suave a fuerza de haber pasado meses, años tal vez, recibiendo el roce y los arañazos de los movimientos de la cartera en los vaqueros de Eden. Si hacía tanto tiempo que había anotado su nombre en una especie de lista, ¿por qué no había desaparecido hasta ahora? Intenté recordar los nombres que precedían al suyo, los que estaban tachados y vueltos a tachar por restos de tinta de diferentes bolígrafos. Pero no logré visualizarlos nítidamente.

Jake DeLaney había progresado poco a poco, desde los tiempos en que se revolcaba en el barro primigenio de la delincuencia de poca monta hasta convertirse en un héroe de la clase obrera. Abrí su historial de antecedentes penales de la base de datos de la Policía y fui recorriendo con el cursor una lista de las agresiones que aparecían registradas, de la gran cantidad de ellas que nunca habían sido denunciadas. El tipo se caracterizaba por saltar a la mínima y por poseer escasa fuerza de voluntad. Le habían ordenado que cumpliera seis semanas de rehabilitación, como parte de su libertad condicional, por haber estrellado un coche contra el escaparate de una tienda de ropa a raíz de un colocón de coca. Entre los cargos más graves presentados contra él pesaba uno por haber intentado llevarse un furgón blindado junto con otros dos individuos en una sucursal del Westpac en el distrito de Bankstown, subestimando la respuesta de la Policía, lo que le había costado cinco años entre rejas.

Anoté el nombre y apellido de los otros dos personajes procesados por el secuestro fallido. Richard Mars y Geoff Gould. Metí los nombres en el motor de búsqueda de expedientes criminales y encontré que ambos tenían una historia parecida de fechorías de poco nivel hasta llegar a un delito de más envergadura. Pensé que cabía dentro de lo posible que Eden hubiese trabajado en los casos de aquellos sujetos en algún momento de su carrera. Pero cuando indagué un poco más en los archivos, vi que ella no aparecía mencionada por ninguna parte, seguramente porque en los tiempos en que esos delincuentes vivieron su apogeo ella era una cría. Cuando DeLaney, Mars y Gould salieron de Long Bay, Eden debía de tener cuatro años. Di un sorbo a mi café agrio y me pasé la lengua por los dientes para eliminar los restos, mientras contemplaba la foto del archivo policial del mofletudo de DeLaney, que casi llenaba la pantalla del monitor.

Cuando apareció en él el primer artículo, estuve a poco de derribar el vaso vacío del café. A Mars le habían dado por desaparecido dos años antes en Tailandia. Su desaparición se había atribuido a un robo con resultado de muerte o a un montaje muy bien diseñado para evitar un procesamiento por algún delito que la Policía aún no había descubierto. La última vez que le habían visto había sido en el hotel de lujo Indigo Pearl de Phuket, paseando por la playa en dirección a la parada de taxis. Su novia, que había volado con él allí para hacer compras a precios de ganga, era la que había denunciado su desaparición. Pocas personas más lamentaron su pérdida. Con tembleque y dolor en los dedos, minimicé las pantallas correspondientes a los artículos que había estado leyendo y volví a la página de inicio para teclear el nombre de Gould.

El móvil zumbó dentro de mi bolsillo. Contesté y la dependienta levantó la vista desde el mostrador.

—¿Sí?

—Te estás retrasando —dijo Eden.

—Ya —respondí, levantándome de la silla—. Es que… esto… no me he dado cuenta de la hora.

—¿Quieres que pase a buscarte?

—No. —Deposité unas monedas con la mano plana encima del mostrador y tiré de la puerta corredera del café para salir—. No me perderé el comienzo de la reunión, te lo prometo.

 

 

 

Cuando era pequeña, a Eden le gustaba pararse en el pasillo y observar a Hades sentado en la mesa de la cocina leyendo novelas y periódicos a la luz de una polvorienta lámpara antigua. Le gustaba contemplar sus ojos grises, bajo los párpados pesados, moviéndose al recorrer las palabras impresas, y recordar la noche en que le conoció, cómo le había escudriñado la cara y las manos cubiertas de sangre con una expresión de paternal dolor que ella había creído que nunca más vería en su vida. Le gustaba quedarse justo antes de la zona iluminada del pasillo, cerrar los ojos y sentir la presencia del viejo delante de ella, soñar que le dejaba rodearla con los brazos y estrecharla hacia sí, como hacía a veces. Tenía la esperanza de que algún día, cuando la abrazase, ya no sentiría repelús ni se sentiría asustada y pequeña. Los instantes frenéticos en que su padre verdadero la había tenido cogida entre los brazos mientras los secuestradores entraban a saco por las puertas de la cabaña habían dejado una huella tan honda que nunca más había vuelto a dejarse tocar por nadie.

