Hacker

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Capítulo 2

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Capítulo 2

Lo que había pasado hacía unos pocos minutos, justo en el momento en el que Arthur Fitz se levantó a estirar las piernas, era que otro empleado anodino, en otro lugar de la sucursal, se había levantado de su silla con respaldo ergonómico. También él, como Amanda Cooper y el propio supervisor Whalley, llevaba el móvil encima y encendido. Como ellos, contravenía las directrices de seguridad del banco, pero nadie le reconvino por ello. Porque nadie tenía la menor idea de lo que estaba a punto de pasar. Al fin y al cabo, este empleado, cuyo nombre solo conocía el sistema informático del control de accesos, pasaba completamente desapercibido. No llegaba tarde, pero tampoco demasiado pronto. Tomaba un sándwich de huevo en su descanso y lo acompañaba de un té negro muy fuerte. Siempre enjuagaba su taza, blanca, sin distintivos. Iba al baño siempre a la misma hora, tardaba unos pocos minutos y regresaba a su puesto sin haberse comunicado con nadie. Vestía camisa blanca de manga larga tanto en verano como en invierno, así que ninguna persona conocía la mancha de nacimiento que habría podido ayudar a identificarle en caso de necesitar una identificación.

El día de los hechos se levantó de su asiento casi a la misma hora de todos los días. Quizá un minuto antes o un minuto después. Lo hizo como respuesta a la vibración del móvil en el bolsillo. Una vibración que se correspondía con la recepción de un mensaje muy concreto. Le sudaban las manos al abandonar el escritorio, pero no olvidó la taza del té. Siempre la llevaba consigo para enjuagarla, y no podía permitirse que alguien sospechara que ese día era diferente del resto. Tampoco era que ninguno de los otros empleados le prestase la menor atención. Unos pocos trabajaban en sus tablas de Excel llenas de cifras. Otros pocos se habían conectado a Internet y revisaban sus correos electrónicos personales. Como en cualquier empresa.

Así que se dirigió al baño como cada día. Como cada día lavó la taza de té y la dejó junto a uno de los lavabos. Sacó el móvil del bolsillo y leyó el mensaje. Efectivamente, era el que esperaba. Se había preparado a conciencia para lo que sucedería a continuación. Solo tenía que entrar en el cubículo adecuado.

Lo hizo. Alguien había dejado allí un paquete. Parecía demasiado pequeño para contener lo que él necesitaba, pero lo abrió de todos modos. Pensó que, desde los atentados del 11S y el ataque al metro de Londres en 2005, nadie se arriesgaba ya a abrir paquetes ajenos. Pero aquel no era un paquete ajeno en realidad, sino una herramienta para que él pudiera cumplir su misión. Dejaría un legado. Pocos lo comprenderían, sabía eso. Pero no le importaba.

Doblado por manos expertas, de la caja de cartón sin distintivos salió un mono de trabajo azul. Lo acompañaban un chaleco y una gorra con un logotipo bordado. A sus ojos parecían auténticos. Se vistió, tal como le habían indicado en su entrenamiento, y salió del baño. En el bolsillo del mono había dos tarjetas magnéticas. Debían servirle para pasar los tres controles de acceso dobles hasta llegar a la cámara acorazada.

Si los empleados de la compañía de seguridad no hubieran estado tan ocupados en decidir si llamarían a la central, por quién preguntarían y qué dirían exactamente, se habrían dado cuenta de que la cámara de la bóveda no era la única que devolvía imágenes de estática. Pero tenían muchas preocupaciones para fijarse en eso, así que el empleado desconocido llegó hasta el pasillo perpendicular a aquel en el que se encontraba Arthur Fitz. Se detuvo a una distancia prudencial de la esquina y esperó.

* * *

Arthur había hecho todo lo posible para evitarlo, pero los párpados le pesaban tanto que se le cerraban. Era por la falta de estímulos, estaba seguro. Quería conservar aquel puesto. Allí hacía calor y nadie lo molestaba. Pero para lograrlo debía ser capaz de mantenerse despierto.

Había pensado en echar una cabezadita aprovechando el único ángulo ciego de la cámara. Charles le había dicho, más o menos, dónde estaba. Él lo usaba para leer una página o dos en su lector digital. Se trataba de un dispositivo muy fino que cabía en el bolsillo interior de la chaqueta. Así las mañanas se le hacían más amenas.

