Hacker

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Capítulo 3

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Capítulo 3

Estaba ya lo bastante cerca de él para poder enzarzarse en una pelea física si hacía falta. Sospechaba que no saldría muy bien parado si se daba el caso. A aquella distancia vio que el rostro del tal Martin Stewart se iluminaba por un momento. Casi inmediatamente él apagó la linterna y la luz regresó. Arthur tuvo que entrecerrar los ojos para que se le acostumbrasen las pupilas.

—No tengo mucho tiempo —insistió Martin—. Me obligan a confirmar que aquí no ha pasado nada y luego me esperan en otra sucursal. Lo siento.

Mientras hablaba, se llevó la mano al pecho. De allí colgaba una tarjeta magnética con una fotografía que mostraba la cara de Stewart, aunque muy poco favorecida.

—Pasa.

Arthur se hizo a un lado y el tipo pasó con una determinación que su voz no había dejado adivinar. No llevaba caja de herramientas ni escalera. Arthur supuso que, para arreglar lo que fuera allí abajo, bastaría con algunas órdenes a través del teléfono.

Stewart no prestó la menor atención a la cámara de seguridad estropeada y eso fue lo primero que puso a Arthur sobre aviso. Algo no iba del todo bien, aunque no supo identificar con exactitud de qué se trataba. El supuesto empleado de mantenimiento se dirigió directamente al sistema de control de la cámara acorazada. Extrajo una consola que Arthur no tenía la menor idea de que existía y tecleó varias secuencias de código. La puerta, muy pesada, se abrió con un clic casi ridículo.

Más tarde, Fitz se lamentaría por no haber reaccionado de inmediato, pero la verdad es que le pudo la curiosidad. Charles, el compañero al que sustituía, nunca había visto el interior de la cámara. Y eso que llevaba años trabajando allí. Pero él iba a tener esa suerte en su primer día. La imaginaba llena de pilas de billetes de cincuenta libras.

El contenido de la cámara lo decepcionó, pues aquello no era más que una habitación cuadrada, bien iluminada pero un poco sórdida. Dos de las paredes estaban cubiertas de puertecillas que probablemente daban acceso a cajas de seguridad privadas de clientes. En el centro había una mesa vacía. Nada de fajos de billetes que se pudieran llevar de allí en bolsas de deporte.

Pensar en un hipotético robo le recordó que con él estaba un tipo altamente sospechoso que no se comportaba en absoluto como un encargado de mantenimiento. De hecho, seguía sin hacer ni caso al circuito cerrado de televisión. Había extraído otra consola de una de aquellas cajas de seguridad y tecleaba con rapidez. Como si le faltase el tiempo.

Arthur maldijo a Charles por haberse enfermado precisamente ese día. Ahora él tenía que detener al tipo o dar aviso. Optó por la segunda opción y descolgó el transmisor de su cinturón. Giró el botón superior hasta la posición de encendido y se dirigió a sus compañeros.

—Aquí hay un empleado de mantenimiento, chicos, ¿lo habéis enviado vosotros? Cambio.

Tal como el propio Stewart había dicho unos minutos antes, no le fue posible establecer comunicación. Que el empleado lo supiera, por algún motivo, le pareció más raro de lo debido. Si las comunicaciones fallaban, ¿por qué ninguno de los demás vigilantes había acompañado al desconocido? No tenía sentido. Nada de lo que pasó desde que se fue la luz respondía a ninguna lógica. Ni a ninguno de los protocolos y las directrices que le habían obligado a leer antes de dejarlo bajar.

Mientras Arthur dudaba sin llegar a tomar ninguna decisión, Martin envió un mensaje. Le vio pulsar las letras de su pantalla táctil y dar a la flecha correspondiente. Aquello sí que no tenía nada que ver con solucionar un problema del banco. Ya no le cabía ninguna duda.

—Acabo de avisar a mi central de que esto no pinta bien. Los sistemas de la caja funcionan. He comprobado los circuitos exteriores e interiores y esto va bien. Así que la incidencia va a ser culpa vuestra.

—¿Disculpa?

—No tuya, claro. No creo que tú hayas hecho nada personalmente para cargarte el circuito, pero alguien tiene que responder y el problema es externo.

La pantalla del móvil se iluminó. El tipo acababa de recibir otro mensaje.

—Perdona, tengo que contestar.

—No creo que…

—Es mi jefe, de verdad que tengo que contestar.

Ante la mirada atónita de Arthur, Martin leyó el mensaje que le había enviado su jefe y le contestó. De repente le parecía que la calefacción del sótano era excesiva.

Volvió a probar el transmisor, pero del aparato solo salía ruido de estática. Estaba solo. Llevaba meses deseando que lo cambiaran de puesto. Meses buscando la soledad. Y en ese momento la cambiaría por otros cinco años de viento helado junto a la puerta de la sucursal.

El tal Stewart seguía enviando mensajes como loco. Arthur solo podía hacer una cosa. Entró en la cámara acorazada en la que todavía no había puesto un pie y amonestó al intruso.

