Hacker

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Capítulo 7

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Capítulo 7

No lo rechazó. Y no fue por falta de razones. Hasta ese momento la SCLI, representada por Nefilim, y él se habían entendido gracias a un acuerdo expreso de no injerencia. Max no se metía en los motivos que se hallaban tras sus misiones y la SCLI no le decía cómo debía llevarlas a cabo.

Eso se había terminado en el momento en que le obligaban a trabajar con un compañero y lo alejaban de su equipo. Recordó por un momento a la agente Martínez. Pero aquel había sido un caso diferente. La Inteligencia española la puso a cargo de la misión. No se la habían endosado como agente de campo.

Sin mencionar que Semus no se parecía en nada a Ana, con la que Max mantuvo una relación corta pero intensa cuando terminó la misión. No. Semus Riordan era un hombrecillo de estatura media, aunque al lado de Max parecía bajo. Claro que Max medía más de un metro ochenta. No eran muchos los hombres que lo superaban en altura. Ni en muchas otras cosas.

Sin embargo, no era el aspecto físico de Semus lo que le fastidiaba. Mei, su experta en telecomunicaciones, tenía la apariencia de una frágil dama oriental. Pero Max sabía que tras la ropa holgada había una musculatura de acero y un cerebro privilegiado que, sencillamente, sabía cómo funcionaban las cosas. Como si sus sinapsis neuronales se establecieran de manera automática. En cambio, de su nuevo compañero no sabía nada más allá del hecho de que había comprobado tres veces si llevaba bien abrochado el cinturón de seguridad cuando se sentó en el asiento del copiloto.

Max conducía con prudencia. Jamás se le habría ocurrido dejar en manos de aquel hombrecillo su vida. Ni siquiera a bordo de un coche tan repleto de gadgets que el salpicadero parecía una bola de discoteca. Y si no podía permitirle conducir, ¿cómo iba a fiarse de él cuando su vida dependiera de ello?

Volvió a concentrarse en la carretera. En un par de ocasiones había mirado al hacker y este había enrojecido hasta la raíz del cabello, como una colegiala enamorada o un alumno sorprendido en falta. Pero mirar la calle no era una tarea tan sencilla como pudiera parecer.

Además del indicador de combustible, del velocímetro, del reloj y el resto de los instrumentos típicos de un automóvil, aquel mostraba toda una serie de indicadores que Max no tenía la menor idea de para qué servían. Por añadidura, la pantalla del GPS no dejaba de parpadear con información que aparecía y desaparecía. Al principio había pensado que se trataba de avisos de radares y controles de velocidad, aplicaciones de reconocimiento de señales y ese tipo de cosas, pero pronto se dio cuenta de que no.

A medida que los edificios de cuatro o cinco plantas y bajos alquilados por franquicias daban paso a residenciales de tres pisos y fachadas de ladrillo visto ajadas por el tiempo cuyo único adorno eran los grandes cubos negros de la basura, Max se dio cuenta de que el estado del tráfico nada tenía que ver con los puntos intermitentes de la pantalla.

Trató de no prestarles atención, pero le mataba la curiosidad. Si en vez de Semus hubiera sido Mei quién se sentaba a su lado, ya conocería la utilidad de absolutamente todo el equipamiento extra. Quizá la desconfianza no se encontraba solo en el lado de Max.

—Perdona, Semus, ¿me explicas qué son todos esos puntos de colores? Me están volviendo loco.

Semus abrió la boca, pero de sus labios no salió ninguna palabra. Se quedó allí, boqueando como un pez fuera del agua, cada vez más colorado. Max lo miraba por el rabillo del ojo, azorado por un acceso de vergüenza ajena. No podía creer que de verdad le hubiera tocado en suerte alguien tan asustadizo que no fuese capaz de contestar una simple pregunta. No insistió. No quería que la situación empeorase.

—Es un localizador de ordenadores conectados a Internet. Los amarillos son conexiones normales. De ADSL o fibra. Los rojos son conexiones especiales. Si hay alguna que no estuviera en nuestra base de datos, la registramos. Siento mucho si el sistema te distrae, pero es necesario.

—¿Conocéis todas las conexiones de Internet de Londres?

Semus negó con la cabeza. Escondió las manos entre los muslos y se puso todavía más colorado.

—Todas las de Gran Bretaña, de momento.

Lo dijo con cierto orgullo que a Max no le pasó desapercibido. Tampoco se le escapó que no había dicho Inglaterra, sino Gran Bretaña. No tenía los datos ni la posibilidad de que Mei se los confirmara, pero eso eran muchas conexiones. Y una violación de la intimidad de un montón de ciudadanos que no habían autorizado formar parte de ninguna base de datos.

