Hades

Hades


Portada

Página 10 de 12

Miré hacia donde estaba mirando ella. Junto a las ventanas había sentadas dos mujeres que se reían y se tapaban la boca con las manos. Fuera, en la calle, se veía salir de la estación de tren a los viajeros que hacían el trayecto diario a sus lugares de trabajo, que echaban a correr bajo paraguas negros inclinados hacia delante, por la acera de enfrente, o se resguardaban debajo de los toldos de las cafeterías. Seguía lloviendo a mares, en intensas oleadas torrenciales. Nadie se había detenido. La vida seguía su ajetreado curso mientras la mujer que tenía a mi lado luchaba por recomponer los fragmentos en que había quedado rota la suya. Se había dejado el paraguas. Se había olvidado el abrigo. Se había olvidado de que la gente se azora al ver a alguien llorando y tiritando en medio de la lluvia. Las reglas de su vida habían quedado destruidas. ¿Cómo se suponía que tenía que respetar esas sencillas normalidades después de que otro ser humano la hubiese encerrado en una jaula?

—Nadie lo comprende, salvo tú —dije—. Nadie más puede sentirlo. Para ellos, es un tema pasajero en su vida. Pero esta oscuridad es tuya y de nadie más. Todo el dolor es así, ¿sabes?

No sabía si estaba entendiendo lo que le decía. Tenía la mirada fija en las manos. Yo estaba pensando en mi exmujer y en el bebé que había muerto sin que yo estuviera a su lado. Ni siquiera cuando llegué a la clínica pude acercarme a Louise, cuyo sufrimiento me dejaba fuera. No pude ayudarla. Nadie podía. Yo no entendí lo que significaba aquel niño para ella, lo que realmente sintió al perderlo. El mundo continuó girando, como ahora. La gente se reía, bromeaba, acudía a su trabajo. En las noticias salía la información del tiempo. En otras habitaciones del hospital nacían otros bebés. Nada se detenía. No había nadie que sintiese mi desdicha, nadie con quien compartir el peso de su carga. No me daba tregua. La culpabilidad. Me emponzoñaba.

Martina me cogió la mano de pronto. Bajé la vista hacia sus dedos. Sus uñas, pintadas de color rosa, perfectas, parecían de mentira al lado de las mías.

—Me va a llevar una eternidad, ¿verdad? —dijo—. Me va a llevar una eternidad recordar cómo funciona todo.

—Yo estaré ahí —dije. Una tenue sonrisa asomó a los labios de Martina. Los sollozos, que no habían dejado de sacudirle el cuerpo, habían cesado. Yo aún notaba el calor que su cuerpo le había transmitido al mío, la energía indescifrable que emanaba de ella, como si todo mi ser reconociese el de ella. No sabía cómo manejar este extraño y nuevo deseo de otro ser humano. Quería pasar todos los minutos con ella, pero no de la manera en que me había sentido atraído por otras mujeres antes, ese anhelo de posesión, de dominación, de sometimiento. No quería tener  a Martina como anteriormente había querido conquistar a otras mujeres, cuando, después de extraerlas de su propia vida, pasaba a llamarlas mías. Tenía la sensación de que sería dichoso observándola en su pequeño mundo hasta el fin de los tiempos, y tal vez conectando ese mundo con el mío. Por la mente se me pasaron ideas estúpidas, una detrás de otra como los vagones de un tren. Esa mujer hacía que sintiese vergüenza de mí mismo. Me daba vergüenza que ella pudiese tocarme, a mí, tocar todo lo que yo era.

 

Pese a que Martina se opuso férreamente, acabé llevándola a su casa y enseguida descubrí que la persona con quien tenía una relación de mayor proximidad en su vida era su casera, una italiana quisquillosa, rechoncha y pechugona que se llamaba Issa y que vivía en el piso de encima del de Martina, en Randwick.

Cuando subía con Martina por las escaleras para acompañarla hasta su puerta, Issa la esperaba con los brazos en jarras. Le soltó una perorata en italiano, juntó las mejillas de Martina entre sus manos y luego se las pellizcó suavemente en un gesto que era una mezcla de amor desesperado y enfado disgustado. Martina se puso rígida como una gata arisca. Issa la achuchó y la besó y, acto seguido, se metió por la puerta del apartamento de su inquilina y se puso a recoger ropa tirada por el suelo y a enderezar algún que otro mueble, como una madre en plena riña.

—¿Sabes italiano?

—Ni jota —murmuró Martina.

—¿Y ella sabe inglés?

—No.

—He hablado con un asistente social que pasará a hacerte una visita esta noche —le dije—. Pero me sabe mal dejarte aquí sola, estando tan afectada.

—No estaré sola. —Sonrió débilmente—. Issa no me quitará el ojo de encima, ahora que tú la has asustado. Se va tirar el día entero cebándome a albóndigas y fregoteando mi cocina.

Asentí. Un estruendo de cacerolas y sartenes salía ya del fondo de su apartamento. Comprendí que era el momento de marcharme. Sin embargo, seguía en el recibidor, haciéndome el remolón, con las escaleras a mi espalda.

—Estoy bien. —Martina inspiró por la nariz—. Vete, Frank, por favor. Bastante vergüenza he pasado ya…

—Por favor, no te sientas avergonzada.

Ella sonrió un poco y apoyó una mano en mi hombro. Estaba a punto de decir algo más cuando me besó en los labios, un beso suave pero decidido a la vez. No se podía decir que hubiese sido algo más que un simple beso, pero a mí ese segundo o dos en que había traspasado la frontera de la mera cordialidad me había dejado temblando. Me quedé inmóvil, con la garganta abrasándome, mientras ella se metía en su casa. Después, cuando ya hubo cerrado la puerta, aún me quedé unos instantes, alelado, tratando de recordar por dónde había venido.

