Hacker

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Capítulo 9

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Capítulo 9

—No te fías de mí —dijo Semus sin que aquello pareciera venir a cuento. Pero era cierto, y Max no veía motivo alguno para no darle la razón cuando evidentemente la tenía, así que asintió.

—No te conozco, te dedicas a una disciplina que no controlo y me obligan a trabajar contigo. No es nada personal.

—¿Te obligan?

Semus alzó una ceja con cierta ironía. A Max le intrigó saber qué derroteros tomaría la conversación a partir de ese momento. En el exterior, el tráfico seguía imposible. Los discos de los semáforos cambiaban con su cadencia habitual, pero había tantos coches y tantas personas que solo un par de vehículos se las apañaban para avanzar cada vez que el verde hacía su aparición. Llevaban allí al menos veinte minutos y no habían avanzado más que unos pocos metros. A ese paso, todavía tardarían otro cuarto de hora en cruzar el semáforo. Tres vehículos los separaban del paso de cebra. Un hombre que debía de haber salido a correr trotaba estático en su lado de la acera, a la izquierda de Max. Era el único peatón que no se arriesgaba a cruzar en rojo. Desde luego, no llegaría muy lejos. Una pareja de ancianos que se apoyaban en sí mismos y en sendos bastones se acercaban también al cruce. Una mujer demasiado abrigada empujaba un carrito de bebé, Max le prestó demasiada atención. La temperatura no justificaba un abrigo largo y un sombrero. Aunque las mujeres que acababan de ser madres solían padecer trastornos térmicos. De todos modos, no le quitó ojo de encima. Deformación profesional.

—Yo no creo que nadie te haya obligado a nada desde la muerte de Arcángel.

Que Semus conociera el nombre de su mentor, y lo pronunciase, resultaba mucho más perturbador que cualquier mujer empujando un carrito.

—Has buscado a los culpables desde entonces y eso es lo que te lleva a aceptar las misiones de la SCLI.

Segunda mención de algo que aquel hombrecillo pálido y delgado no debía saber.

—No te obligan a trabajar conmigo. Lo haces porque sabes que necesitas ganarte la confianza de Nefilim.

Ahí estaba el tercer dato absolutamente secreto. Ni siquiera Dylan y Adam conocían el nombre de su contacto. Hasta que el mismo Nefilim contactó con Mei, tampoco ella lo conocía. Y Mei era una de las mayores expertas en tecnología de la información. Aquello no tenía buena pinta.

—Te digo todo esto para que sepas hasta dónde somos capaces de llegar. Nadie más en mi grupo tiene esta información. Ni siquiera Toei. Las bases de datos inexistentes —Semus hizo el gesto universal de dibujar unas comillas en el aire para subrayar que lo de inexistentes no era más que una forma de hablar— son mi especialidad. Sé quién eres. Conozco tus motivaciones. Y te lo estoy diciendo aquí sentado, en el asiento del copiloto del coche que conduces. Podrías matarme sin parpadear. Aunque luego te remordería la conciencia. Confieso que prefiero que la tengas. Los mercenarios despiadados no son de fiar. El caso es que podrías matarme y yo no sería capaz de defenderme. Pero te estoy diciendo todo esto. Y veo perfectamente que los nudillos se te han puesto blancos, lo que quiere decir que estás apretando el volante con fuerza. Probablemente para no pegarme. Pero estamos del mismo lado y confío en que no lo harás.

—No lo haré —dijo Max entre dientes. Al fin y al cabo, entendía que esos pocos datos, dichos así, sin venir a cuento, eran la prueba de que Semus y el tal Toei sabían lo que hacían. Y sus habilidades les vendrían bien. Si podían rastrear el pasado y el presente de Max sin problemas aparentes, podrían rastrear cualquier cosa o a cualquier persona de la que existiera un registro.

—¿Sabe Nefilim…?

—Supongo que después del ataque de La Furia a los servidores de la SCLI le parecerá que todo es posible, pero no. No sabe que también nosotros los hemos espiado. Además, La Furia ha abierto una brecha en la seguridad, pero no tan grave como lo que parece que te han hecho creer.

Max asintió. Nefilim debía de haber exagerado las cosas para que la imposición de un compañero pareciese más razonable de lo que en realidad era. En eso Semus se equivocaba hasta cierto punto. Su presencia allí sí era obligada.

—En el semáforo gira a la izquierda. Ya no falta mucho para que salgamos de este infierno.

—Si es que llegamos hasta él. Esto es una tortura —contestó Max.

—Bueno, esto es Londres. Pero, mira, ya solo hay un coche delante. En el próximo cambio de luz pasamos.