A Arthur no le gustaba especialmente leer, pero algo tendría que hacer. Allí había menos movimiento que en una funeraria tras la hora del cierre. Pensaba precisamente en que los suelos de las funerarias solían estar tan bien pulidos como aquel cuando le pareció oír algo. Habría jurado que alguien caminaba con pasos quedos más allá de la esquina, al fondo del corredor.

Se alegró de la novedad. Bien podía ser que estuviera perdiendo la cabeza. O que Whalley, el supervisor, lo estuviera probando. Arthur sabía que no confiaba en él. Si lo mandó a la cámara acorazada era porque no había nadie más disponible. Era el de mayor antigüedad, así que no le había quedado más remedio. Pero si hubiera sido por el encargado, Fitz seguiría chupando corrientes de aire en la puerta. Así que se puso muy derecho dentro de su uniforme barato de vigilante. Casi pareció que se cuadrase. Echó a andar y, por una vez, no contó las cincuenta y dos baldosas que lo separaban de la pared del fondo.

Entonces se fue la luz.

—¡Mierda! —dijo en voz alta. Y las paredes le devolvieron la reverberación de su propia voz repetida un millón de veces.

Si había alguien escondido tras la esquina, este sería el momento perfecto para atacarlo. Estuvo a punto de llamarse imbécil en voz alta por pensar esas cosas, pero no lo hizo. Necesitaba que el lugar permaneciese en silencio. Si alguien se movía en aquella oscuridad y en silencio, él lo sabría. Por fin podría demostrar que sí tenía los sentidos agudizados gracias a su trabajo de vigilante.

Contuvo la respiración y le pareció que su corazón latía demasiado fuerte, pero de todos modos lo oyó. Un sonido de pisadas. Se pasó la lengua, seca de repente, por los labios y sintió como si se los acariciase con una lija gruesa. Casi de inmediato vio la luz. Un haz de luz blanca e intensa. Se parecía sospechosamente a la de su propio móvil.

—¡Alto! —dijo—. Está prohibido usar teléfonos móviles en todo el recinto del banco.

Si hace un momento se había sentido estúpido, en ese instante le pareció que no podía haber nadie más ridículo sobre la faz de la Tierra. ¿De verdad acababa de darle el alto a alguien por llevar encendida la linterna del móvil? ¡Lo grave era que alguien hubiera llegado hasta ahí él solo!

Contra todo pronóstico, la luz que se había dirigido hacia él se detuvo.

—Mi nombre es Martin Stewart, de mantenimiento. Por lo visto la cámara de aquí abajo no funciona. Debe de ser un fallo masivo, porque acaba de irse la luz.

Arthur se dio cuenta de que podía haber dormido un buen rato sin que nadie se percatase, y se lamentó por no haber aprovechado la oportunidad.

—No me han avisado —contestó Arthur. Y sacó su propio teléfono móvil del bolsillo interior de la chaqueta. Suponía que le caería una bronca por haberlo llevado cuando se redactara el informe, pero si el de mantenimiento podía llevarlo, ¿por qué él no? Se apresuró a activar la aplicación de la linterna.

—Me lo imagino. Por lo visto se han cortado todas las comunicaciones internas. Ahí arriba están como locos. No tienen ni idea de qué ha podido pasar.

—Ajá —dijo Arthur como toda respuesta. No se le ocurrió comprobar si su walkie funcionaba.

—Hablando de pasar… ¿Crees que puedo acercarme y hacer mi trabajo? La cámara está al fondo, ¿no? Junto al cofre del tesoro.

Arthur no quería sonreír, pero la verdad era que la ocurrencia tenía gracia. Se mirase por donde se mirase, aquello era un cofre del tesoro en toda regla. Él ni siquiera sabía cuánto dinero había dentro.

—Voy a necesitar tu identificación. Ya me acerco yo a donde tú estás. Se supone que es una zona restringida. Y, por cierto, también se supone que no puedes bajar solo. ¿No tienes un compañero? Los accesos funcionan con dos tarjetas.

—Se ha puesto enfermo, pero me ha dejado su pase. Si tú no lo cuentas, yo me callaré lo de tu móvil.

El tío era gracioso, sí, pero aquel último comentario no le gustó especialmente a Arthur.

—Pero identificación sí tienes, ¿no?

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