 

 

 

Eden y Eric aguardaron un buen rato dentro del vehículo de alquiler, vigilando el bloque de pisos en el que vivía Martin Vellas. A Eden le parecía que era suficiente con estar allí, dentro del coche, con la presencia lejana de aquel individuo al otro lado de la ventana iluminada. Que era suficiente con imaginárselo yendo de acá para allá, por las habitaciones del apartamento de la tercera planta; que bastaba con ver pasar rápidamente su silueta por detrás de las cortinas de la cocina mientras fregaba los platos y los guardaba en su sitio. Que bastaba con saber que existía, que tomar represalias por la muerte de su madre y de su padre era una posibilidad real. Respiraba acompasadamente y, mientras miraba en la oscuridad, oyó que la respiración de Eric se sincronizaba con la suya propia.

—¿Tú te acuerdas? —preguntó Eric. Pero no necesitaba ninguna respuesta. Ella se acordaba hasta del más mínimo detalle. Tenía el recuerdo del calor que había allí dentro y de la extraña tonalidad azul de la noche de verano, en el exterior de la cabaña, como si mucho después de que hubiese anochecido siguiese brillando el sol en las aguas del lago, lisas como un espejo. Recordaba el polo de algodón de su padre y el tacto de su roce en su mejilla, sus brazos velludos, sus dedos al acariciar su larga melena negra. Recordaba los sonidos del televisor, con el volumen bajo, sin que nadie le prestase atención realmente, y recordaba que estaban los cuatro sentados en los sofás de piel sin hacer nada salvo estar en presencia unos de otros. Juntos por última vez.

Se acordaba del estallido de los cristales y del temblor de las puertas acristaladas por efecto de unas fuertes pisadas. Recordaba unas voces casi ininteligibles hablando a gritos, dando órdenes tan rápidamente que parecían detonaciones. Recordaba los brazos de su padre estrechándola con fuerza contra él, y el crujido de las articulaciones de sus propios hombros al ser lanzada contra el suelo. El sonido de la cinta americana al despegarse de un tirón del rollo. La carita de Eric junto a la suya en el suelo de madera pulida, con sangre en los dientes, la única persona del salón que no estaba chillando.

Ella tenía cinco años. En aquel momento era una niña, y nunca más volvió a serlo.

—Yo me acuerdo de sus caras —murmuró Eric, a su lado. Ella finalmente le miró y sus miradas se cruzaron en el coche a oscuras. Los ojos de él estaban iluminados por los cuadrados dorados que eran las ventanas de la cocina de Martin Vellas—. Dicen que lo primero que supuestamente olvida uno son sus facciones, pero yo nunca las he olvidado. Cómo ella se quedó sin aire cuando irrumpieron por las puertas. La mirada acongojada de ella.

Eden apretó la mandíbula involuntariamente. A continuación tensó también los dedos, clavándose las uñas en las palmas de las manos, cada vez más fuertemente, hasta que notó que se hacía sangre. Sacó su cartera, extrajo la lista de nombres y se quedó mirando el de Martin Vellas, el segundo empezando por arriba.

—Martin Vellas —susurró.

Eden cerró los ojos y deslizó el papel para volver a meterlo en la cartera.

Eric empezó a moverse lentamente, como si estuviera borracho. Sacó dos guantes de látex de la caja que llevaban en el cofre situado entre los asientos y se los puso. Cuando Eden fue a ponerse unos, el sudor de sus dedos se adhirió a ellos por dentro. Eric se bajó limpiamente el pasamontañas por la cara. Su hermana estaba jadeando, con la prenda de lana tapándole ya el rostro.

—Tenemos que ser clementes —susurró rápidamente, mientras luchaba por desabrocharse el cinturón de seguridad al tiempo que Eric salía del coche convertido en poco más que una sombra—. Tenemos que ser clementes —insistió, una vez fuera, cogiéndole por el brazo cuando él cruzaba ya la calle. Eric cogió los dedos de ella y los apretó para que su hermana pudiese percibir el calor de su cuerpo a través del guante de látex. Entonces, sonrió por debajo de la máscara de lana y su dentadura resplandeció iluminada por la luz de un letrero de neón que pendía justo encima del coche.

—Seremos clementes —murmuró, asintiendo—. Al final.

 

24

 

Hice una cosa que me dije a mí mismo que nunca más volvería a hacer, y la sensación de corte me recorrió de la cabeza a los pies como una descarga eléctrica. Me encontraba delante de la puerta de una mujer, con comida en las manos, esta vez una gran pizza llena de carne. Comencé mentalmente doscientas frases diferentes. Ay, qué humillación. Apoyé la frente en la puerta del piso de Martina y suspiré. La pizza se estaba enfriando dentro de su caja, en mis manos. Farfullé un improperio dirigido a mí mismo y pulsé con el pulgar el timbre de la puerta.

Cuando finalmente ella abrió, lo único que pude ofrecerle fue una sonrisa tonta y una palabra:

—Hola.

—Hola. —Ella me devolvió la sonrisa. Miró la caja de pizza que tenía en las manos. Yo la aparté hacia mi pecho y acto seguido se la tendí.

—Pensé que igual no te apetecía cocinar.

«Y no sabía si a tu casera le habría dado por prepararte cena, pero en todo caso cruzaba los dedos para que no se le hubiera ocurrido, porque yo solo quería tener un pretexto para pasar a verte, y oírte, y saber si estabas bien y… ¿Pero qué demonios estoy diciendo?».

—Tienes razón —dijo—. No me apetecía.

Martina cogió la caja de la pizza de mis manos e hizo tope con el pie descalzo para que no se cerrara la puerta. Me deslicé dentro y me quedé parado como un pasmarote, mirando a mi alrededor. El piso era angosto, con paredes de ladrillo, la cocina de acero inoxidable y pósters colgados como en el dormitorio de una quinceañera. De inmediato pensé que ella era mucho más joven que yo, y me acordé de lo gilipollas que era yo con veintipocos años y cuánto había aprendido de los malos momentos que había vivido desde entonces. En alguna parte ardía una vela perfumada, y encima del sofá, largo y con el respaldo alto, había una guitarra acústica. Me mordí el labio. Martina dejó la pizza en la mesita de centro y fue a cambiarse la bata de satén de color rosa claro.