Hacía siete años que no veía a Hades y desde entonces el hombre no había cambiado nada. Eden no había querido regresar hasta poder demostrarle de alguna manera que su trabajo había merecido la pena, que estaba convirtiéndose en una persona fuerte, en una persona valiosa, que había cogido lo que le habían dado y lo había utilizado para crecer. Bueno, se habían comunicado por teléfono. Y ella le había mandado cosas. Cartas. Libros. Cachivaches que le recordaban a él. Pero nunca había vuelto, hasta sentirse preparada para mostrarle su nuevo yo. Llena de justicia. Llena de fuerza. Preparada para comenzar su verdadera obra.

Estando allí quieta, en la oscuridad, delante de la puerta mosquitera, tuvo la sensación de estar mirando el pasado, y aquella quietud perfecta solo se rompió cuando Hades levantó la fina hoja de papel para pasar la página y apoyó en su mano enorme el mentón, cubierto de barba de unos días. Eden levantó el puño para llamar y golpeó en el marco de la puerta. Los ojos de Hades subieron y distinguieron su silueta.

El viejo no dijo nada. La puerta mosquitera chirrió al abrirse. Las pisadas de las botas de Eden en los tablones sin acuchillar produjeron un sonido que parecía inapropiado allí. Se sentó a su lado. Iba vestida con el uniforme ceñido del agente de calle, de color azul marino y ajustado en la cintura por el gran cinturón del arma. Una gorra negra de visera de la Policía le ocultaba las facciones. Él observó detenidamente el uniforme, la insignia, los distintivos de rango en las hombreras. Era la primera vez que la veía con el uniforme de policía y la última vez que ella se lo pondría. Desde entonces, iría con traje de chaqueta o con ropa de calle, como correspondía al departamento de Homicidios. El viejo y la joven se observaron atentamente en silencio. Al cabo de un rato, ella apoyó la mano en la mano abierta de él, en el margen de la hoja, y enroscó los dedos en el calor de su palma.

—Se te ve cansada —dijo Hades. Eden notó que se le formaba en los labios una sonrisa y asintió, sin apartar la mirada del periódico. El viejo, que sabía cuánto aborrecía ella que la tocasen, levantó la mano y le recogió delicadamente un mechón de sus finos cabellos negros detrás de una oreja.

—Qué guapa estás —dijo—. Siempre has sido guapa.

La tristeza teñía su voz. Eden cerró los ojos. Podía percibir que observaba sus manos, preguntándose qué sufrimientos habrían fraguado.

—Te he echado de menos —dijo—. En cada calle. En cada esquina. En cada habitación. Nunca he dejado de echarte de menos.

Un silencio se prolongó entre los dos. Esa noche los pájaros nocturnos, a los que estaba tan habituada, guardaban silencio también.

—¿Y Eric?

—En el coche. Quería estar a solas contigo primero.

Hades movió la cabeza con gesto afirmativo. Cerró el periódico distraídamente. Parecía que le daba miedo mirarla. Ella le estrechó los dedos, pero él no se volvió.

—Todos estos años he temido que quizás te hubieses arrepentido de lo que hiciste aquella noche —dijo Eden—. Me preocupaba que estuvieses aquí pensando que si hubieses sabido en qué íbamos a convertirnos, quizás… habrías aceptado el dinero y…

—Sabía lo que erais y nunca he dejado de amaros —dijo Hades—. Lo supe aquella primera noche.

Eden se humedeció los labios.

—No es culpa vuestra que seáis lo que sois —dijo el viejo—. Y yo no os hice así tampoco. Uno de los hombres que os hizo lo que sois está muerto. Le enterré la noche en que supuestamente tenía que haberos enterrado a vosotros. En cuanto a los otros cinco, en fin, aún andan sueltos. Siempre planeé esperar a que estuvieseis preparados para deciros de dónde venís. Creo que ya lo estáis. Y creo que por eso estáis aquí.

