Hacker

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Capítulo 1

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Capítulo 1

Desde su puesto de trabajo en la cámara acorazada de la sucursal del Lloyds Bank de Paternoster Square, a pocos metros de la catedral de Saint Paul y del Temple Bar Memorial, Arthur Fitz no veía la lluvia incesante que cubría la ciudad.

Eso estaba bien. Mejor que permanecer en la puerta durante horas, a merced de las ráfagas de viento que le congelaban hasta los huesos cada vez que entraba un cliente. Sustituía a Charles. Un compañero ausente debido a una enfermedad incomprensible para él, que jamás había cogido una baja a pesar de estar expuesto constantemente a las inclemencias del tiempo, del aire acondicionado en verano y de la calefacción en invierno. Charles solía quejarse de que nunca veía la luz del sol, pero a Arthur eso le daba lo mismo. En aquel endiablado país el sol no salía nunca.

Se levantó de la silla de madera en la que ya llevaba veinte minutos sentado. Había programado un temporizador. Así sabía cuándo debía estirar las piernas. Además, ayudaba a ahuyentar el sueño. Lo cierto era que allí abajo no tenía muchas distracciones. En eso la posición junto a la puerta salía ganando. Algunas personas incluso lo saludaban de vez en cuando, quizá sintiéndose culpables por no cerrar la puerta y permitir así que el frío se cebase en él. En el sótano, en cambio, solo podía dedicarse a contar las baldosas. Ya lo había hecho. Eran cincuenta y dos filas de tres enormes losas en el pasillo.

Fuera como fuera, no le apetecía que nadie lo sorprendiera echándose una cabezada. Echó un vistazo al fondo del pasillo, como si cupiera alguna posibilidad de que alguien apareciera por allí. Luego miró hacia arriba, a la cámara de seguridad cuyo piloto rojo, encendido tal y como correspondía, indicaba que sus compañeros de la sala de seguridad eran los únicos que podían ver a qué se dedicaba mientras las horas pasaban allí abajo.

El problema, que Arthur no conocía precisamente por encontrarse varios pisos por debajo de la acera donde la vida londinense transcurría con la mayor normalidad, era que sus compañeros, en realidad, llevaban un rato sin poder verlo.

* * *

El caos en la sala de control amenazaba con alcanzar proporciones épicas. Nunca, desde que el encargado empezó a trabajar allí, había pasado nada parecido. Las cámaras, el circuito completo, se revisaban una vez a la semana. La última, si el parte no mentía, había sido dos días antes. Y, a decir verdad, a Robert, el supervisor, no le cabía ninguna duda de que el informe no mentía porque él había llevado a cabo todas las comprobaciones personalmente. Lo realizaba con escrupulosa puntualidad por varias razones. La primera, que le encantaba su trabajo y quería conservarlo. La segunda, que su sucursal estaba a la cabeza de la competición ese año. Hasta hacía un momento estaba seguro de ganar el viaje a Cancún que la empresa ofrecía a los miembros del equipo que presentaban menos incidencias. Pero esa certeza se esfumó cuando la cámara de la bóveda dejó de emitir las idas y venidas de Arthur para mostrarles un paisaje de estática que no había desaparecido por mucho que los operarios hubieran reiniciado los monitores.

—Hay que hacer algo. Ahí abajo hay más dinero de lo que valen todas nuestras vidas juntas. Smith, llama a Fitz y que te confirme que todo va bien.

En realidad se trataba de una comprobación absurda. Para llegar hasta la cámara acorazada había que pasar por al menos tres puntos de control. Nadie poseía las tarjetas de apertura de los tres excepto el director, de modo que era necesario contar con al menos un cómplice para realizar el trayecto completo. Pero la seguridad no terminaba ahí. Un vigilante cualificado se encargaba de custodiar la puerta. Aunque, bien mirado, Fitz era experto en control de accesos, no en situaciones de emergencia.

—No puedo hablar con él, jefe.

—¿Ese patán se ha dormido? No me lo puedo creer. —El supervisor se peinó el pelo hacia atrás con los dedos, lo que reveló unas entradas más que pronunciadas—. Si se ha dormido, te aseguro que ya puede ir buscándose un trabajo en un McDonald’s. No va a haber empresa de seguridad que lo contrate.

—No, jefe… Es decir, no lo sé.

—Hable claro, Smith, haga el favor. No estamos para perder el tiempo.