«¿Qué estás haciendo aquí, melón?».

Me dirigí hacia el sofá, pero cambié de idea y me quedé delante de las puertas del balcón, mirando hacia fuera. Sentí un deseo repentino de encender un cigarrillo, cosa que no había vuelto a hacer desde mi matrimonio con Donna. La calle estaba desierta. Había dicho a los chicos de patrulla que vigilaban la casa que podían marcharse. Ellos habían sonreído pícaramente, pero, en cuanto los miré con cara de pocos amigos, dejaron de reírse. La siguiente patrulla llegaría a medianoche. Cuando oí que Martina salía de su dormitorio, me di la vuelta. Apareció con unos vaqueros y una camiseta negra de tirantes. Tenía los hombros tostados y tersos como el caramelo.

—Seguramente esto no es muy apropiado —dije, sin saber por qué.

Ella sonrió con aire cómplice.

—No se lo diré a nadie.

Llevó dos copas de vino a la mesa del comedor, que estaba al lado de las puertas de la terraza. Yo me senté y me tomé de un trago la mitad de mi vino. Soy muy hábil a la hora de tirar copas de vino. Me pasa siempre. Recordando bien este detalle, dejé con mucho cuidado la copa en la mesa y entre sorbo y sorbo la apartaba lejos de mis manos.

Un gato gris levantó la cabeza de su canasto, junto a la puerta, en el que estaba hecho un ovillo. No me había dado cuenta de que estaba ahí.

—¿Y este quién es? —pregunté, señalando hacia el animal con un movimiento de la cabeza.

—Gato Gris.

—¿Le has puesto de nombre lo mismo que ya es?

—Exacto.

Sonreí, divertido. El gato volvió a dormirse.

—¿Cómo te encuentras?

—Ya sabes… —Se encogió de hombros. Pero yo no sabía realmente cómo estaba. Esperé mientras ella cogía un trozo de pizza y soltaba las hebras de mozzarella con ayuda de los dedos—. Voy tirando. La vida sigue. Y yo no puedo impedirlo.

Ella quería que habláramos del caso. Yo escogí cuidadosamente las palabras. El vino me ayudaba. A medida que la oscuridad fue cerniéndose sobre el apartamento, noté que mi cuerpo se distendía. Encendió una lámpara que iluminó únicamente la zona del sofá. Se oían las voces de los vecinos en el rellano de la escalera, saludándose unos a otros tras la jornada de trabajo o al ir sacar a sus perros a dar un paseo vespertino bajo la llovizna.

«He estado pensando en ti», pensé yo.

—He estado pensando en ti —dijo ella. Di la vuelta a mi copa de vino en la mesa. Habíamos comido la mitad de la pizza. Estaba cansado. La mano de Martina se acercó a la mía y la tocó. Abrí la palma de mi mano y dejé que siguiese el dibujo de mis líneas con sus dedos.

«Así no es como yo funciono».

Darme cuenta de esto provocó que una oleada de calor me recorriese todo el cuerpo. Yo no soy ese tipo de hombre. Yo soy el chungo del bar. Soy el más grande y el más fuerte de todos los gilipollas que quedan en el pub a medianoche. Soy el más chulo. El tipo agudo. Yo no digo la palabra «amor». No te pago el taxi de vuelta. Eso se lo debéis al feminismo, que os deja plantadas en la puerta de una casa bajo la cegadora luz de la mañana con el recuerdo de mi cuerpo difuminándose ya en vuestra mente. Yo no soy ese otro hombre, el azorado, el herido de amor, el anhelante.

Martina se acercó y se sentó sobre mi regazo, a horcajadas. Suspiré aterrado, cosa que no me pasaba desde que tenía quince años. Le deslicé el tirante derecho de la camiseta por el hombro. Alguien estaba tocando el piano en un piso al otro lado de la calle. Una belleza. Martina me rodeó la cabeza con los brazos y me estrechó hacia su corazón. Cerré los ojos y me quedé escuchando sus latidos durante no sé cuánto tiempo.

 

Jason se apoyó en la farola con las manos en los bolsillos y levantó la vista al cielo para deleitarse con la imagen de las franjas perfectamente distinguibles de luz teñida de color, atrapadas entre los edificios de la ciudad: morado, rosa, una capa de un tono casi amarillo y finalmente el gris plomizo de la noche inminente.

Randwick era un distrito lleno de cuestas. Una sensación de resistencia le cosquilleó suavemente dentro del pecho, y se imaginó rodando por el asfalto hacia la calle que veía a sus pies, despellejándose y moliéndose los huesos, pues el mundo finalmente se había ladeado más de la cuenta. Movió en círculos el hombro herido, se palpó el orificio que le había dejado la bala. Notó el dolor típico de los puntos de sutura, el tirón en la piel, el retorcimiento. Anhelaba infligirse más dolor, un dolor expansivo, hondo, que le proporcionase esa prueba fehaciente de que existía, de que estaba en este mundo y de que ocupaba un instante y luego el siguiente, la prueba de que tomaba decisiones. Porque, sí, ahora había que elegir entre varias opciones, debía trazar planes, reunir recursos, pues a fin de cuentas él era una persona que decidía, a diferencia de los descerebrados que habitaban en las casas y en los bloques de pisos que veía a su alrededor y que vivían aletargados sus vidas carentes de sentido. A la caza de trastos y cachivaches con los que llenar sus nidos. Y comparando sus trastos con los de los demás.

Jason era como un zorro preparándose para el invierno, que notaba en el tuétano de los huesos que lo que le aguardaba sería violento, implacable, espectacular. Ahora iría a cazar y luego se escondería y volvería a nacer cuando las tinieblas se hubiesen disipado y el mundo entero hubiese culminado su renovación.

Alzó distraídamente la mirada hasta posarla en el apartamento de las ventanas con cortinas de encaje, muy arriba, por encima de donde estaba él, mientras se entretenía en buscar a tientas los puntos de sutura que le cosían la cabeza y en tirar de ellos para que la piel le abrasase.