El viejo se levantó y Eden empezó a ver que, aunque no había cambiado físicamente, su manera de moverse sí. Le siguió con la mirada mientras él se acercaba, arrastrando los pies, al armario de encima del fregadero para sacar un sobrecito que tenía apoyado contra la cara interna de las baldas. De este pequeño sobre sacó un trozo de papel de cuaderno. Eden sintió un escalofrío por todo el cuerpo cuando Hades deslizó el papelito por el tablero de la mesa hacia ella. Apartó la mano para no tocarlo, pero sus ojos recorrieron histéricamente la lista de nombres.

—El que os trajo aquí me dijo que había sido una cagada, que todo había sido un error. Fui clemente con él. Espero que con los otros lo seáis también.

—Siempre somos clementes —repuso Eden. Durante un largo rato no tocó el papel de encima de la mesa, incapaz, de alguna manera, de reunir el valor para cogerlo. Al final, sacó su cartera y metió el papelito en el espacio destinado a los billetes. Un filo del papel sobresalía como queriendo escaparse.

—A algunos de esos —dijo Hades, deteniéndose unos segundos por el esfuerzo que le suponía decir aquello— los he vigilado a lo largo de estos años. Tienen familia.

Eden notó que desde la punta de sus largas pestañas se le derramaban lágrimas finalmente. Se obligó a sí misma a dejarse abrazar por el viejo y se aferró a su espalda a través de la camisa. Cuando Eric apareció en la puerta mosquitera, se encontró a Hades abrazando fuertemente a Eden y a su hermana llorando.

 

23

 

Me perdí el comienzo de la reunión informativa a los medios de comunicación por diez minutos. Todo el mundo se dio cuenta. Eden informó a los periodistas de que el departamento estaba empleando todos los medios disponibles para dar con Beck y pidió a la ciudadanía que contactase con la Policía si le veían. Yo me quedé apoyado en la pared de la sala de prensa, mirando, mientras ella leía en voz alta las acciones que habíamos llevado a cabo hasta el momento.

—Jason Beck, de treinta y nueve años, está siendo buscado para responder por una serie de cargos, entre otros, asesinato y secuestro, relativos al hallazgo de varios cuerpos en la bahía Watsons y en Kurrajong, así como por delitos relacionados perpetrados a lo largo de los dos últimos años. Se cree que Beck fue alumno de la Universidad de Sídney en 1999 y que trabajó como médico de medicina general en diversas localidades del extranjero entre los años 1999 y 2003. Se desconoce dónde ha residido Beck desde 2003 hasta la actualidad. Durante ese tiempo no se cree que practicase la Medicina en Australia.

»Lo que hemos podido averiguar sobre Beck es que fue un estudiante aplicado y con numerosas aptitudes, así como un empleado valorado y responsable. Nuestras entrevistas a compañeros suyos de estudios y de trabajo han dejado claro que se trataba de una persona reservada, con escasa vida social, educado, y no tenemos motivos para creer que quienes hubieran tenido relación con Beck en el pasado pudiesen prever que llegaría a cometer unos actos tan abominables, ni que actuasen de ninguna manera para ayudarle. Muchas de estas personas han reaccionado horrorizadas ante su comportamiento. Las personas a las que hemos entrevistado han coincidido en su interpretación de sus actos en el sentido de indicar que la conducta de Beck podría tener que ver con sus convicciones acerca de la naturaleza, el darwinismo, la selección natural y conceptos similares. Pero a este respecto todo son elucubraciones. Nuestra auténtica prioridad es detenerlo.

»En este punto me interesa dejar bien claro que no tenemos motivos para creer que Beck haya actuado en colaboración con nadie, o que alguna de las personas con las que hemos hablado de su puesto de trabajo anterior tuviera conocimiento de sus actos. Estamos seguros de que en un futuro no lejano saldrá a la luz más información acerca de los motivos de Beck, pero de momento no podemos decir mucho más. Nuevamente, la Brigada de Homicidios de la Policía Metropolitana de Sídney quiere advertir a la ciudadanía de que bajo ningún concepto debe acercarse al sospechoso si este es identificado por alguien en algún lugar público.