—Mira, no sé si eres de mantenimiento o no, pero todo esto es muy raro. Aquí no se puede usar el móvil, así que entrégamelo, por favor. Y ahora me acompañas y salimos los dos de aquí, que esto está por encima de mi competencia, joder.

Muy lejos de entregar su móvil, Martin se lo metió en el bolsillo trasero del mono de trabajo y lanzó un gancho de izquierda que fue a alojarse en la mandíbula inferior de Arthur. Para cuando llegó al suelo ya había perdido el conocimiento. De hecho, el golpe fue tan fuerte que le partió la propia mandíbula. Cuando despertara iba a necesitar morfina durante una buena temporada.

Martin no le prestó demasiada atención. No quiso pegarle tan fuerte. En realidad, no quiso pegarle en absoluto. Pero el hombre se había puesto muy pesado hasta el punto de hacerle perder los nervios. Y lo peor no era que hubiese perdido el control, sino que el tiempo se le echaba encima.

Miró el reloj del móvil. Los números de la pantalla no le ayudaron a tranquilizarse. Continuó tecleando en la consola y enviando mensajes. El sudor perlaba su frente y apenas controlaba el temblor de las manos. Tuvo que corregir el texto del último mensaje al menos dos veces.

Eso no era algo que pudiese permitirse. Fuera necesitaban aquella información, pero no serviría de nada si no enviaba los datos correctos. Un error podía ser fatal. Respiró hondo, se pasó la manga áspera del mono azul por la frente y siguió con su empeño. De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro en dirección al exterior. Aparecerían de inmediato, así que más le valía darse prisa.

En realidad, si hubiera estado un poco más calmado, habría notado que el silencio absoluto del pasillo ya no era tan absoluto. Pero le preocupaba más enviar la información que le habían pedido que su propia seguridad. Por eso no se dio cuenta de que un grupo de hombres de uniforme, equipados con armas y munición real, se habían acercado lo suficiente para no solo abortar su misión, sino también su vida.

Vio a uno de ellos por el rabillo del ojo y eso hizo que algo encajase como la última pieza de un puzle en su cerebro. No podía parar. Quizá aquello lo matase, pero no podía parar. Por fin se habían dado las circunstancias necesarias para que llegara así de lejos. No se repetirían al día siguiente, ni a la semana siguiente.

Dejó de teclear y ocupó sus últimos minutos de vida sacando y enviando fotos. Fuera tendrían que procesar los datos, pero al menos los tendrían.

En segundo plano, muy lejos, oyó una voz acostumbrada a que sus resoluciones se acatasen sin dilación. Le ordenaba que se detuviese. Pero no había nadie allí abajo capaz de hacerle desistir. ¿A quién pertenecía esa voz? ¿Existía realmente o eran sus dudas, saboteando una vez más algo por lo que todos habían luchado tanto? La ignoró.

El siguiente mandato no se dirigía a él. La oficial al mando ordenó a sus hombres que abrieran fuego. El primer impacto, a aquella distancia y en un lugar cerrado, hizo que se diera la vuelta involuntariamente. También lo dejó sordo. Lo último que vio antes de morir acribillado fue un montón de estallidos y las cabezas de un grupo de DJ’s. En la confusión tomó los protectores auriculares de los soldados por la herramienta de trabajo de los disyoqueis.

Poco quedaba del cuerpo de Martin Stewart cuando la teniente O’Brian entró en la cámara acorazada. Vio el cuerpo aparentemente inerte de Arthur en el suelo, pero no le prestó atención. En cambio recogió el teléfono del empleado anodino que llevaba tres años tomándoles el pelo.

—Hemos llegado tarde —dijo en voz alta—. Llamad a alguien para que recoja los despojos. Y una ambulancia. Aquí hay un vigilante herido. A lo mejor lo hemos dejado sordo.

Uno de sus hombres desapareció pasillo adelante para cumplir sus órdenes. Los demás se quedaron allí, esperando que les dijeran lo que debían hacer. A O’Brian le habría gustado saber qué decirles. Le habría encantado, pero el hecho era ese: llegaron tarde.

—Salid de aquí. Todos. Volved a vuestros puestos.

El grupo no vaciló ni le hizo más preguntas. Eso la tranquilizó un tanto. Aunque nada conseguiría devolverle la serenidad de verdad hasta que aquello terminara. Porque aquel no era el primer intento fallido de detener a un hacker. Y algo le decía que no sería el último. Aquellos insidiosos entrometidos parecían saberlo todo. Por eso habían escogido ese objetivo y no otro. La sucursal de Paternoster Square solo empleaba a dos cajeros y un director. Eso era todo lo que se veía desde fuera. El acceso a las oficinas reales y a la información que habían robado se llevaba a cabo desde otra calle. Tenían gente dentro. Mucha gente dentro.

El MI5 necesitaba ayuda. Y maldita la gracia que le hacía a la teniente O’Brian reconocerlo.

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