Cerca de la ventana había una lámpara encendida, de modo que desde allí abajo podía ver el techo de estuco blanco. Un gato gris salió a la terraza y se asomó a mirar entre los barrotes de hierro forjado, como si siempre hubiese sabido que Jason estaba allí.

Él le sonrió y le saludó con la mano.

 

El piso de Beck había sido tomado por un amplio dispositivo mucho antes de que llegásemos Eden y yo. Como se había tratado de una operación táctica a gran escala, acertadamente encomendada a los chicos de operaciones especiales, nosotros dos habíamos quedado en la cafetería de enfrente con todos los vecinos que el equipo había conseguido reunir y nos habíamos puesto con las entrevistas. Los dueños de la cafetería, un matrimonio mayor de origen griego, estaban algo turbados con la increíble suerte que habían tenido de convertirse en la base no oficial de operaciones. Todos, los jefes, los tácticos, los agentes de patrulla, los expertos del equipo forense, los camilleros, los periodistas allí presentes, así como los vecinos y los mirones que se habían congregado en el local, habían pedido algo para tomar en el pequeño mostrador abarrotado de cosas, mientras esperaban a que terminase el registro del apartamento para poder entrar sin peligro. La gente se salía a la acera a tomarse su café, y se entretenía escudriñando los menús escritos con tiza. Desde mi mesa, podía ver en la cocina al hijo de los dueños, un adolescente, intentado tostar a la vez catorce cruasanes de jamón y queso, aguantándose las ganas de llorar de tanta presión.

Los vecinos no nos dijeron gran cosa. Los únicos habitantes de su edificio con los que Jason había cruzado alguna palabra habían sido el matrimonio del piso inferior al suyo, que tenían un par de críos que solían corretear por las escaleras a todas horas jugando al escondite. Lo único que James y Kat pudieron contarnos fue que el médico del número 18 era un hombre guapo, callado y cuyo apartamento olía a rayos. En una ocasión James le había pedido prestado un taladro y había acertado a ver algo que le pareció un terrario de serpientes en el vestíbulo. El tipo no recibió nunca ni una sola visita y jamás hacía ruido.

Era media mañana cuando Eden y yo recibimos el aviso de que podíamos entrar. Yo casi no había hablado con ella, y sentí mucha vergüenza solo de pensar que pudiese percibir de alguna manera que había pasado la noche anterior con Martina. Por la mañana me había ido a casa, me había dado una ducha y me había cambiado de ropa, rodeado de esa nube estúpida que nos envuelve a los hombres cuando una mujer llena por completo nuestro mundo. Incapaz de poner orden en mis pensamientos. Luego había vuelto andando hasta mi coche, sin las llaves. Y me había dejado el reloj en la encimera del cuarto de baño.

Nos calzamos los aparatosos patucos y nos enfundamos los guantes de látex, y esperamos a que los forenses nos diesen luz verde para entrar y a que el fotógrafo organizase su equipo. Mientras subíamos al piso de Beck, me puse a pensar en ella otra vez. En sus dedos largos y finos. En cómo dormía, moviéndose bruscamente de tanto en tanto, en cómo se acurrucaba pegada a mí, en su nariz y en su boca cerca de mi brazo, en su rostro, oculto detrás de mi cuerpo. Había querido verla de nuevo esa noche, pero ella me había dicho que tenía que ir a un sitio. A casa de alguien de su familia. Me pregunté quién. Me abofeteé las mejillas y Eden se volvió y levantó una ceja, mirándome.

—Cansado —dije.

—Prueba a dormir en casita.

Resoplé burlonamente por la nariz. Craso error. Noté sudor en la zona de las costillas.

—Dormí en casa.

—¿Ah, sí?

—Pues sí.

—¿En serio?

—Déjame en paz.

Soltó una de sus risas especiales y poco frecuentes, y entró delante de mí en el apartamento. Me ardía la cara. Casi me alegré de tener que pensar en otra cosa al sentir el impacto de la pantalla de hedor que envolvía el apartamento de Jason. El tufo empezaba nada más pasar la puerta, como si hubiese una cortina invisible. En el pasillo había reinado un leve olor a moho, pero una vez dentro los pulmones se me llenaron de un olor fortísimo a humedad, como si estuviésemos en una cálida selva tropical que apestara a orina. Tosí y me tapé la cara con un brazo. Eden, imperturbable, respiraba aquel aire como si fuese brisa marina. Se había parado al final del pasillo, en el pequeño saloncito, y miraba a su alrededor.

—¿Pero a qué huele aquí?

—A ratones —dijo.

El tufo a ratones era el olor más destacado de todos los que se mezclaban allí simplemente porque habían escapado del pequeño terrario que había encima de la mesa del comedor y habían invadido toda la vivienda. Había excrementos de roedor entre los papeles, las tazas de café vacías y el instrumental médico esparcido por todas partes, y también en los platos que había en la encimera de la cocina, y por toda la moqueta, como si fuesen granos de pimienta. En los rincones del salón se veían los excrementos de un animal de mayor tamaño acumulados a lo largo de un periodo de tiempo largo, un animal acostumbrado a utilizar una bandeja en la que hacer sus necesidades pero al que no le habían proporcionado ninguna. Aunque había montículos de heces negras resecas y manchurrones y marcas de garras en las paredes, no había ni rastro del bicho. Ciertamente, los terrarios que James había colocado nada más pasar la puerta habían albergado serpientes, pero también esos animales habían desaparecido y solo quedaban sus pellejos, como envoltorios tirados de chocolatinas. Me detuve junto a la encimera de la cocina y pestañeé, pues los vapores amoniacales me producían picor en los ojos. Abrir las ventanas era una opción imposible de plantear. Si había alguna prueba allí, aunque solo fuese algo tan minúsculo como una pestaña, al alterarla podríamos echar a perder la única posibilidad que alguien podría tener de encontrar a su ser querido desaparecido, vivo o muerto.