Max echó una última mirada a su compañero. Por mucho que lo intentaba, no conseguía que le gustase. Era inteligente y su aparente timidez había revelado a un hombre con el coraje suficiente para hablarle de cosas que otro no se habría atrevido a mencionar. Pero no podía dejar de desconfiar de aquellos que se escondían tras la tecnología para lograr sus fines. Max era un hombre de acción, y la acción era lo que comprendía.

Incluso si salían de aquel atasco enseguida, la misión no sería agradable. Esperó que al menos no se prolongase demasiado y dio gracias cuando vio que el semáforo comenzaba a parpadear, lo que significaba que pronto cambiaría de color y les permitiría salir de allí. Faltaban apenas unos segundos para que la luz se pusiera verde.

Iba a acelerar y meter primera, pero le dio la sensación de que algo no terminaba de estar bien. No sabía identificar qué con exactitud. La mujer que esperaba, como él, el cambio de rojo a verde en el carril de la derecha se retocaba el maquillaje con prisa. Le sonrió de soslayo cuando notó que la observaba. En dirección contraria a la suya, al otro lado del paso de cebra, otra mujer parecía reñir a alguien a quien Max no podía ver porque se encontraba en el asiento de atrás. Quizá a sus hijos. Miraba por el retrovisor y tenía todo el aspecto de estar gritando. Lo mismo podía estar teniendo una pelea por teléfono y solo miraba el tráfico que se agolpaba tras ella.

La mujer del abrigo y el carrito de bebé parecía dispuesta a lanzarse a la calzada en cualquier momento. La mente de Max, entrenada para detectar todo tipo de comportamientos extraños, imaginó que en el cochecito no viajaba un bebé, sino algún tipo de artefacto explosivo. Sacudió la cabeza para descartar la idea. No tenía ningún sentido. Frente a ella, en la otra acera, dos ancianos también se disponían a cruzar. Uno de ellos se apoyaba en un andador. Parecía frágil y demasiado lento para alcanzar su destino antes de que el semáforo pasase de nuevo de verde a rojo. Sin duda, los conductores más impacientes lo saludarían con una andanada de cláxones airados y gestos irrespetuosos.

En cuanto formuló esa idea, Max supo qué era eso que no encajaba. Todos los semáforos iban a ponerse en verde al mismo tiempo. Estaba clarísimo. Todos los peatones y todos los conductores se lanzarían a la vez sobre el paso de cebra. Se recriminó no haberse dado cuenta. Ante sí se desarrollaba una escena que había visto miles de veces. La impaciencia acuciante que cambiaba el gesto de los conductores pocos segundos antes de que retomaran la marcha. Como si las luces rojas de los semáforos los hubieran retenido durante siglos y no durante un par de minutos a lo sumo.

—¡Mierda! —gritó.

Echó el freno de mano justo en el momento en que el vehículo que le seguía, una furgoneta blanca que anunciaba las bondades de la fruta fresca que su dueño vendía en Islington, se empotraba en la parte trasera del coche. Afortunadamente, las horas de entrenamiento le dotaron de una musculatura que protegía sus cervicales. No estaba seguro de que Semus pudiera decir lo mismo. En cualquier caso, eso era lo de menos. Había logrado detener el paso de vehículos por aquel carril.

De repente, todo fueron cláxones y sonidos de frenadas. Quienes habían arrancado se vieron obligados a detenerse de golpe para no atropellar a los peatones. El frutero de Islington palideció primero y se puso a tocar la bocina después. La colisión en cadena no se hizo esperar.

Por su parte, Max iba a preguntar a su compañero cómo se encontraba, pero el hacker ya había salido. Muy propio de gente como él; personas que pasaban media vida entre pantallas, cables y teclados y que luego no sabían cómo enfrentarse al mundo real. Por supuesto, lo que hacían a la primera oportunidad era huir. Algo comprensible pero tremendamente estúpido. Al fin y al cabo, lo peor ya había pasado. Max tenía la sensación de que lo veía todo a cámara lenta. La mujer del maquillaje, a su derecha, aferraba el volante como si le fuera la vida en ello. Los airbags de la madre que gritaba a sus hijos habían saltado. Con un poco de mala suerte le habrían roto la nariz, o un par de costillas.