—¿Y eso es legal?

—El registro de usuarios de Internet es público. Podríamos obtenerlo de las compañías telefónicas, pero eso alertaría al enemigo.

Max no podía creer que de verdad hubiera oído esa frase. ¿El enemigo? ¿Quién hablaba así? De todos modos, dejó que Semus continuase.

—En realidad las conexiones comunes no nos interesan. Rastreamos conexiones a la Deep Web y a redes no comerciales. Ahí quizá encontremos algo de lo que el Gobierno está buscando.

—Ya veo —dijo Max como toda respuesta. Y siguió conduciendo.

La conversación murió ahí. Max no quiso preguntar nada acerca del resto de gadgets, todos ellos electrónicos, que veía en el coche.

Además, el tráfico se estaba poniendo insoportable. Lógico, puesto que Semus había decidido que se encontraran en el Centro a hora punta. Iba a ser imposible que salieran de la ciudad antes de las cuatro.

—Siento los inconvenientes. Sé que la mejor hora para conducir en Londres son las once y cuarto de la mañana o las siete de la tarde, pero no he podido salir antes. La verdad es que no salgo mucho.

Max estaba seguro de eso. Su tono de piel macilenta así lo demostraba. De lo que no estaba tan seguro era de cómo se las apañaba para saber lo que estaba pensando. Max conocía los trucos de los mentalistas; esos adivinos que parecían saber lo que su público tenía en la cabeza en cada ocasión. Pero llevarlos a cabo requería de una gran capacidad de observación y de la posibilidad de ejercitarla. Desde el asiento del copiloto, a su izquierda, Semus no podía ver más que el perfil de Max.

—¿Hay algún espejo oculto?

Semus enrojeció de nuevo, pero sonrió.

—Claro. Varios. Y cámaras ocultas. Te veo a través de las gafas. Es donde están los receptores.

—Conozco a alguien a quien le encantarían. Por mi parte, reconozco que me has impresionado.

En ese momento un coche blanco, híbrido, se cruzó delante de Max. Se trataba de un movimiento absurdo, como la mayoría de los que provocaban accidentes de tráfico en las grandes ciudades. La impaciencia y el mal humor tenían la culpa.

Max no tocó el claxon. Que el resto de conductores no tuviera el menor autocontrol no era motivo para presionarlos más.

Semus, en cambio, tenía otros planes. Sacó las manos de entre los muslos y pareció que consultaba la hora. Para entonces Max sospechaba que ninguno de sus gestos era casual. No le gustaban especialmente las personas que se escudaban tras dispositivos electrónicos y pantallas, pero debía reconocer que aquello le provocaba cierta curiosidad.

No tuvo que esperar mucho.

—Reduce la velocidad.

Max miró por el retrovisor, accionó las luces de aviso y frenó hasta casi detenerse. El tráfico ya era lento de por sí.

Entonces sucedió. El coche blanco que acababa de adelantarlos deceleró. Lo hizo de manera gradual.

—¿Y bien? —preguntó Max.

—Tenía mucha prisa. He bloqueado sus sistemas eléctricos. En ciudad el motor eléctrico manda sobre el de gasolina, así que los híbridos están vendidos. Enseguida le devuelvo su autonomía.

—¿Sabes que en realidad lo que has hecho ha sido poner en peligro a personas que no tenían nada que ver con esto?

—No.

—¿Cómo qué no? —dijo Max.

—Vamos tan despacio que, incluso de producirse un accidente, nadie habría resultado herido. Pero las estadísticas dicen que un gran número de conductores creen en el karma.

—¿Disculpa?

—No es una creencia seria, claro. —Semus no podía ruborizarse más. En ese momento ya parecía casi iridiscente—. Mencionan el karma una o dos veces al día. En ocasiones echan la culpa de su mala suerte a pequeñas infracciones cometidas. Este tipo de comportamiento se llama pensamiento mágico. Es el mismo tipo de mapa mental que hace que la mayoría de seres humanos echen la culpa de sus errores a la mala suerte. La cuestión es que el karma, por muy inexistente que sea, hará que ese conductor no cometa ninguna infracción evitable en las próximas dos horas. Está estudiado.

Max no contestó. Estuviera estudiado o no, aquella pequeña vendetta de Semus no decía nada bueno de él. Era un tipo nervioso que pasaba demasiado tiempo encerrado y que leía estudios marginales sobre comportamiento humano para usarlos en embotellamientos. De todos los compañeros posibles, Nefilim había escogido al menos compatible.

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