Eden estaba hojeando los papeles de la mesa. Entró un fotógrafo, la miró de arriba abajo y se metió rápidamente en otra de las habitaciones. Yo me moví alrededor de Eden y eché un vistazo a los libros que, amontonados, cerca de las ventanas, daban la impresión de haber sido volcados de una estantería que alguien se hubiese llevado de allí. Manuales de medicina, enciclopedias médicas, miles de números del National Geographic…  Todo transmitía sensación de abandono. De tristeza, de cosas usadas, sobrantes. En un momento dado había entrado lluvia y había provocado un principio de humedades, un cerco de moho debajo de la ventana de la cocina. La cama daba sensación de frío y humedad, como si nadie la hubiese usado.

—¿Estaba mudándose aquí o mudándose de aquí?

—A mí no me parece que estuviera mudándose en ningún sentido —respondió Eden con un suspiro, y abrió los armaritos de la cocina. No había absolutamente nada—. En parte está aquí y en parte en la vieja casa en la que encontramos a Martina. Y en parte perdido en su mundo de fantasía. No tiene un domicilio base. Para mí que va por ahí un poco en plan silvestre.

—Un tío bastante desorganizado. ¿No se supone que los médicos son unos maniáticos del orden?

—No creo que este haya sido siempre así —apuntó—. Es como si estuviera… cayendo. Descendiendo por el agujero de la madriguera. Siempre es una lucha mantener a raya ese otro instinto, esa cosa oscura que intenta sacarlos una y otra vez de la realidad y conducirlo hasta la fantasía de la caza. Si borran sus huellas con tanto esmero es únicamente porque todavía están conectados a la realidad, porque todavía les preocupan las consecuencias de que les atrapen. Pero cuando empiezan a perder esa conexión con el mundo real es cuando se vuelven así. —Señaló la mesa, delante de ella—. Caóticos.

Llegaron un par de técnicos y ella les indicó lo que tenían que meter en bolsas. Mirándola, me sentí vacío. No me gustó su manera de referirse a la actividad de Jason como un instinto, algo sin implicación sentimental, una especie de mecanismo que actuaba por sí solo, como si tuviese una máquina implantada en su interior que movía los hilos de sus brazos y piernas como si fuese una marioneta. Porque en todo eso había una elección personal. Estaba seguro. Libre albedrío, crueldad y el sello inconfundible de la maldad humana. Tenía que creer eso, porque si no era capaz de atribuir a algo que yo pudiera entender lo que Jason les había hecho a todas esas personas, no sabía cómo iba a poder sobreponerme alguna vez a lo que habían visto mis ojos. Sus rostros. Sus cuerpos inertes, flácidos. Todos hechos un ovillo en el fondo del pozo, como gusanos. Gusanos humanos. ¿Cómo había podido hacerle a Martina lo que le hizo sin saberlo, sin decidirlo, sin deleitarse? De Martina simplemente se sabía todo lo que había que saber antes ya de que dijese una sola palabra. Solo por su manera de mirar, por su forma de respirar y de reír se sabía que sufría, que tenía miedos, que amaba. Era un ser increíblemente natural. Estaba convencido de que Beck no había podido pasar por alto el hecho de que había destrozado algo para siempre en el interior de esa mujer en el instante en que despertó dentro de aquella jaula. Sentí furia en medio del desorden y de la suciedad acumulada de la casa de Jason, en medio de su caverna de loco. Nada justificaba lo que había perpetrado.

Eden vino hacia mí mientras yo rebuscaba en una fiambrera de plástico llena de joyas que había visto encima de un sillón, al lado del televisor, dejada ahí como si fuese un cuenco de palomitas. Saqué un reloj negro de fantasía y, tocando los botoncitos, me quedé mirando cómo brillaba en la penumbra del piso. Estaba adornado con la imagen de un personaje de acción desconocido para mí. Supuse que sería del chiquillo que habíamos encontrado en la bahía junto a Courtney y los demás.

—Tenemos que coger a ese cabrón —dije.

—Le cogeremos.

—En serio. Tenemos que cogerle y partirle la cara. Tenemos que asegurarnos de poder tenerle a solas un par de horas, no sé cómo, antes de hacer oficial su arresto para poder darle lo que se merece.

Eden se quedó como observando mi semblante con más atención durante unos segundos, como si estuviera sopesando una decisión. Pero al final se olvidó de ello y, rebuscando en el cuenco de plástico, sacó una alianza. La soltó y entonces cogió con los dedos algo que le subía por el brazo.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Una pulga.

—Oh, por favor. —Dejé el recipiente y me froté los brazos.

—Tienes una en el cuello.

Me pasé rápidamente una mano por el cuello. Sonreí y me fui de allí.

 

25

 

Me fui a dar una vuelta en mi coche hacia las dos de la madrugada. Había estado despertándome una y otra vez, soñando con el apartamento de Beck, y al final ese duermevela me había dejado frustrado. Estaba como si tuviese los ojos hundidos en sus cavidades y como si entre una sien y otra tuviese una descarga eléctrica constante. Supertenso. Tamborileé con los dedos en el volante mientras cruzaba el corazón de la gran ciudad para contemplar la iluminación de la catedral de Santa María, una iluminación cálida, brillante, que se metía por los recovecos de la edificación. Las sombras de los mendigos avanzaban y se alabeaban por las fachadas del templo, como hombres gigantes de andares pesados. Me detuve en el semáforo y me quedé mirando a un grupo de oficiales de la Marina, borrachos, que volvían a pie por el parque, farfullando, con caras largas.

Martina había puesto mi vida patas arriba. La había levantado y la había dejado caer. Y las cosas estaban de lado, rotas, descolocadas. El aire me sabía diferente. Me sentí extrañamente repelido por ella, por el poder que podía ejercer sobre mí, por los cambios que podría provocar en mi sistema de creencias. Era como una llama. Y yo debía tomar distancia para comprender mis verdaderos sentimientos hacia ella y lo que quería de esta atracción irremediable. Es algo que tenemos que hacer, tomar distancia de las mujeres para poder reflexionar sobre ellas. Estando cerca, no somos más que esclavos de su piel, rica y fresca, de sus voces melosas, de la irresistible sensación de seguridad que nos procura su compañía.