De la lectura del informe que Eden había elaborado a lo largo de la noche se desprendía la idea de que Beck se había hecho un nombre como médico generalista ambulante en Uganda, país de cuya administración pública había recibido financiación para trabajar en campamentos de refugiados y en aldeas. Parecía el entorno de prácticas idóneo para formarse en los métodos no ortodoxos que mencionó el doctor Rassi, los métodos necesarios para aprender a descuartizar y a alterar los procedimientos médicos con el fin de llevar a cabo exitosamente trasplantes de órganos él solo, en vez de en equipo.

En cuanto Eden terminó, dio comienzo una avalancha de preguntas. Ella las fue contestando estoicamente, con las manos entrelazadas apoyadas encima de la mesa.

Y una vez que contestó la última de la cantidad requerida de preguntas, Eden se puso en pie y los flashes de las cámaras destellaron, mientras los reporteros trataban de hacerse oír a voces. Abandonó la mesa y, caminando hacia mí con una mirada extenuada e irritada a la vez, pasó por delante sin decir ni una palabra.

 

Era dolorosamente consciente de las idas y venidas de Eric por la sala común. Le habían asignado, junto con otros dos oficiales, el cometido de ayudarnos a cribar los soplos que la ciudadanía nos comunicaba sobre Beck. Estaba sentado con los pies encima de su escritorio, lanzando al aire una pelota azul de goma y cogiéndola detrás de la cabeza. Yo estaba tratando de no levantar la vista, cuando me pegué un susto por culpa de la pelotita, que rebotó con fuerza encima del papel que tenía delante de mis narices y cayó a mi papelera. Eric me dio una palmada en el hombro al pasar.

—Oye, perdona, ¿eh?

—No pasa nada. —Sonreí—. Si no sabes dónde guardarla, cuando quieras te echo una mano para buscarle un sitio.

Eric se alejó tranquilamente y, al llegar a la mesa de Eden, botó varias veces la pelota encima del tablero, inclinándose para verla mientras ella trabajaba. Se acercó un poco más y le susurró algo al oído, y ella arrugó la frente y lanzó un vistazo a la sala.

—Es demasiado pronto —murmuró Eden—. Lo sabes.

Yo me apoyé en un codo y me quedé mirando a Eric, que no paraba de recorrer la sala de acá para allá, mientras mi mente seguía dándole vueltas a la desaparición de Jake DeLaney y Richard Mars. Entre un montón y otro de inútiles chivatazos recibidos en el programa televisivo Crime Stoppers,  me di un respiro de cinco minutos, no más, para volver a mi obsesión con DeLaney y sus colegas. Sin dejar de mirar las idas y venidas de Eric, levanté la tapa de mi portátil y me metí en la base de datos de antecedentes policiales.

El perfil de Geoff Gould apareció en la pantalla, compuesto por un recuadro parpadeante y la granulada foto policial. Con la mirada fija en el texto, escrito con letras rojas parpadeantes, mordisqueé un clip.

 

«PARADERO DESCONOCIDO. VÉASE “INFORME DE DESAPARECIDOS 02/06/95”».

 

Pinché en el enlace del «Informe de desaparecidos» y me encontré con más texto y con otra fotografía de Gould sorprendentemente parecida a la foto de DeLaney en la que sostenía a un bebé en la portada del Herald.  En esta, sin embargo, Gould sonreía a la cámara.

Mars, Gould y DeLaney. Los tres, compinches de delitos. Los tres, desaparecidos. ¿Estaban los tres en la lista de Eden?

Por pura casualidad cerré el portátil justo cuando la pelota de Eric venía volando hacia la pantalla. Paré la pelota de goma con el pecho y me levanté. Uno de los búhos estaba saliendo en esos momentos al balcón de los fumadores, abriendo la puerta corredera lo justo para pasar. Yo lancé la pelota y la colé por el hueco antes de que la cerrara del todo. La brillante bola azul describió una suave curva por encima de la barandilla y continuó su caída por el espacio vacío sin hacer el menor ruido.

Eric, con los brazos a los costados del cuerpo, la siguió con la mirada hasta que desapareció. Entonces, impertérrito, abrió el cajón superior de su mesa y sacó otra pelota idéntica. Luego, sonriéndome alegremente, se puso a botarla encima de su escritorio.

—El colmo —dije yo, suspirando y hundiéndome en mi silla. El teléfono de mi mesa empezó a sonar—. Frank Bennett.

—¿Investigador Bennett? —Era una voz de mujer—. Soy Gina, de recepción. Creo que debería usted bajar a verme, si es tan amable.