Max buscó a la mujer del abrigo pesado. No hubo ninguna explosión, así que el carrito debía de estar ocupado por un bebé después de todo. Ella se cubría los ojos con las manos. Del cochecito no había ni rastro. Cornell abrió la portezuela del coche. Por fortuna, el golpe que le propinó la furgoneta no había sido tan fuerte como para dañarla. Salió casi de un salto. La mayor parte de los conductores se dividían en tres grupos: los atrapados por los airbags, los paralizados por su propio miedo y los que daban vueltas alrededor de sus vehículos, gesticulando como locos y calculando el coste de las reparaciones.

En todo aquel barullo solo había dos personas que se ocupaban de los peatones. Uno era él, que no tenía el menor reparo en saltar sobre los capós y añadía así nuevas abolladuras que incluir en los partes del seguro. El otro era Semus, más prudente, pero que, para sorpresa de Max, se dirigía al mismo sitio que él. Ambos habían localizado por fin el carrito, atascado entre uno de los vehículos y la barandilla negra que separaba la acera de la calzada. El auto, verde y oxidado, era tan viejo que no parecía posible que todavía fuese capaz de moverse. El cochecito no parecía haber sufrido daño.

Semus llegó antes que Max. Se las arregló para rodear el pedazo de chatarra verde, cuyo conductor apretaba tanto los ojos que debían de dolerle. Como si cerrarlos fuese a eliminar la realidad de lo que acababa de suceder.

Max no se detuvo, pero cuando vio que el bebé lloraba con ganas en brazos de su nuevo compañero, cambió de dirección. La pareja de ancianos le debía la vida a los achaques de la edad, por muy irónico que sonase. Como no se movían con la rapidez suficiente, no habían llegado a poner un solo pie en el paso de cebra, así que ningún coche los alcanzó. De todos modos, quizá por el susto, el hombre se había caído. El andador yacía abandonado a escasos centímetros de su mano, pero no parecía que pudiera alcanzarlo.

En otras circunstancias cualquiera de los presentes habría llamado a una ambulancia, pero en medio del caos generalizado en que se convirtió la calle, cada uno se ocupaba exclusivamente de sus cosas.

Llegó a la altura de la pareja. La mujer se inclinaba sobre el cuerpo del hombre un poco como una ciudadana japonesa que hiciera una reverencia. En cuanto vio a Max, le agarró del antebrazo.

—Ayúdenos, por favor. Compruebe que mi George no se ha roto nada. Se lo tengo dicho, que tenga cuidado. Menos mal, madre mía. Menos mal que no hemos cruzado. Mírelo, por favor. Yo no puedo agacharme. No puedo, de verdad, por favor.

Max asintió.

—¿Está usted bien? —preguntó para asegurarse. Aunque, a juzgar por su vitalidad, la anciana se encontraba estupendamente.

—Yo sí. No me pasa nada. Es la artrosis. No puedo ni atarme los zapatos por la mañana. Por eso llevo estas cosas horribles en los pies. —Max no pudo evitar un vistazo fugaz. El calzado de la anciana era francamente horroroso. Al menos tenía pinta de ser cómodo—. Pero George se ha caído y no puede levantarse.

Efectivamente, inmóvil y con los ojos como platos, el hombre los miraba desde el suelo. Uno de sus iris estaba cubierto por completo por una catarata blanca, lo que le daba un aspecto ligeramente inquietante. Max se agachó junto a él. A simple vista no parecía que se hubiese lesionado, pero prefirió preguntar.

—¿Le duele algo? ¿Está bien?

—No va a contestarle —dijo la mujer—. Es sordo.

Aquello empezaba a parecerse demasiado a una comedia. Max no lo pensó mucho e hizo lo único que podía hacer. Primero palpó las extremidades del anciano. Cuando le tocó los brazos y las piernas no hubo espasmos ni contracciones involuntarias, lo que quería decir que no había dolor y, por tanto, que no se había roto nada. Lo que Max no terminaba de entender era por qué no hablaba. Lo achacó al shock.

Semus llegó cuando Max se aseguraba de que el cuello de George tampoco presentaba lesiones. Fue una suerte contar con su ayuda para levantarlo. Habría podido hacerlo solo, pero no sin dificultades. Y no por el peso del hombre, que era más bien ligero, sino porque levantar a una persona mayor requería cierta técnica en la que no era experto.

La mujer, cuyo nombre nunca supieron, les agradeció su ayuda varias veces con gran efusividad. Luego se dedicó a abroncar a su marido. Max pensó dos cosas. En primer lugar, que era una suerte que el hombre estuviese sordo. En segundo lugar, que no importaba el nivel de desorden y confusión al que se expusiera al ser humano. Como especie, siempre estaban dispuestos a volver a la normalidad cuanto antes. Al menos la mayoría.

—Esto no ha sido casual —dijo Semus.

Max estaba de acuerdo.

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