Sin darme cuenta, estaba yendo en dirección al apartamento de Eden. En cierto modo, supongo que quería hablar de Martina con ella. Quería que otro ser humano me confirmase que esto estaba pasando, y que estaba bien, que Martina podía amar o desear a un hombre como yo. Eden sabía que había pasado fuera la noche anterior y pensé que decirle con quién había estado solo era un pequeño paso más. Quedar para salir con la víctima de un crimen era algo que pasaba de vez en cuando entre las filas de la Policía, y aunque seguramente en algún manual de alguna estantería diría que debía evitarse, lo cierto es que acabamos compartiendo algo con cada víctima, como un trauma común por el crimen o un deseo conjunto de aclarar lo sucedido. Ya me había pasado alguna que otra vez. En mis tiempos de agente de calle había entrado a por un ladrón que se había colado en la casa de un señor mayor, en Coogee, y desde aquel día estuve yendo a visitarle todos los viernes por la noche en mi ronda de patrulla, para charlar de fútbol, hasta que el hombre murió. Nos habíamos enfrentado juntos a un enemigo común y una cosa así no se olvida nunca.

Entré en la calle de Eden y ralenticé el coche hasta detenerlo justo al lado del café del antiguo muelle de carga. No había ninguna luz encendida. Sin tener nada claro para qué había ido, me disponía a arrancar de nuevo cuando vi dos siluetas oscuras avanzando rápidamente por la otra acera.

Eden y Eric.

Mis sentidos se aguzaron, como un animal alerta. Sin embargo, en un primer momento no habría podido decir qué fue lo que me chocó de su aspecto. Estaba acostumbrado a verlos de negro. Era un color que les sentaba bien a los dos, con sus facciones angulosas y sus ojos negros. Pero Eric llevaba un gorrito de punto, con una vuelta, que casi le tapaba las orejas. Lanzó una mirada a la calle y abrió la puerta del coche para que entrase Eden. Yo le observé mientras se metía a su vez y arrancaba el motor casi inmediatamente, sin comprobar la calzada antes de mover el vehículo.

Fueron sus movimientos precisos, limpios, su manera de andar a zancadas con aire decidido lo que supongo que me incitó a tomar la decisión de seguirlos. Podía caber dentro de lo posible que Eric llevase un gorrito de punto a pesar de las suaves temperaturas, y había visto más veces a Eden sin bolso, con los objetos imprescindibles metidos en los bolsillos, como los hombres. Pero no había alegría en sus andares, y ni él ni ella habían caminado con ese estilo arrogante y distendido que los caracterizaba. Por el contrario, habían andado como si estuvieran totalmente concentrados en un objetivo, cosa que me hizo pensar que se dirigían a hacer algo importante, algo de lo que yo debía ser testigo. De golpe pensé en las fotos de Doyle con sus víctimas torturadas, en los nombres de los hombres desaparecidos que formaban la lista que había encontrado en la cartera de Eden, en el comentario susurrado que yo había captado al pasar por delante de la mesa de Eden y que no iban dirigidas a nadie más que a su hermano de sangre.

«Es demasiado pronto. Ya lo sabes».

¿Qué era «demasiado pronto»?

Me mantuve a cierta distancia y me incorporé a la autovía en dirección al sur dejando pasar delante de mí cuatro o cinco coches. Parecía haber una cantidad desproporcionada de farolas que parpadeaban o titilaban, como si la corriente eléctrica que recorría la ciudad hubiese sufrido algún tipo de perturbación o de sobrecarga. Me dije que probablemente siempre había estado así. Mi agotamiento parecía conferir a todas las cosas una nitidez increíble, acentuando las sombras y haciendo aún más brillantes los reflejos de las luces en el agua que mojaba el asfalto. Me arriesgué a acercarme y vi que Eric había bajado su ventanilla; llevaba el codo apoyado hacia fuera y tamborileaba con los dedos. Salimos de la autovía para internarnos por las calles de más allá del distrito de Mortdale. Eric subió su ventanilla y me pareció que se encorvaba sobre el volante.

La distancia entre ellos y yo aumentó. Su coche recorrió lentamente la avenida principal y pasó por delante de un restaurante chino con mesas y sillas en la acera, bombillitas decorativas colgadas entre los árboles y el local vacío y a oscuras. Esperé a que la distancia aumentase lo más posible, tanto que casi no distinguía su coche metiéndose por las diferentes bocacalles. Y cuando entré por Pickering Avenue, Eric estaba apagando las luces. Aparqué detrás de un sedán de color azul y apagué el motor y las luces.

A través de las ventanillas del sedán podía ver las siluetas de Eden y Eric dentro de su coche. Las dos cabezas estaban de perfil, con sus rasgos afilados y angulosos. Miré hacia donde estaban mirando, a la casa del otro lado de la calle, donde una sola luz ardía en lo que parecía ser la ventana de una cocina tapada con cortinas. Aparte de un arbolito de la Navidad8 en flor, no había más vegetación en los alrededores. Era una casucha deteriorada de las de fibrocemento, como los centenares de casas que poblaban los distritos del oeste. En la rampa había una camioneta con el logo de alguna empresa en los paneles laterales, pero no distinguí el nombre.

Eden y Eric no se movían. Aguzando la vista, traté de deducir si hablaban o no, pero estaban quietos como dos estatuas, observando la casa. Volví a mirarla a mi vez e intenté comprender qué era lo que estaban vigilando, lo que esperaban ver. No se movía nada.

Una sensación de frío comenzó a recorrerme todo el cuerpo. Seguí esperando, pero las dos siluetas permanecieron inmóviles mientras los minutos iban pasando. Me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración. El miedo, un miedo denso y tenso, me inundaba el pecho.