—No he podido establecer contacto. Solo oigo estática, como en el monitor.

—Déjeme eso.

Robert Whalley era un hombre enérgico, sobre todo en situaciones de estrés. Así que prácticamente empujó a su subordinado y casi lo hizo caer de su asiento. Una vez frente a los controles, activó el altavoz y pulsó el interruptor que debía devolverles ruido. Eso fue precisamente lo que oyó.

—Fitz, soy Robert Whalley, conteste, cambio.

Al otro lado el sonido del trasmisor no varió. Smith lo había descrito como estática. Pero a él no le parecía más que el sonido normal de cuando los aparatos permanecían inactivos.

—Se ha dormido.

—Señor, ese no es el sonido habitual —se atrevió a contestar Smith.

—Me da igual. Hay que bajar y ver qué ha pasado. Porque si no tendremos que llamar a la central, y estoy seguro de que ninguno de nosotros quiere que eso suceda.

Smith y su compañera, que hasta el momento había permanecido en silencio y prácticamente inmóvil, negaron a la vez con la cabeza. Parecían una pareja de perritos de los que los horteras usaban para decorar las lunas traseras de los coches.

El supervisor los entendía. Tampoco él quería informar de la incidencia. Para empezar porque lo primero que se pondría en tela de juicio sería su profesionalidad. En segundo lugar porque sabía que allí nadie había metido la pata en absoluto. Conocía a su equipo y confiaba en él. Incluso en el pesado de Fitz, que no hacía más que quejarse del mal tiempo y que ahora le estaba amargando la mañana porque se había quedado dormido justo en el momento en que una cámara decidía estropearse. Pero el motivo real de que no quisiera dar parte era que sabía cómo actuaba la empresa. Él quizá salvase el puesto de trabajo, pero a sus subordinados los despedirían. Sobraban los perfiles poco cualificados de gente joven dispuesta a hacer dobles turnos por el salario mínimo. Él no podía luchar contra el sistema, pero al menos podía evitar que la gran rueda se pusiera en marcha.

—Voy a bajar yo mismo a hablar con Fitz. Vosotros reiniciad el monitor en cuanto esa puerta se cierre a mi espalda. Seguro que la imagen ha vuelto antes de que yo llegue ahí abajo. Smith, voy a necesitar tu tarjeta.

—Señor, eso va contra…

—Sí, Smith. Va contra el protocolo de seguridad. Pero es una orden directa de tu superior, así que no te preocupes, es responsabilidad mía.

Whalley se dijo a sí mismo que no pasaba nada, que nadie sabría nunca que había bajado porque no iban a tener que informar de nada. Fitz estaba dormido, lo despertaría de una patada en el culo y listo.

—¿Cooper?

—Sí, señor —contestó la mujer—. Estás al mando. No va a pasar nada, pero si crees que hay que llamar a la central, llama. En cinco minutos estaré de vuelta.

—O puedo llamarle al móvil, jefe.

—En realidad no, porque los móviles están prohibidos en el trabajo y el tuyo está en la taquilla, ¿verdad?

La chica enrojeció de vergüenza antes de contestar en apenas un murmullo.

—Claro, jefe, perdone. No sé en qué estaba pensando.

Whalley sí lo sabía. Pensaba en lo mismo que todo el mundo. Porque todos se pasaban las reglas por el forro. Solo esperaba que de verdad no ocurriese nada, pues la lista de irregularidades que descubrirían sus superiores, si allí había una inspección, iba a ser larga.

Smith sacó su tarjeta de acceso del protector de plástico en que la llevaba colgada.

—Gracias, Smith.

No la usó para salir de la sala de control. No quería que el movimiento constara en su hoja de registro. Pasó la suya propia por el lector. La luz roja parpadeó, pero la verde no se encendió.

—¡No me jodas! —dijo entre dientes.

Volvió a intentarlo, pero obtuvo el mismo resultado.

—No puede ser, ¡joder!

—¿Algún problema, jefe?

Cooper dio una patada a su compañero, pero el supervisor no vio el gesto. Volvió a peinarse el pelo con los dedos y volvió a dejar al descubierto las entradas.

—No podemos salir. Vamos a tener que llamar, después de todo.

Sin embargo no lo hizo inmediatamente. Necesitaba calmarse. Si le cogían el teléfono y descubrían que había perdido el control, todo lo que podía ir mal iría mal. Además, lo primero que le preguntarían era qué había pasado. Y no tenía ni la menor idea.

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