Sentí de inmediato que me esperaba un marrón. La sensación me recordó a cuando, en el colegio, me llamaban por megafonía al despacho de la directora.

—Está bien —dije—. Enseguida bajo.

 

Gina Shultz, una empleada con la que me cruzaba cada mañana cuando me dirigía a la sala común, se encontraba junto a las puertas de la entrada de la comisaría. Nunca la había visto en otro sitio que no fuese detrás de su mesa. No solo tenía piernas, sino que además eran unas piernas torneadas y bronceadas, como sacadas de un Playboy.  Deliciosas. Me acerqué hasta ella y me detuve a su lado. Gina miraba fijamente la lluvia.

Pareció notar mi presencia a su lado y movió la cabeza para señalar en dirección a las escaleras de la entrada, a la lluvia torrencial.

—¿Es amiga suya? —preguntó.

Martina estaba inmóvil en el tercer escalón con los brazos alrededor de la cintura. Noté que se me desdibujaba la sonrisa.

—¿Cómo es que no la ha hecho pasar?

—Lo he intentado —respondió Gina.

Salí corriendo bajo la cortina de agua helada, metiendo, acobardado, la cabeza entre los hombros mientras la lluvia me golpeaba las orejas. Martina estaba calada hasta los huesos, con su camiseta negra de manga corta y sus vaqueros chorreando como si fuesen una segunda piel. Saltándome mi instinto profesional, la rodeé con mis brazos como si con ello pudiera protegerla del mal tiempo. Ella se agarró a mis hombros como un gato y pegó la cabeza contra mi pecho. Noté entonces sus sollozos, tan intensos que le sacudían todo el cuerpo.

—No estoy bien. No estoy bien.

—No. —La abracé con fuerza—. Es obvio que no.

Metí a Martina en el edificio y me quedé con ella en el vestíbulo. Sus zapatillas de deporte chorreaban agua y chirriaban al pisar las baldosas de mármol. Gina se quedó cerca, tendiéndole una cazadora cortavientos, como las que yo mismo había usado infinidad de veces en los tiempos en que me recorría en invierno las calles de Sídney. Envolví a Martina con la prenda. Le quedaba como si le hubiese echado encima una manta.

Mientras Gina se retiraba discretamente, Martina hizo esfuerzos por contener el llanto. Yo sentía calor en todo el cuerpo como consecuencia de su contacto. No era una sensación sexual. Era algo más sencillo, como cuando encajan las piezas o como cuando se vuelve a casa después de haber estado mucho tiempo lejos. Notar su cuerpo pegado al mío me hacía sentir renovado, despierto, entusiasmado. No me importaba que nos viese la gente que pasaba por el vestíbulo y que nos lanzaba miradas curiosas. Le aparté de la cara los mechones mojados y le subí el cuello de la cazadora.

—Pero qué loca —dije—. Mira cómo te has puesto.

—Estarás muy liado.

—Tengo tiempo de sobra para ti —respondí—. Vamos. Aquí dentro hace más calorcito.

Aunque la cafetería de al lado del vestíbulo era para uso exclusivo del personal del edificio, no tenía ese ambiente agobiante de las cantinas de empresa. Habían invertido dinero de los contribuyentes, y el resultado había sido una cafetería moderna, con asientos acolchados de piel de color rojo y detalles actuales de cromados y vidrio. Destacaba un estanque con peces de colores, artísticamente acoplado a un pilar hexagonal negro. Elegí una mesa del fondo y me senté mirando a la entrada. Para mi sorpresa, Martina se sentó a mi lado. Su muslo quedó pegado al mío. Pedí dos cafés, mientras ella se enjugaba la cara dándose toquecitos con una servilleta de papel.

—Te dije que ibas a necesitar ir a ver a alguien —dije en cuanto se fue la camarera.

—Ya vengo a verte a ti.

La frase me dejó sin palabras, como un tonto, durante un minuto o dos. La camarera vino con los cafés y los depositó en la mesa. Martina manoseó el azucarillo sin abrirlo y luego lo desmenuzó con ayuda de las uñas.

—¿Cómo hace la gente para seguir adelante? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor—. Anda suelto un monstruo que está transformando en monstruos a otras personas. Están muriendo hombres, mujeres, niños. ¿Cómo es que no se ha parado todo?

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