Las puertas del coche se abrieron. Así con fuerza el volante mientras veía las sombras de Eden y Eric cruzarse en el pavimento.

De pronto me sonó el teléfono, una melodía aguda que imitaba el sonido de un teléfono antiguo. Pegué un brinco y me estremecí, a la vez que sentía una descarga de adrenalina. Siempre llevo el teléfono con el volumen al máximo y con el tono de llamada más molesto para enterarme siempre. Cuando hube encontrado el cacharro en mi bolsillo y lo hube desconectado, levanté la vista y vi que Eden y Eric se habían detenido en mitad de la calle.

Miraban en mi dirección. Yo me hundí lentamente, detrás del volante, hasta que mis ojos quedaron a la altura del salpicadero. Al oír el sonido, Eden y Eric se habían quedado absolutamente quietos, como dos gatos; la luz del fondo recortaba sus siluetas, más inmóviles de lo que hubiera creído posible. A pesar de que no alcanzaba a verles los ojos, sí podía notar que estaban rastreando las sombras que rodeaban el coche, el parabrisas, las puertas, las ventanillas. No podían verme. De eso estaba seguro. Y luchaban con sus instintos en la oscuridad.

Al cabo de un rato, Eden movió un brazo para rozar suavemente la mano de Eric y, sin mediar palabra, se montaron en el coche y se largaron de allí.

 

8 El Christmas bush  de Nueva Gales del Sur, el Ceratopetalum gummiferum, es un arbusto de gran tamaño cuyos sépalos se vuelven de color rojo o rosa intenso en diciembre, en el inicio del verano austral. (N. de la t.)

26

 

Como de costumbre, su llamada me despertó. Se me puso el corazón a mil por hora. Jadeaba antes de haber empezado a hablar, sentado en mi cama.

—Tenemos un cadáver —anunció Eden—. Paso en cinco minutos.

 

Cuando me monté en el coche reinaba el silencio. Eric había elegido sentarse al volante, al lado de Eden. En el asiento de detrás iban dos búhos, con sendas carteras del laboratorio cogidas fuertemente con las uñas y con una cara que parecía que los estuviesen llevando a la cámara de gas.

—¿Dónde es la fiesta, chicos? —pregunté. Ninguno de ellos movió una ceja.

—Utulla —dijo Eden cuando arrancamos—. En el vertedero.

Sus palabras me cayeron como una descarga eléctrica. En esos momentos no supe por qué. Pero el vertedero de Utulla tenía algo que me sonaba, algo que me hacía recelar. Me dije que probablemente me llamaba la atención porque Eden y Eric eran de Utulla.

—Vuestra patria chica —solté alegremente—. Deberíamos pasarnos por vuestra casa, a revivir recuerdos de la infancia.

Los ojos de Eric me taladraron desde el espejo del retrovisor. Eden se rebulló en su asiento, incómoda. Se estaba celebrando una carrera popular de bicis en el centro de la ciudad y había desvíos que nos obligaban a ir y volver por toda el área metropolitana interior oeste. Cuando paramos en un semáforo de Woodville Road vimos a un borracho meando entre dos coches aparcados, moviendo las caderas como si estuviera haciendo esquí acuático. Y cuando al fin llegamos a la autopista, la tensión que flotaba en el ambiente dentro del coche había subido hasta una cota casi dolorosa. El búho que iba a mi lado estornudó y el otro dio un respingo como si le hubiesen electrocutado. Eden apoyó el codo en el borde de la ventanilla y se quedó mirando pasar la ciudad por delante de sus ojos, como si estuviese marchándose de allí y se alegrase.

Me quedé dormido con la cabeza apoyada en la ventanilla y cuando abrí los ojos el coche avanzaba veloz por una carretera sin señalizar que atravesaba una zona de denso monte bajo. Los búhos, angustiados, se mordían las uñas con desesperación. Me limpié con un pañuelo el reguero de baba de mi labio y me enderecé.

Un letrero fabricado con chatarra pasó a toda velocidad por mi ventanilla, formando las palabras «Vertedero de Utulla» a base de trozos de tuberías, botellas y cables sueltos.

Eric aparcó al pie del cerro y echó a andar sin esperar a nadie. Eden se mostraba algo más paciente, pero no mucho más. Yo me quedé junto al coche, a la sombra de una higuera enorme que debía de tener doscientos años. En lo alto de la copa distinguí varios murciélagos, retorciéndose y balanceándose. Pero eso no fue lo que más me llamó la atención. Al pie del árbol pastaban dos caballos descomunales hechos enteramente de chatarra.

—¿Pero habéis visto esto? —dije, perplejo. Eden se acercó por detrás de mí e intentó sacarme de mi pasmo. Pero yo eché a andar por la hierba mojada y, extendiendo un brazo hacia delante, toqué la panza del enorme animal. Desde más cerca se veía que el cuerpo del bicho era una complicada carcasa de tuercas, ruedas, cañerías y tubos soldados. Había allí componentes de motores y estructuras de aparatos que reconocí de los tiempos en que había sido un fracasado aprendiz de mecánico, en mi infancia. Eden me soltó alguna bordería, y, al volverme para replicar, me fijé en otras criaturas hechas de chatarra colocadas a orillas de la pista asfaltada: una gacela con las patas delanteras levantadas, dos zarigüeyas de tamaño gigante subiendo por un árbol de verdad.

Cuando llegué a lo alto de la colina, estaba como un chiquillo en un parque de atracciones, boquiabierto y devorando con la mirada cada nueva maravilla que veía. Y una vez que estuve en un pequeño claro rodeado de árboles comprendí por qué Eric y Eden habían venido tan angustiados todo el camino desde el centro. Eden, visiblemente incómoda, y Eric, cruzado de brazos con gesto desafiante, se habían plantado cada uno a un lado del tipo fornido de cabellos canos que yo había visto en la foto de la cartera de Eden.

Heinrich Archer.

Hades. El Señor del Inframundo.

Había estado en lo cierto en cuanto a dónde había visto yo su cara. En los años 70 y 80 del siglo pasado la efigie de Heinrich Hades  Archer había ocupado un espacio en gran número de periódicos de la ciudad y en reportajes de los telediarios exactamente como yo le había recordado: saliendo de juzgados, huyendo de la prensa, con la mano levantada para protegerse el rostro de las cámaras. Hades Archer era un «amañador», un experto en ocuparse de situaciones delicadas al que recurrían algunos de los delincuentes más conocidos del país. Se había defendido a sí mismo en más de una docena de casos judiciales, acusado de hacer desaparecer cadáveres, o cargamentos de droga sin dueños, o de silenciar guerras de gran envergadura que estallaban entre bandas de traficantes o de moteros por disputas territoriales o relacionadas con mujeres. Jamás le condenaron, porque era profesional, discreto e ingenioso. Cuando alguien tenía un problema, acudía a Hades. Si necesitaba un mediador sereno, experto y con autoridad, acudía a Hades. Si había cometido una cagada, acudía a Hades. Se las ingeniaba para dejarlo todo limpio después de los desastres más devastadores, sabía sacar provecho a los encargos más arriesgados y recuperar las relaciones más irrecuperables. Dejaba con una sonrisa en los labios a víctimas y malhechores por igual, pensando cada cual que había salido ganando frente al otro.

En mis días de agente había escuchado contar algunas historias bastante increíbles. Se decía que la primera vez que había matado a alguien había sido a los diez años de edad, en defensa propia, cuando era un niño de la calle explotado por un estafador. Su primera aparición en un juzgado había sido a la edad de doce años por haber participado en una operación de venganza contra una banda rival de traficantes de droga. Había oído contar que le había arrancado un dedo a un hombre de un mordisco por haberle tirado los tejos a su novia, y que durante una fiesta multitudinaria había disparado a cinco destacados delincuentes, como parte de una operación para tratar de hacerse con el mercado local de mercenarios. En sus tiempos, Hades Archer había sido acusado de algunos de los crímenes más difíciles de creer. Pero la justicia nunca había resuelto nada de todo esto satisfactoriamente. Gente con poder situada en la cúpula del departamento de Policía, los antiguos jefes y superintendentes cabezas cuadradas parecían conocer perfectamente a Hades; cada vez que salía en la tele, él se refería a aquellos «diplodocus» de la justicia por su nombre de pila. Las investigaciones sobre policías corruptos nunca llegaban a incriminarle ni de lejos. Cuando estaba en público, Hades siempre se comportaba con esa autoridad serena, callada y paternal que estaba viendo yo en estos momentos, y su carácter pétreo parecía amortiguar hasta el ataque más descarado.

Lo tenía delante de mí, con su corpachón encorvado, apoyándose en un bastón. Se le veía viejo y, al mismo tiempo, mortífero. Su cabeza y sus hombros eran gruesos y cuadrados como los de los dogos de Burdeos y poseía el mismo tipo de potencial maligno. Eché una ojeada a los eriales que rodeaban el cerro. En aquellos parajes se había rastreado en busca de cadáveres infinidad de veces. Pero nunca se había encontrado nada. Ni un dedo. Ni un ojo. Nada. Aun así, todo el mundo sabía a qué se dedicaba Hades. Todo el mundo sabía de qué era capaz. Sus historias habían poblado mis sueños cuando estudiaba en la academia.

Heinrich Archer.

El padre de Eden. El padre de Eric.

El viejo me tendió su mano dura y rolliza. La estreché en la mía y noté que su apretón me machacaba los huesos.

—Soy Heinrich. —Movió la cabeza arriba y abajo—. Mis colegas me llaman Hades, como estoy seguro de que sabe. Lo que prefiera usted.

—Frank. —Su sinceridad me arrancó una sonrisa. Eden y Eric se volvieron y, cuchicheando rápidamente entre sí, se alejaron.

—Si es tan amable de seguirme… —Hades hizo una señal para que continuásemos. Yo empecé a andar. A cierta distancia, por delante de nosotros, Eric y Eden iban hablando acercando mucho las cabezas. Eric lanzó una mirada atrás. El camino que bajaba del cerro estaba bien apisonado de tanto usarse; era un sendero que zigzagueaba entre bloques de piedra caliza y aquellas impresionantes obras hechas con material de desecho, y llegaba hasta un taller situado en el arranque del terreno del vertedero propiamente dicho. A lo lejos distinguí a varias personas de pie alrededor de un pequeño hoyo, junto a una gran montaña de desperdicios. Empezó a oler mal, a organismos en descomposición. Por encima de nuestras cabezas revoloteaban gaviotas y cuervos.

—¿Y usted ha hecho todas esas figuras con sus propias manos? —pregunté a Hades, señalando los animales. Pasamos por delante de un dingo de vidrio y hierro forjado, con cristales triangulares incrustados de color dorado y amarillo. Hades movió la cabeza para asentir, con gesto serio.

—No me gusta tirar nada —dijo—. Todas las cosas tienen un potencial. Es necesario obviar sus imperfecciones y encontrarles una nueva vida.

Mi mente divagó y se puso a establecer conexiones a toda velocidad. Las obras de arte de Eden. Sus manos hábiles, fuertes. La oscuridad que teñía sus cuadros. El viejo que había visto yo en sus lienzos, en arabescos de óleos, soldando cosas en medio de la negrura y con el resplandor de las chispas por encima de los hombros. Este era el lugar en el que habían crecido Eden y Eric. Me quedé mirando los camiones que pasaban zumbando por la línea del horizonte, el humo negro que subía en volutas desde sus tubos de escape. Habían comenzado su vida rodeados de basura, enfermedad, oscuridad.

—La Policía me da bastante igual, ¿sabe? —dijo Hades—. La justicia y yo hemos mantenido una relación de altibajos desde mucho antes de que un renacuajo como usted viniera al mundo. Pero siento que es mi deber cívico informar de una cosa como esta. No quiero que mi reputación se vea mancillada por semejante gesto de crueldad.

Ir a la siguiente página

Report Page